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El pensar poetizante de Heidegger

Martin Heidegger

Heidegger es, realmente un pensador insoslayable para pensar el peligroso momento que vive el universo todo. A él se le hace evidente y da testimonio, de cómo en nuestra época y a nivel universal, se hace cada vez más efímero, insustancial y caduco todo ámbito puramente entitativo. Ello es debido, según él, a que en la era contemporánea se ha producido un radical viraje del Ser; el Ser, dice, está torsionado, verwunden wird (“La superación de la Metafísica” en Conferencias y artículos, Ed. del Serbal, Barcelona, segunda edición revisada, 2001. Trad. de Eustaquio Barjau. Título original: Vorträge und Aufsätze, Verlag Günther Neske, Pfullingen, 1954., pág. 71 . Puede consultarse aquí [.pdf]).

¿Qué quiere decir que el Ser está torsionado? A través de los textos tendremos oportunidad de advertir que no sólo escucharemos el pensamiento de Heidegger sino que, por su intermedio, tendremos acceso a la historia misma del pensar. Heidegger nos dice que lo verdadero y permanente de los pensadores es “llevar a la palabra aquello que desde el principio ya resuena” (en Der Satz vom Grund [“La proposición del fundamento”], ibídem. Pfullingen, Glinther, Neske, 1958, p.46).

Y ¿qué es lo que resuena en sus oídos? Resuena el arkhé, que traducimos por principio u origen. Pero el arkhé no es algo que haya acontecido in illo tempore y ya no tenga vigencia alguna. Escuchemos a Heidegger: “El arkhé no es el comienzo que luego se abandona a lo largo del proceso… el arkhé sigue rigiendo sobre lo que está entre el provenir y el desaparecer. El arkhé impera y rige de antemano en todas direcciones (Cfr. García Astrada, Heidegger. Un pensador insoslayable, Ediciones del Copista, Córdoba, Argentina, 1998). A estas palabras las podemos sintetizar con una expresión a la cual él recurría con cierta frecuencia: “el origen permanece siempre futuro, Herkunft aber bleibt stets Zukunft”.

El principio de la razón suficiente («Nada es sin razón») establece que nuestra mente se mantiene siempre y en todas partes por medio de la razón y que la imaginación humana necesariamente siempre está en busca de una razón. Esta idea no es original de Heidegger. De hecho, en su versión latina «Nihil est sine ratione», fue formulada por primera vez por Leibniz, que en el siglo XVII. Concretamente reza la sentencia: «Cada ser tiene una razón.» Dice Leibniz en su Monadología:

Nuestros razonamientos están fundados sobre dos grandes principios: el de contradicción, en virtud del cual juzgamos falso lo que implica contradicción, y verdadero lo que es opuesto o contradictorio a lo falso, […] y el de razón suficiente, en virtud del cual consideramos que no podría hallarse ningún hecho verdadero o existente, ni ninguna enunciación verdadera, sin que haya una razón [auto]suficiente para que sea así y no de otro modo. Aunque estas razones en la mayor parte de las cosas no pueden ser conocidas por nosotros.

En la tarea de explicar a Heidegger seamos cautelosos ya que, al hacerlo, debemos compartimos con él la idea de que “el hacerse comprensible es el suicidio de la filosofía”. Cuando dice “comprensible” se refiere al lenguaje común en sí mismo y sólo por sí mismo: para él la filosofía sólo puede hacerse sobre la base del lenguaje común (evidentemente insoslayable) transformado (“torsionado”) en lenguaje poético, es decir, metafórico-simbólico.

En el tema de la memoria en el pensar poetizante de Heidegger es lícito preguntarse por qué a la palabra pensar hemos agregado otra, el adjetivo poetizante. El motivo es el siguiente: Heidegger sospecha que para corresponder adecuadamente con el lenguaje a aquella torsión acontecida en el Ser debemos prestar especial atención a la esencial copertenencia entre pensar y poetizar. Ya no se trata de interrogar al ente por su ser, sino al mismo Ser en su verdad. El pensar debe dar un salto que lo aleje de lo ya pensado, para prestar atención a lo que hay que pensar, tras la torsión. Después del salto se cae en lo mismo —en el Ser— pero de otro modo y en otro lugar de lo mismo y, por tanto; debe ser experimentado de otra manera. El pensar debe prestar atención a la nueva localización, porque pensar es pensar desde un lugar —topos—. El pensar requiere la topología del Ser. En sus disquisiciones sobre la poesía de Höderlin pueden leerse estas palabras de Heidegger: “Es preciso arriesgarse a un intento de transformar nuestro modo de pensar en una experiencia de pensamiento, desacostumbrada por lo sencilla. Pero el dominio en que se desarrolle esta transformación es el de un decir poético a partir de una poetización, que nunca podremos captar siguiendo el hilo conductor de las categorías estéticas literarias”. (Aus der Erfarung der Denkens, Desde la experiencia al pensamiento, edición bilingüe, traducción, introducción y notas de Arturo García Astrada, Ediciones del Copista, Córdoba, 2001). Puede consultarse en línea otra traducción aquí: revista Espéculo. Por ejemplo, este poema:

Cuando la veleta delante de la ventana de la choza canta al levantarse la tormenta…

  Cuando el coraje del pensar brota del reclamo del ser,
entonces florece el lenguaje del destino.

Tan pronto tenemos la cosa ante los ojos y en el corazón,
prestamos atención a la palabra, el pensar surge.

Pocos son suficientemente expertos en distinguir
entre un objeto aprendido y una cosa pensada.

Si fuéramos en el pensar adversarios antes que simples rivales,
más fácil vendría a ser el asunto del pensar.

El pensar poetizante de HeideggerEs evidente, por las palabras citadas al inicio, que Heidegger cree que en la actual coyuntura en que el Ser está torsionado, sólo puede corresponder a él el pensar poetizante. La de Heidegger es una invitación a dar un paso atrás —Schritc zurück— desde una filosofía cada vez más encerrada en lo entitativo y conceptual hacia un pensar poetizante. Este pensar poetizante se muestra como una topología del Ser, es decir que ilumina el lugar donde debe buscarse su esencia.

Entremos ahora —y los desarrollemos, lo más brevemente posible— en los grandes temas heideggerianos, los cuales muestran una perfecta circularidad. Contrariamente a lo que sucede en la ciencia, para la cual la tautología es un escándalo, el pensar es siempre tautológico: piensa y dice siempre lo mismo de lo Mismo. Ésta es la única forma de poder hablar de ellos. Lo mismo, no es lo igual. Lo igual sólo tiene vigencia en el ámbito entitativo: esta mesa es igual a aquélla, esta silla es igual a esta otra.

Los grandes temas que ahora trataremos son: el Ser, el pensar, la memoria y el acontecimiento co-apropiador, Das Ereignis. Y lo haremos leyendo los textos respectivos. El primer texto es un aforismo de Parménides que suele figurar como el fragmento V y dice: “porque pensar y ser es lo mismo”. Entre los múltiples comentarios que Heidegger dedica a este aforismo, podemos citar los siguientes. “Pensar, es un pensar solamente en tanto y en cuanto queda orientado y dependiente del Ser. De ningún modo es un pensar por el hecho de que transcurre como una actividad inmaterial que transcurre como del alma y del espíritu. Al pensar le corresponde, en cuanto pensar, estar junto al Ser y como talle pertenece al Ser mismo”. El otro comentario está en Carta sobre el Humanismo, donde leemos: “El pensar, dicho sin rodeos, es el pensar del Ser. El genitivo dice dos cosas; el pensar es del Ser en la medida que el pensar acontece —ereignet— por el Ser y pertenece al Ser.

Por estos comentarios confirmamos que el pensar no recae sobre algo limitado, sobre algo objetivo, sobre un ente. El pensar es como viento que en nada se detiene, es una fuga, es una búsqueda.) Desde Aristóteles se dice que la filosofía es la ciencia que se busca. No debemos esperar, pues, que el pensar nos conduzca a un saber tal como sucede en la ciencia.

 Y del Ser, ¿qué podemos decir? Creo que lo primero es que lo contemplemos con veneración y en el mayor silencio. Sin embargo, si las palabras ahora nos requieren, digamos algunas cosas y mejor si son pocas. Digamos, entonces, que el Ser, dador del ente no se identifica con éste y es, por ello no-ente; es la Nada respecto a todo ente. Ser y Nada son las dos caras de lo mismo. La Nada —Nicht—, dice Heidegger, no es el indeterminado enfrente al ente, sino que se descubre como perteneciente al Ser del ente”. (¿Qué es la metafísica?, Klostermann, Frankfurt am Main, pág. 28). Al expresarse de este modo Heidegger se hace miembro de un ilustre grupo de grandes pensadores: casi todos en Oriente, algunos presocráticos, Scoto Erígena, Hegel y los místicos de todos los tiempos. El místico cuando busca a Dios va diciendo: no esto, no esto; neti, neti, según el hinduísmo. Respecto a todo ente Dios es como una Nada.

Y en la mística cristiana se queja de la inefabilidad de la experiencia mistita, por lo que, como Heidegger al hablar de la Metafísica, sólo puede transmitirla a través del lenguaje simbólico-poético. Digamos, también, que el Ser no debe ser confundido con lo actualmente presente; a él pertenece no solamente el presente, sino también, lo que todavía no es, o sea el futuro y lo que ya no es, o sea el pasado. El Ser es presencia —Anwesen— y no es lícito, en éste ámbito de presencia privilegiar uno de sus momentos —el presente— y decir que sólo él se identifica con el Ser.  

Sucede, como ya vimos, que Ser y Nada son lo mismo y, por ello, el Ser no sólo es dador del ente y en él se detenga su actividad, sino que también es anonadador. En el Seminario de Le Thor apela Heidegger a los verbos alemanes nichten, que significa anonadar, y vemeinen que sólo significa negar. El Nicht de nichten quiere decir vacío total —nihil nagativum—; el ente, sencillamente, es anonadado; no hay ente. Si utilizásemos vemeinen sólo estaríamos frente a una negación y la negación sería el origen de la Nada, cosa no aceptada por Heidegger.

¿Y qué sucede con lo anonadado? Para una mirada finita pertenece al pasado; pero esto que es pasado para nosotros sigue perteneciendo a la esencia del Ser como presencia. “Las heridas del Espíritu, dice Hegel, no dejan cicatrices”. A esta forma de continuar perteneciendo al Ser lo que para nosotros es pasado, Heidegger lo denomina lo sido, —das Gewesen (Unterwegs zur Sprache, Neske, Pfullingen, 1963, pág. 154-155).

Lo pasado —das Vergangene— es distinto de lo sido— das Gewesen­; a éste debemos pensarlo como “la reunión de lo que perdura” y, por tanto, es donde mora la esencia —Wesen— del tiempo y del Ser. Hegel dice al respecto: “El idioma alemán ha conservado en el tiempo pasado del verbo ser (sein) a la esencia —Wesen— pues la esencia es pasado, aunque un ser pasado intemporal (Wissenschaft der Logik, en Stimtliche Werke, IV Band, Stuttgart, 1958, pág. 481). También Aristóteles coloca un pasado intemporal a la esencia del Ser y del tiempo: to ti en einai, que los latinos tradujeron quod qui erat esse, aquello que era Ser.

Pareciera que éste es el momento de hacemos cargo del tema de nuestra ponencia: la memoria en el pensar poetizante de Heidegger. ¿Y qué es, para él la memoria?

Respondamos la pregunta con lo que él dice casi al principio de ¿Qué significa Pensar?: “Es evidente que esta palabra designa algo distinto de la sola facultad registrada por la psicología, de conservar en la imaginación cosas pasadas. La memoria piensa en lo pensado… Memoria es la reunión del pensar sobre lo que en todas partes debe pensarse desde el principio (Was heisst Denken?, Max Niemeyer Verlag Tiibingen 1961, pág.7). Y más adelante, en la misma obra agrega: “El recuerdo no pertenece solamente a la facultad de pensar, dentro del cual tiene lugar, sino que todo pensar y toda aparición de lo que hay que pensar hallan un campo abierto donde llegan y se juntan y solamente allí donde llega la custodia de lo gravísimo. El hombre habita esta custodia de lo que hay que pensar, no la engendra. Sólo la custodia puede preservar lo que hay que pensar. ¿De qué preserva la custodia? Del olvido? (Si Uds. me permiten un paréntesis recordemos que Bergson dice que no es la memoria, sino el olvido lo que necesita explicación y Platón afirma que para olvidar es necesario beber las aguas del Leteo).

Para Heidegger la Metafísica nace cayendo ya en un olvido. La Metafísica pregunta por el fundamento del ente y responde que este fundamento es el Ser; es decir funda el ente en el Ser. Pero después de haberle predicado esta función, la Metafísica olvida el Ser y sólo trata del ente. Y aquí comienza a crecer el peligro y crece hasta llegar un momento en que el olvido también cae en el olvido. Es el momento más peligroso. Pero este momento puede ser exorcizado cuando el peligro se muestra como peligro y se lo vive como tal. Es entonces cuando surge la posibilidad de un viraje, de una vuelta —die Kehre—. Pero a esta vuelta no debe considerársela como dada en un espacio y, por tanto, en sentido lineal. Die Kehre, La vuelta, es un volver en sí, es adentrarse el Ser en su mismidad, es un entrar en su verdad. “Tal vez estamos ya en la sombra que proyecta la llegada de esta Kehre. Nadie sabe cuándo y cómo ella acontece como destino”, dice Heidegger. Pero, agrega, no hace falta este saber que aún podría ser nocivo para el hombre, porque la esencia de éste, es la esfera del Ser. Mientras se mantiene en esa espera su pensamiento lo custodia.

La “vuelta” heideggeriana no es la vuelta a un origen que, tras la falsificación “moderna” (una modernidad que habría comenzado en Platón), hubiera que poner a la luz, prístina y ab omni naevo vindicatus, sino el sobre-salto (Ent-setzen) de reconocer en el Fondo que el olvido del ser lo es del ser mismo, que éste se “sacrifica” y “crucifica” por así decir para espaciar mortales y dioses, cielo y tierra.

Por las palabras dedicadas por Heidegger a la memoria nos vemos enfrentados a una nueva tautología, a un nuevo decir lo mismo de lo Mismo. La memoria piensa en lo pensado. Memoria es la reunión del pensar sobre lo que en todas partes debe pensarse desde el principio. En definitiva, la memoria es lo mismo que el pensar; pensar es pensar en, an Denken y Andenken es recordar. En la Experiencia del pensar, dice: “Desde detrás nuestro proviene a nuestro pensar lo más antiguo de lo antiguo y, sin embargo, nos llega y corresponde. Por eso se detiene el pensar en el advenir de lo sido y es recuerdo”.

Llevamos visto, pues, que pensar y Ser son lo mismo y pensar y memoria también son lo mismo. Para este orden de mismidades, que no es el resultado de nada, vamos a citar un texto heideggeriano, aunque me parezca un poco ambiguo: “Pero el Ser no es ningún resultado. Por lo contrario el pensar es la Ereignis del Ser”.

Para terminar vamos a detenemos muy brevemente en la palabra Ereignis. Si apelamos a un diccionario alemán-español, la palabra Ereignis significa suceso, acontecimiento, evento; y la palabra eignen, ser propio de, pertenecer a; y la Ereignen, acontecer, suceder. Pero para Heidegger la palabra Ereignis significa algo más.

Sucede con frecuencia que cuando un pensador o un poeta quieren decir algo, especialmente cuando ese algo es muy íntimo, no lo hacen directamente, sino que recurren a una estrategia, la metáfora, por ejemplo, en los poetas. La estrategia de Heidegger es recurrir a las etimologías, a veces, unas extrañas etimologías y va a la búsqueda de combinaciones etimológicas que dan un nuevo sentido a la palaba; en este caso a Ereignis. Heidegger deriva esta palaba de Er-augnen que significaría: “asir con los ojos”, “abarcar con la mirada, llamar con la mirada, apropiar con la mirada”. Ereignis, entonces, tiene un nuevo alcance. La mirada con el sentido de apropiar pertenece a das Ereignis y es omniabarcante. “Los hombres son los vistos en la mirada… somos alcanzados como los vistos en la mirada esencial del Ser”.

Los hombres son las miradas, son los apropiados por la omniabarcante mirada. Sabemos que para Heidegger el Ser necesita del hombre, “¿Quién es el hombre?”, se pregunta y responde: “Aquél que es empleado por el Ser —Seyn— para soportar el esenciarse de la verdad del Ser —“Seyn”— (Beitriige zur Phylosophie, trad. esp. de Dina V. Picotti C., Biblioteca Internacional Martín Heidegger, Buenos Aires, 2003, pág. 258). Pero, ¿y al hombre qué le pasa, en este fin o comienzo de era que estamos viviendo? Anda como desorientado, como perdido, como insatisfecho y, a su vez, como buscándose. “Humano, demasiado humano”, se queja Nietzsche; “sucede que me canso de ser hombre, navegando en un agua de origen y ceniza”, poetiza Neruda.

El Übermensch nietzscheano, que generalmente ha sido mal traducido por Superhombre, sencillamente dice más allá del hombre. “El hombre, dice Nietzsche, es una cuerda tendida entre la bestia y el Übermensch, una cuerda sobre el abismo; peligrosa travesía, peligroso caminar, peligroso mirar atrás, peligroso temblar y detenerse. Lo grande en el hombre es que es un puente y no una meta; lo que se puede amar en el hombre es que él es tránsito y perdición… Yo amo, sigue diciendo Nietzsche, a los que no saben vivir sino como extinguiéndose, porque esos son los que pasan al otro lado (Nietzsche, Also sprach Zarathustra, Insel Verlag, 1966. pág. 16).

Pero ¿qué sucede cuando el hombre, cansado de ser hombre, “renuncia a la obstinación humana”, se sale de su surco y, por tanto, delira —surco, en latín, es lira— y se proyecta hacia la mirada omniabarcante y corresponde al requerimiento de esa mirada? “Correspondiendo así, es el hombre a-propiado… y mira de frente a lo divino.” (Die Kehre, edic. cit. pág. 35).

Y, cuando el hombre corresponde a la mirada omniabarcante, ¿qué pasa con el ser ahí —Dasein— , con el-ser-en-elmundo? Para orientarme a mí mismo en la búsqueda de una solución posible, recordemos que en Ser y Tiempo, Heidegger dice que el hombre es un serpara-la muerte. Sobre este tema pienso seguir trabajando y recurriendo a la memoria. Acabamos con unos versos de Goethe:

El que no sabe llevar su contabilidad

por espacio de tres mil años,

se queda como ignorante en la oscuridad

y sólo vive al día.

 

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¿Qué es Metafísica?, de Martin Heidegger. Un acercamiento

Resumen

Martin Heidegger dictó unas lecciones con el título “Historia del concepto de tiempo” en el semestre de verano de 1925 en la Universidad de Marburgo. No obstante, como nunca llegó a presentar la cuestión central, y el subtítulo de las lecciones era «Prolegómenos para una fenomenología de la historia y la naturaleza», a la hora de publicarlas pareció adecuado cambiar el título original por el subtítulo. La reflexión temática de Heidegger comienza con una caracterización de lo que es la situación de la filosofía y de la ciencia en la segunda mitad del siglo XIX, exponiendo el acontecimiento decisivo que marca su interpretación: la irrupción de la fenomenología entendida en cuanto investigación filosófica. Indaga los descubrimientos esenciales de la fenomenología y los defiende frente a ciertos malentendidos, para luego por su parte criticar el punto en que la fenomenología no satisface la exigencia propia de ir “a las cosas mismas”.

Explicar a Heidegger, traducir a Heidegger, es tarea harto difícil y más en un espacio como este. En Parménides encontramos la imposibilidad de la nada o decir “el ser no es no es” Bergson se pregunta ¿Cómo es lo que no es? En cambio, para Heidegger el Ser es también el sitio de la nada. El ser se teje en el tiempo de manera que esto no puede ser otra cosa que puro pro-yecto, del ser-para-la-muerte, en relación al-ser-en-el-mundo. Heidegger se pregunta: “Hay nada solamente porque hay no, ¿esto es porque hay la negación? ¿O no ocurre acaso lo contrario, que hay no y negación, solamente porque hay la nada? Nosotros afirmamos la nada es más originaria que el no y la negación”. En Heidegger esto se relaciona directamente con la angustia ante la nada del-ser-ahí. “¿Hay en la ex-sistencia del hombre un temple de ánimo que lo coloque inmediatamente ante la nada misma? Sí la angustia. La angustia hace presente la nada”.

Aconsejamos el volumen del mismo título en Alianza Editorial, que reúne tres textos cuyo tema común es la «pregunta por la metafísica», preocupación cardinal que recorre la obra del filósofo alemán y sin la cual cabe dudar que se sostuviera su filosofía. Ordenados según un criterio cronológico, ­como explican en su Nota Editorial Arturo Cortés y ¿Qué es metafísica?Helena Leyte, traductores del volumen­, ¿Qué es Metafísica? (1929) se presenta seguido de Epílogo a «¿Qué es Metafísica?», escrito catorce años más tarde (1943), y, finalmente, de Introducción a «¿Qué es Metafísica?» (1949). Más allá de la anecdótica coincidencia temática de sus títulos, estos tres textos, que guardan entre sí una independencia notable aunque graviten en torno a un eje común, reflejan en la superficie la profundidad de un personal trayecto filosófico.

Si se desea una edición con un estudio más desarrollado, podrá optarse, en la misma editorial, por Los conceptos fundamentales de la metafísica.Mundo, finitud, soledad, que recoge todas las lecciones que, junto al texto anterior impartió Heidegger en la universidad de Friburgo en el mismo curso de verano/invierno de 1929-30.

Martin Heidegger. Los conceptos fundamentales de la metafísica

Sin embargo, aquí ofrecemos la traducción de ese primer ensayo realizada por Xavier Zubiri en 1955. El texto recoge la lección inaugural pronunciada en la Universidad de Friburgo en 1925 y que fue publicado por primera vez en 1929.

Que es la metafisica - Heidegger - Zubiri

¿Qué es Metafísica? (Martin Heidegger)

La pregunta hace concebir la esperanza de que se va a hablar acerca de la metafísica. Renunciamos a ello. En su lugar vamos a dilucidar una determinada cuestión metafísica. De este modo nos sumergimos inmediatamente dentro de la metafísica misma. Con lo cual le procuramos la única posibilidad adecuada para que se nos ponga, ella misma, de manifiesto.

Nos proponemos, primero, plantear un interrogante metafísico; intentamos, luego, elaborar la cuestión que encierra y terminamos respondiendo a ella.

Planteamiento de un Interrogante Metafísico

La filosofía, considerada desde el punto de vista de la sana razón humana, es según Hegel, el “mundo al revés”. Por esto, la particularidad de nuestra empresa requiere una caracterización previa. Surge ésta de una doble característica del preguntar metafísico.

En primer lugar, toda pregunta metafísica abarca íntegro el problematismo de la metafísica. Es siempre el todo de la metafísica. En segundo lugar, ninguna puede ser formulada sin que el interrogador, en cuanto tal, se encuentre dentro de ella, es decir, sin que vaya él mismo envuelto en ella.  De aquí desprendemos, por de pronto, esta indicación: el preguntar metafísico tiene que ser en totalidad y debe plantearse siempre desde la situación esencial en que se halla colocada la existencia interrogante. Nos preguntamos, aquí y ahora, para nosotros. Nuestra existencia —en la comunidad de investigadores, maestros y discípulos— está determinada por la ciencia. ¿Qué esencial cosa nos acontece en el fondo de la existencia cuando la ciencia se ha convertido en nuestra pasión?

Los dominios de las ciencias están muy distantes entre sí. El modo de tratar sus objetos es radicalmente diverso. Esta dispersa multiplicidad de disciplinas se mantiene, todavía, unida gracias tan sólo a la organización técnica de las Universidades, y Facultades, y conserva una significación por la finalidad práctica de las especialidades. En cambio, el enraizamiento de las ciencias en su fundamento esencial se ha perdido por completo.

Y sin embargo, en todas las ciencias, siguiendo su propósito más auténtico, nos las habemos con “el ente mismo”. Mirado desde las ciencias, ningún dominio goza de preeminencia sobre otro, ni la Naturaleza sobre la Historia, ni ésta sobre aquella. Ninguna de las maneras de tratar los objetos supera a las demás. El conocimiento matemático no es más riguroso que el histórico-filológico; posee, tan sólo, el carácter de “exactitud”, que no es equivalente al de rigor. Exigir exactitud de la Historia sería contravenir a la idea del rigor específico de las ciencias del espíritu. La referencia al mundo que impera en todas las ciencias, en cuanto tales, las hace buscar el ente mismo, para hacer objeto de escudriñamiento y de fundamentación, en cada caso, el “que” de las cosas y su modo de ser. En las ciencias se lleva a cabo —en idea— un acercamiento a lo esencia de toda cosa.

Esta especialísima referencia al ente mismo en el mundo es sustentada y conducida por una actitud de la existencia humana, libremente adoptada. También en su hacer y omitir, pre y extracientíficos, el hombre tiene que habérselas con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la cosa misma, de manera fundamental, explícita y exclusiva, la primera y última palabra. En esta rendida manera del interrogar, del determinar y del fundamentar se lleva a cabo una sumisión al ente mismo, para que se revele lo que hay en él: Esta servidumbre de la investigación y de la doctrina llega a constituirse en fundamento de la posibilidad de un “propio”, bien que limitado, señorío directivo en la totalidad de la existencia humana. La especial referencia al mundo, propia de la ciencia, y la actitud humana que a ella nos lleva, no pueden entenderse bien sino luego de ver y captar qué es lo que ocurre en esa referencia al mundo. El hombre —un ente entre nosotros— “hace ciencia”. En este hacer acaece nada menos que la irrupción de un ente, llamado hombre, en el todo del ente y, en tal forma, que en esta irrupción y mediante ella, queda al descubierto el ente en su qué es y en su cómo es. Esta descubridora irrupción sirve, a su modo, para que por vez primera el ente se recobre a sí mismo.  Estas tres cosas: referencia al mundo, actitud e irrupción, traen consigo, en su unidad radical, una encendida simplicidad y acuidad del existir del hombre en la existencia científica. Si queremos captar de una manera explícita la existencia científica, tal como la hemos esclarecido, tendremos que decir:

Aquello a que se endereza esa referencia al mundo es al ente mismo —y a nada más.

Aquello de que toda actitud recibe su dirección es del  ente mismo —y nada más.

Aquello en lo cual irrumpe la investigación para dilucidarlo es en el ente mismo —y nada más. Pero, cosa notable, en la manera misma como el hombre científico se asegura de lo que más propio le es, habla, precisamente, de otro.

Lo que hay de que inquirir es tan sólo el ente y por lo demás —nada; el ente sólo y —nada más; únicamente el ente, y fuera de él —nada.

 ¿Qué pasa con esta nada? ¿Es un azar que hablemos tan espontáneamente de este modo? ¿Será una manera de hablar, y nada más?

Pero ¿a qué preocuparnos de esta nada? La nada es lo que la ciencia rechaza y abandona por se nadería. Sin embargo, al abandonar así la nada ¿no la admitimos ya? Pero ¿podemos hablar de admisión si no admitimos nada? ¿No caemos con todo esto en una vana disputa de palabras? ¿No es ahora, precisamente, cuando la ciencia debiera poner en juego de nuevo su seriedad y sobriedad, puesto que lo único que le preocupa es el ente? ¿Qué puede ser la nada para la ciencia sino abominación y fantasmagoría?

Si la ciencia tiene razón, una cosa hay, entonces, de cierta: la ciencia no quiere saber nada de la nada. Y ésta es, en último término, la concepción rigurosamente científica de la nada. Sabemos de ella en la medida precisa en que de la nada, nada queremos saber.

La ciencia nada quiere saber de la nada. Pero no es menos cierto también que, justamente, cuando intenta expresar su propia esencia recurre a la nada. Echa mano de lo que desecha. ¿Qué discorde esencia se nos descubre aquí?

Al reflexionar sobre nuestra existencia fáctica (de hecho) —una existencia determinada por la ciencia— hemos abocado a un conflicto. En ese conflicto se ha planteado un interrogante. En realidad no falta más que formular la interrogación:

 ¿Qué pasa con la nada?  Elaboración de la cuestión  

La elaboración de la cuestión acerca de la nada ha de colocarnos en aquella situación que haga posible la respuesta, o que patentice la imposibilidad de la misma. La ciencia admite la nada, es decir la abandona con indiferencia desde su altura como aquello que no hay.

Sin embargo, intentemos preguntar por la nada: ¿Qué es la nada? Ya la primera acometida nos muestra algo insólito. De antemano, suponemos en este interrogante a la nada como algo que “es” de éste u otro modo, es decir, como un ente. Pero, precisamente, si de algo se distingue es de todo ente. El preguntar por la nada —qué y cómo sea la nada— trueca lo preguntado en su contrario. La pregunta despoja a sí misma de su propio objeto.

Por lo cual, toda respuesta a esta pregunta resulta, desde un principio imposible. Porque la respuesta se desenvolverá necesariamente en esta forma: la nada “es” esto o lo otro. Tanto la pregunta como la respuesta respecto de a la nada son, pues, igualmente, un contrasentido.

No es, pues, menester la previa repulsa de la ciencia. La norma fundamental que suele adscribir comúnmente al pensamiento, el principio de que hay que evitar la contradicción, la lógica general, echa por tierra la pregunta formulada. El pensamiento, en efecto —que siempre es, por esencia, pensamiento de algo—, para pensar la nada tendría que actuar contra su propia esencia.

Puesto que nos está vedado convertir la nada en objeto alguno, estamos ya al cabo de nuestro interrogante acerca de la nada —suponiendo que en esta interrogación sea la lógica la suprema instancia y que el entendimiento sea el medio y el pensamiento el camino para captar originariamente la nada y decidir sobre su posible descubrimiento.

Pero ¿no es intangible la soberanía de la “lógica”? ¿No es realmente el entendimiento soberano en esta cuestión acerca de la nada? En efecto, sólo con su ayuda podemos determinar la nada y situarla, aunque no sea más que como un problema que se devora a sí mismo. Porque la nada es la negación de la omnitud del ente, es sencillamente el no ente. Con ello subsumimos la nada bajo la determinación superior del no, y, por tanto, de lo negado. Pero la negación es, según doctrina dominante e intacta de la “lógica”, un acto específico del entendimiento. ¿Cómo entonces eliminar el entendimiento en nuestra pregunta por la nada, y sobre todo, en la cuestión de la posibilidad de formularla? Sin embargo, ¿es tan cierto lo que ahí damos por supuesto? ¿Representa el no, la negatividad y, con ello, la negación, la determinación superior, bajo la cual cae la nada, como una especie de lo negado? ¿Hay nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no ocurre, acaso, lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay nada? Cuestión no resuelta ni tan siquiera formulada explícitamente. Nosotros afirmamos: la nada es más originaria que el no y la negación.

Si esta tesis resulta justa, la posibilidad de la negación como acto del entendimiento y, con ello, el entendimiento mismo, dependen en alguna manera de la nada. Entonces, ¿cómo pretende aquél decidir sobre ésta? ¿No descansará, en último término, el aparente contrasentido de la pregunta y de la respuesta acerca de la nada en la ciega obstinación de un entendimiento errabundo?

Pero si no nos dejamos despistar por la imposibilidad formal de la pregunta acerca de la nada y, a pesar de ellos, llegamos a formularla, tendremos que satisfacer, por lo menos, la exigencia fundamental de toda posible pregunta. Si vamos a interrogar, como sea, a la nada, es preciso que, previamente, la nada se nos dé. Es menester que podamos encontrarla.

¿Dónde buscar la nada? ¿Cómo encontrarla? Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí? Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si no sabe, por anticipado, que está ahí lo que busca. Pero en nuestro caso lo buscado es la nada. ¿Habrá en último término un buscar sin esa anticipación, un buscar al que es inherente un puro encontrar?

Sea ello lo que quiera, lo cierto es que conocemos la nada, aunque no sea más que como algo de que hablamos a diario en todas partes. Y hasta podemos aderezar previamente, en una “definición”, esta vulgar nada, desteñida en toda la palidez de lo obvio, que se desliza tan insensiblemente en nuestras conversaciones:

La nada es la negación pura y simple de la omnitud del ente.

Esta caracterización de la nada, ¿no es, al fin y al cabo, una indicación de la dirección en que únicamente podremos tropezar con ella? Es preciso que, previamente, la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente.

Bien; pero aun prescindiendo de lo problemática que es la relación entre la negación y la nada, ¿cómo vamos a hacer nosotros —seres finitos— que el todo del ente sea accesible en sí mismo, en su omnitud, y, especialmente, que sea accesible para nosotros? Podemos, en todo caso, pensar en “idea” el todo del ente, negar en el pensamiento este todo así formado, y luego “pensarlo”, a su vez, como negado. Pero por este camino obtendríamos el concepto formal de una nada figurada, mas no la nada misma. Pero la nada es nada, y si, por otra parte, representa la completa indiferenciación, no puede existir diferencia alguna entre la nada figurada y la nada “autentica”. Por otra parte, ¿no es esta “autentica” nada aquel concepto contradictorio, bien que oculto, de una nada que es? Ésta ha de ser la última vez que las objeciones de entendimiento detengan nuestra búsqueda, que sólo una experiencia radical de la nada podría legitimar.

Cierto que nunca podemos captar absolutamente el todo del ente, no menos cierto es, sin embargo, que nos hallamos colocados en medio del ente, que de una u otra manera, nos es descubierto en totalidad. En última instancia, hay una diferencia esencial entre el captar el todo del ente en sí y encontrarse en medio del ente en total. Aquello es radicalmente imposible. Esto acontece constantemente en nuestra existencia.

Parece sin duda, que en nuestro afán cotidiano nos hallamos vinculados unas veces a éste, otras a aquel ente, como si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito del ente. Pero, por muy disgregado que nos parezca lo cotidiano, abarca, siempre, aunque sea como en sombra, el ente en total. Aun cuando no estemos en verdad ocupados con las cosas y con nosotros mismos —y precisamente entonces—, nos sobrecoge este “todo”, por ejemplo, en el verdadero aburrimiento. Éste no es el que sobreviene cuando sólo nos aburre este libro o aquel espectáculo, esta ocupación o aquel ocio. Brota cuando “se está aburrido”. El aburrimiento profundo va rodando por las simas de la existencia como una silenciosa niebla y nivela a todas las cosas, a los hombres, y a uno mismo en una extraña indiferencia. Este aburrimiento nos revela el ente en total.

Otra posibilidad de semejante patencia se ofrece en la alegría por la presencia de la existencia — no sólo de la persona— de un ser querido.

Semejante temple de ánimo, en el cual uno “se encuentra” de tal o cual manera, nos permite encontrarnos en medio del ente en total y atemperados por él. Este encontrarse, propio del temple, no sólo hace patente, en cada caso a su manera, el ente en total, sino que este descubrimiento, lejos de ser un simple episodio, es el acontecimiento radical de nuestro existir.

Lo que llamamos “sentimiento” no son ni fugaces fenómenos concomitantes de nuestra actitud pensante o volitiva, ni simples impulsos de ella, ni tampoco estados simplemente presentes con los que nos avenimos en una u otra forma.

Sin embargo, cuando estos temples del ánimo nos conducen de esa suerte frente al ente en total, nos ocultan, precisamente, la nada que buscamos. Y menos se nos ocurrirá ahora pensar que la negación del ente en total, que se nos hace patente en el temple, nos pueda colocar frente a la nada, porque esto sólo podría ocurrir, con pareja radicalidad, en un temple de ánimo que por su más auténtico sentido descubridor nos patentizara la nada.

 ¿Hay en la existencia del hombre un temple de ánimo tal que lo coloque inmediatamente ante la nada misma?

Se trata de un acontecimiento posible y, si bien raramente, real, por algunos momentos, en ese temple de ánimo radical que es la angustia.

No aludimos a esa frecuentísima inquietud que, en el fondo, no es sino un ingrediente de la medrosidad en que tan fácilmente podemos caer. Angustia es radicalmente distinto de miedo. Tenemos miedo siempre de tal o cual ente determinado que nos amenaza en un determinado respecto. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. Como el miedo se caracteriza por esta determinación del de y del a, resulta que el temeroso y medroso queda sujeto a la circunstancia que le amedrenta. Al esforzarse por escapar de ello —de ese algo determinado— pierde la seguridad para todo lo demás, es decir, “pierde la cabeza”.

La angustia no permite que sobrevenga semejante confusión. Lejos de ello, hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia de… es siempre angustia por…, pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de qué y por qué nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado. Esto se ve patente en una conocida expresión.

Solemos decir que en la angustia “uno está desazonado”. ¿Qué quiere decir este “uno”? No podemos decir de qué le viene a uno esta desazón. Nos encontramos así, y nada más. Todas las cosas como nosotros mismos se sumergen en una indiferenciación. Pero no como si fuera un mero desaparecer, sino como un alejarse que es un volverse hacia nosotros. [En] Este alejarse el ente en total, que nos acosa en la angustia, nos oprime. No queda asidero ninguno. Lo único que queda y nos sobrecoge al escapársenos el ente es este “ninguno”.

 La angustia hace patente la nada.

Estamos “suspensos” en angustia. Más claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos —estos hombres que somos—, estando en medio del ente, nos escapemos de nosotros mismos. Por esto, en realidad, no somos “yo” ni “tú” los desazonados, sino “uno”. Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse.

La angustia nos vela las palabras. Como el ente en total se nos escapa, acosándonos la nada, enmudece en su presencia todo decir “es”. Si muchas veces en la desazón de la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello prueba la presencia de la nada.

Que la angustia descubre la nada confírmalo el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la luminosa visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar: aquello de y aquello por… lo que nos hemos angustiado era, realmente, nada. En efecto, la nada misma, en cuanto tal, estaba allí.

Con el radical temple de ánimo que es la angustia hemos alcanzado aquel acontecimiento de la existencia en que se nos hace patente la nada y desde el cual debe ser posible someterla a interrogación.

 ¿Qué pasa con la nada?  Respuesta a la pregunta

La única respuesta que, por de pronto, es esencial para nuestro propósito, la lograremos si prestamos atención al hecho de que la cuestión acerca de la nada ha sido planteada realmente. Para ello será preciso que reproduzcamos esa transmutación del hombre en su puro existir, que ocurre en toda angustia, para captar, tal como se presenta, la nada que en ella se patentiza. Esto exige, al mismo tiempo, que apartemos expresamente aquellas caracterizaciones de la nada que no nazcan directamente de nuestra entrevista con ella.

La nada se descubre en la angustia —pero no como ente. Tampoco está dada como objeto. La angustia no es una aprehensión de la nada. sin embargo, la nada se nos hace patente en ella y a través de ella, aunque, una vez más, no como si estuviese separada y “al lado” del ente en total que se presenta en la desazón de la angustia. Antes bien, decíamos: en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en total. ¿Qué quiere decir este “a una con”?

En la angustia el ente en total se torna caduco. ¿En qué sentido? Porque la angustia no aniquila el ente para dejarnos como residuo la nada. ¿Cómo habría de hacerlo si la angustia se encuentra precisamente en la más absoluta impotencia frente al ente en total? Antes bien, la nada se manifiesta con y en el ente en tanto que éste nos escapa en total.

En la angustia no ocurre un aniquilamiento de todo el ente en sí mismo. Pero  tampoco llevamos a cabo una negación del ente en total para así obtener la nada. Aun prescindiendo de que la angustia, en cuanto tal, le es ajena la formulación expresa de una declaración negativa, resultaría que, con una semejante negación (que debiera dar por resultado la nada), llegaríamos siempre demasiado tarde. Ya antes la nada nos ha salido al paso. Por eso decíamos que la nada nos sale al paso “a una con” el ente en total en cuanto que éste se nos escapa.

En la angustia hay un retroceder ante… que no es ciertamente un huir, sino una fascinada quietud. Este retroceso arranca de la nada. La nada no atrae, sino que, por esencia, rechaza. Pero este rechazo es, como tal, un remitirnos, dejándolo escapar, al ente en total que se hunde. Esta total rechazadora remisión al ente en total que se nos escapa (que así es como la nada acosa a la existencia en la angustia), es la esencia de la nada: el anonadamiento.

No es un aniquilamiento del ente, ni se origina en una negación. El anonadamiento no se puede obtener tampoco sumando aniquilación y negación. La nada misma anonada. El anonadar no es un suceso como otro cualquiera, sino que por ser un rechazador remitirnos al ente en total que se nos escapa, nos hace patente este ente en su plena, hasta ahora oculta extrañeza, como lo absolutamente otro frente a la nada.

En esta clara noche que es la nada de la angustia, es donde surge la originaria “patencia” del ente como tal ente: que es ente y no nada. Pero este “y no nada” que añadimos en nuestra elocución no es, empero, una aclaración subsiguiente, sino lo que previamente posibilita la patencia del ente en general. La esencia de esta nada, originariamente anonadante, es: que lleva, al existir, por vez primera, ante el ente en cuanto tal.

Solamente a base de la originaria patencia de la nada puede la existencia del hombre llegar al ente y entrar en él. Por cuanto que la existencia hace por esencia relación al ente, al ente que no es ella y al que es ella misma, procede ya siempre, como tal existencia, de la patente nada.

 Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada.

Sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre allende el ente en total. A este estar allende el ente es lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese, en la última raíz de su esencia, un trascender; es decir, si de antemano, no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma.

 Sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad.

Con esto hemos obtenido ya la respuesta a la pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junto con el ente, al cual, por así decirlo, adheriría. La nada es la posibilitación de la patencia del ente, como tal ente, para la existencia humana. La nada no nos proporciona el contraconcepto del ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece el anonadar de la nada.

Pero hora es ya de que salga a la superficie un reparo largo tiempo reprimido. Si la existencia no puede entrar en relación con el ente, es decir, no puede existir sino sosteniéndose dentro de la nada, y si la nada sólo se revela originariamente en la angustia, ¿no habríamos de estar perennemente suspensos en angustia para poder existir? Pero, ¿no hemos reconocido nosotros mismos que esta angustia radical es rara? Y, sobre todo, todos nosotros existimos y nos las habemos con el ente —con el ente que no somos nosotros y que somos nosotros— sin esta angustia. ¿No será ésta una invención gratuita, y la nada que le atribuimos una exageración?

Pero ¿qué quiere decir que esta angustia radical sólo acontece en raros momentos? No quiere decir otra cosa sino que, por de pronto, la nada, con su origen, permanece casi siempre disimulada para nosotros. ¿Y qué es lo que la disimula? La disimula el que nosotros, de uno u otro modo, nos perdemos completamente en el ente. Cuanto más nos volvemos hacia el ente en nuestros afanes, tanto menos le dejamos escaparse como tal ente, y tanto más nos desviamos de la nada, y con tanto mayor seguridad nos precipitamos en la pública superficie de la existencia.

Sin embargo, esta constante, bien que equívoca, desviación de la nada, es conforme, dentro de ciertos límites, a su más propio sentido. En su anonadar, la nada nos remite precisamente al ente. La nada anonada de continuo, sin que en el saber, dentro del cual nos movemos a diario, sepamos propiamente de este acontecimiento.

¿Qué testimonio más convincente de esta perenne y amplia —bien que disimulada— patencia de la nada en nuestra existencia que la negación? Pero ésta pertenece, según se dice, a la esencia del pensamiento humano. La negación se expresa diciendo no de algo que no es. Pero la negación no saca de sí misma el no ser de lo que no es para intercalarlo, por decirlo así, dentro del ente, como medio de diferenciación y contraposición a lo dado. ¿Cómo va a poder sacar la negación de sí misma el no, si solamente puede negar si le está previamente propuesto algo negable? Y ¿cómo lo negable, lo que hay que negar, puede considerarse como afectado por el no, si no es porque todo pensar, en cuanto tal pensar, tiene ya la vista puesta en el no? Pero el no, solamente puede hacerse patente sacando de su latencia lo que le da origen: el anonadar de la nada y, con él, la nada misma.

El no, no nace de la negación, sino que la negación se funda en el no, que nace del anonadar de la nada. Pero tampoco la negación es otra cosa que un modo de esa actitud anonadante, es decir, de esa actitud previa fundada sobre el anonadar de la nada.

Con esto hemos demostrado, a grandes rasgos, la tesis anteriormente enunciada: la nada es el origen de la negación y no al revés.

Al quebrantar así el poder del entendimiento en esta cuestión acerca de la nada y del ser, hemos decidido, al mismo tiempo, la suerte de la soberanía de la “lógica” dentro de la filosofía. La idea misma de la “lógica” se disuelve en el torbellino de un interrogante más radical.

Por mucho y muy diversamente que la negación —explícita o no— prevalezca en todo pensar, no es ella, por sí sola, testimonio suficiente de la patencia de la nada, patencia esencial a la existencia. Porque no podemos proclamar que la negación sea la única —ni siquiera la principal— actitud anonadante en que la existencia se encuentra sacudida por el anonadar de la nada.

Más abisal que la simple adecuación de la negación lógica es la crudeza de la contravención y la acritud de la execración. Hay más responsabilidad en el dolor del fracaso y en la inclemencia de la prohibición. Más abrumadora es la aspereza de la privación.

Estas posibilidades de la actitud anonadante —fuerzas con que la existencia sobrelleva, bien que sin llegar a dominarle, ese su hallarse arrojada— no son especies de la mera negación. Pero esto no les impide expresarse con un no y con una negación. Lo cual nos delata, de modo bien claro, la vaciedad y amplitud de la negación.

El que esta actitud anonadante atraviese de punta a punta la existencia, testimonia la perenne y ensombrecida patencia de la nada, que sólo la angustia nos descubre originariamente. Así se explica que esa angustia radical esté casi siempre reprimida en la existencia. La angustia está ahí: dormita: Su hálito palpita sin cesar a través de la existencia: donde menos, en la del “medroso”; imperceptible en el “sí, sí” y “no, no” del hombre apresurado: más en la de quien es dueño de sí; con toda seguridad, en la del radicalmente temerario. Pero esto último se produce sólo cuando hay algo a que ofrecer la vida con objeto de asegurar a la existencia la suprema grandeza.

La angustia del temerario no tolera que se la contraponga a la alegría, ni mucho menos a la apacible satisfacción de los tranquilos afanes. Se halla —más allá de tales contraposiciones— en secreta alianza con la serenidad y dulzura del anhelo creador.

La angustia radical puede emerger en la existencia en cualquier momento. No necesita que un suceso insólito la despierte. A la profundidad con que domina corresponde la nimiedad de su posible provocación. Está siempre al acecho, y, sin embargo, sólo raras veces cae sobre nosotros para arrebatarnos y dejarnos suspensos.

Ese estar sosteniéndose la existencia dentro de la nada, apoyada en la recóndita angustia, hace que el hombre ocupe el sitio a la nada. Tan finitos somos que no podemos, por propia decisión y voluntad, colocarnos originariamente ante la nada. Tan insondablemente ahonda la finitud en la existencia, que la profunda y genuina finitud escapa a nuestra libertad.

Este estar sosteniéndose la existencia en la nada, apoyada en la recóndita angustia, es un sobrepasar el ente en total: es la trascendencia.

Nuestro interrogante acerca de la nada tiene que poner ante nuestros ojos la metafísica misma. El nombre “metafísica” proviene del griego τα µετα τα φισικα. Este extraño título fue más tarde interpretado como designación del interrogante que se endereza “más allá de” —µετα, trans— el ente en cuanto tal.

La metafísica es una tras—interrogación allende el ente, para reconquistarlo después, conceptualmente, en cuanto tal y en total.

En la pregunta acerca de la nada se lleva a cabo esta marcha allende el ente, en cuanto ente, en total. Se nos ha mostrado, pues, como una cuestión “metafísica”.

Indicábamos al comienzo dos características de esta clase de cuestiones. En primer lugar, toda pregunta metafísica abarca la metafísica entera. En segundo lugar, en toda interrogación metafísica va siempre envuelta la existencia que interroga.

¿En qué sentido la cuestión acerca de la nada comprende y abraza la metafísica entera?  Acerca de la nada la metafísica se expresa, desde antiguo, en una frase, ciertamente equívoca: ex nihilo nihil fit, de la nada nada adviene. A pesar de que, en la explicación de este principio, nunca llega la nada misma a ser propiamente cuestión, sin embargo, este principio, por su peculiar referencia a la nada, delata la concepción fundamental que se tiene del ente.

La metafísica antigua entiende la nada en el sentido de lo que no es, es decir, de la materia sin figura que por sí misma no puede plasmarse en ente con figura y, por tanto, aspecto (ειδοσ) propio. Ente es aquella formación que se informa a sí misma y que, como tal, se representa en forma o imagen. El origen, la justificación y los límites de esta concepción del ser quedan tan faltos de esclarecimiento como la nada misma.

La dogmática cristiana, por el contrario, niega la verdad de la proposición: ex nihilo nihil fit, y da con ello a la nada una nueva significación, como la mera ausencia de todo ente extradivino: ex nihilo fit-ens creatum. La nada se convierte, ahora, en contraconcepto del ente propiamente dicho, del summum ens, de Dios, como ens increatum. También aquí la interpretación que se da de la nada nos delata la concepción del ente. Pero la explicación metafísica del ente se mueve en el mismo plano que la pregunta acerca de la nada. Las cuestiones acerca del ser y acerca de la nada quedan, ambas, preteridas. Por esto no es cuestión la dificultad de que si Dios crea de la nada tiene que habérselas con la nada. Pero, si Dios es Dios, nada puede salvar de la nada, puesto que lo “absoluto” excluye de sí toda nihilidad.

Este tosco recuerdo histórico muestra la nada como contraconcepto del ente propiamente dicho, es decir, como negación suya.

Pero si, por fin, nos hacemos problema de la nada, no sólo resulta que esta contraposición queda mejor precisada, sino que entonces es cuando se plantea la auténtica cuestión metafísica del ser del ente. La nada no es ya este vago e impreciso enfrente del ente, sino que se nos descubre como perteneciendo al ser mismo del ente.

“El ser puro y la pura nada son lo mismo”. Esta frase de Hegel (Ciencia de la lógica, libro I, WW III, pág. 94) es justa. El ser y la nada van juntos; pero no porque ambos coincidan en su inmediatez e indeterminación —como sucede cuando se los considera desde el concepto hegeliano del pensar—, sino que el ser es, por esencia, finito, y solamente se patentiza en la trascendencia de la existencia que sobrenada en la nada.

Si, por otra parte, la cuestión acerca del ser en cuanto tal es la cuestión que circunscribe la metafísica, se nos manifiesta entonces que también la cuestión acerca de la nada es de tal índole que abraza la metafísica entera.

Pero, además, la cuestión acerca de la nada comprende la metafísica entera porque nos fuerza a hacernos problema del origen de la negación; es decir, nos fuerza a decidir sobre la legitimidad con que la “lógica” impera sobre la metafísica.

La vieja frase: ex nihilo nihil fit, adquiere entonces un nuevo sentido, que afecta al problema mismo del ser: ex nihilo omne ens qua ens fit. Sólo en la nada de la existencia viene el ente en total a sí mismo, pero según su posibilidad más propia, es decir, de un modo finito.

En segundo lugar, si la cuestión acerca de la nada es una cuestión metafísica, ¿en qué medida envuelve a nuestra existencia interrogante?

Caracterizábamos nuestra existencia como esencialmente determinada por la ciencia. Por tanto, si nuestra existencia, así determinada, se halla implicada en nuestra pregunta acerca de la nada, entonces la existencia debe tornarse problemática al plantearse ese problema.

La existencia científica debe su simplicidad y acuidad a la manera especialísima a como tiene que habérselas con el ente mismo, y únicamente con él. Puede la ciencia abandonar la nada con un gesto de superioridad. Pero al preguntar por la nada patentízase que esta existencia científica sólo es posible si, de antemano, se encuentra sumergida en la nada. Para comprenderse a sí misma, en lo que precisamente es, necesita no abandonar la nada.

La presunta sobriedad y superioridad de la ciencia se convierte en ridiculez si no toma en serio la nada.

Solamente porque la nada es patente puede la ciencia hacer del ente mismo objeto de investigación. Y solamente si la ciencia existe en virtud de la metafísica, puede aquélla renovar incesantemente su esencial cometido, que no consiste en coleccionar y ordenar conocimientos, sino en abrir, renovadamente, ante nuestros ojos, el ámbito entero de la verdad sobre la naturaleza y sobre la historia.

Sólo porque la nada es patente en el fondo de la existencia, puede sobrecogernos la completa extrañeza del ente. Sólo cuando nos desazona la extrañeza del ente, puede provocarnos admiración. De la admiración —esto es, de la patencia de la nada— surge el ¿por qué? Sólo porque es posible el ¿por qué?, en cuanto tal, podemos preguntarnos por los fundamentos y fundamentar de una determinada manera. Sólo porque podemos preguntar y fundamentar, se nos viene a la mano en nuestro existir el destino de investigadores.

La pregunta acerca de la nada nos envuelve a nosotros mismos —a los interrogadores. Es una cuestión metafísica.

La existencia humana no puede habérselas con el ente si no es sosteniéndose dentro de la nada. El ir más allá del ente es algo que acaece en la esencia misma de la existencia. Este trascender es, precisamente, la metafísica; lo que hace que la metafísica pertenezca a la “naturaleza del hombre”. No es una disciplina filosófica especial ni un campo de divagaciones: es el acontecimiento radical en la existencia misma y como tal existencia.

Como la verdad de la metafísica habita en estos abismos insondables, su vecindad más próxima es la del error más profundo, siempre al acecho. De aquí que no haya rigor de ciencia alguna comparable a la seriedad de la metafísica. La filosofía jamás podrá ser medida con el patrón proporcionado por la idea de la ciencia.

Si realmente se ha hecho cuestión para nosotros el problema acerca de la nada, no habremos visto la metafísica por fuera. Tampoco podemos decir que nos hemos sumergido en ella. No podemos, de manera alguna, sumergirnos en ella, porque, por el mero hecho de existir, nos hallamos ya siempre en ella: φυσει γαρ ω φιλε, εϖεστι τις φιλοσοφια τη του ανδρος διανοια (Platón, Phaidros 279 a). Por el mero hecho de existir el hombre acontece el filosofar.

La filosofía —eso que nosotros llamamos filosofía— es tan sólo la puesta en marcha de la metafísica; en ésta adquiere aquélla su ser actual y sus explícitos temas.

Y la filosofía sólo se pone en movimiento, por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo: en primer lugar, hacer sitio al ente en total; después, soltar amarras, abandonándose a la nada, esto es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a los cuales tratamos de acogernos subrepticiamente: por último, quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada?

 

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