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Alfredo Alvar: Vida de don Miguel de Cervantes Saavedra

Repaso a la historia de la vida de don Miguel de Cervantes Saavedra

Es la iglesia de Santa María de Alcalá de Henares, domingo 9 del mes de octubre de 1547. En la sacristía, el bachiller Bartolomé Serrano acaba de anotar en el libro de registro que ha bautizado a un tal Miguel, hijo de Rodrigo de Cervantes y de su esposa, Leonor, y que han actuado como padrinos Juan Pardo y otra persona que no recuerda; además, los testigos fueron Baltasar Vázquez, el sacristán y el propio bachiller Serrano.

En definitiva, pues, el 9 de octubre de 1547 se bautizó a un Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares. No hay más. Si le llamaron así pudo haber sido porque el alumbramiento hubiera tenido lugar en ese día, y así esperaban que el santo arcángel le protegiera.

Poco se esperaba de aquella criatura, como poco era lo que se podía esperar entonces de un recién nacido: sólo un puñado de ellos llegaba a cumplir el año de edad; de éstos, más morían en la infancia y, en fin, sólo sobrevivían los más fuertes, de tal manera que ya con cuatro o cinco décadas de existencia a las espaldas eran, o afortunados —si es que ésa es vida de fortuna—, o envejecidos.

Poco se esperaba de aquella criatura. Tan poco que ni el cura, al anotar el bautizo, recuerda el nombre del segundo padrino; tan poco que uno de los testigos es el sacristán, él, que estaba por allí. Poca fiesta, desde luego. Tal vez el bachiller Serrano, aun dentro de la mecánica y rutina de tal acto, hubiera tenido un momento de piedad y se hubiera alegrado de haber rescatado el alma de ese Miguel de los infortunios del limbo, y, si hacía méritos dentro de la libertad de albedrío que iba a tener, podría ir algún día al cielo. Vida de descanso la del más allá, entre tantas turbaciones en la tierra.

Luego, Rodrigo y Leonor se irían a casa, a penar entre tanto crío: Andrés había muerto nada más nacer, y no se sabe, claro, nada de él. Su nombre se le puso a la segunda hija del matrimonio, Andrea, mujer de rala moral, pero hábil en el engatusar y sacarle dinero a aquellos que le daban palabras de matrimonio que luego, ¡oh casualidad!, no se cumplían y tenían que indemnizarla. Tuvo una hija y acabó formando parte de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, aunque sin profesar. Luisa era una cría nacida en 1546 que a los 19 años se metió a carmelita descalza; ahora, Miguel; luego ya vendrían Rodrigo (1550), valeroso guerrero, del que tampoco consta que se casara, y Magdalena (1552), que también sacó algo de dinero con sus destrezas de mujer, pero que, a diferencia de Andrea, sí que conocemos mejor algo de su humanidad: entró como la hermana mayor en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, y al testar deja todo lo que hubiera que hacer en manos de Don Miguel, al que adoraba; también en el testamento llora por el otro hermano, Rodrigo, de quien recuerda perfectamente su muerte: “Mi hermano, que le mataron en Flandes en la jornada de dos de Julio del año de seiscientos y uno”. Murió pobre: así consta en la partida de enterramiento, y así también en el testamento. Lega todos sus escasísimos bienes para la redención de cautivos, y asevera, con el alma hundida: “Aunque declaro no dexo bienes para mi enterrar”. Y otra vez lo dice: “No dejo herederos de mi hazienda […] por no tener bienes nengunos ni quedar de mí cosa que valga nada”. No, Magdalena, de ti vale mucho tu alma, tu generosidad, tu bondad. Miguel te llorará. Tú nos has demostrado una vez más que la solidaridad horizontal familiar es un don tan preciado como la libertad que, Sancho, nos dieron los cielos. Y es que, a fin de cuentas, no hay más mísero indigente que el que ha perdido hasta los referentes familiares.

En esa casa, en la que el padre era un pobrecillo y un cirujano —oficio más bien de poca monta por aquel entonces; algo más que sanador, mucho menos que médico—, el 20% de los hijos había muerto antes de cumplir un año, el 80% no había contraído matrimonio (sólo Miguel lo hizo), el 66% de las mujeres de la casa había mantenido vida amancebada, el 100% de los hijos varones había ido a la guerra, el 20% eran monjas profesas y el 80% había ingresado en una orden religiosa, aunque como seglares. Y de todos, sólo el 40% había tenido hijos (Andrea y Miguel), aunque los tres hijos (Constanza, de Andrea; Isabel y un ignoto en Nápoles, de Miguel) habían sido extraconyugales La madre, Leonor, aparece a los ojos de todos como el nexo de unión, fuerte, encardinadora de tantas voluntades divergentes. Es la heroína. Era la matriarca.

Claro que el mundo de la religión y la moral tenía que desembarcar para rescatar las almas de los fieles, ¡no eran los papas los únicos pecadores. Ésta es una de las causas de la trascendencia en todos los órdenes, de los aspectos disciplinares del Concilio de Trento. Que, por lo demás, acababa de inaugurarse (1545-1563) tras mil zozobras: precisamente un par de años antes de que tuviera lugar la militante victoria contra los luteranos (Mühlberg), y de que naciera Miguel, anécdota insignificante para aquella Europa que a sí misma se estaba desgarrando, como escribió el médico converso segoviano Andrés Laguna.

La vida de aquella criatura de Alcalá se iba a ver muy influida, aunque aún no lo supieran, por los discursos remoralizadores y triunfantes contra herejes e infieles, que habían demostrado con creces que eran un peligro político. Y como ocurre siempre que se impone un innovador discurso social, político o cultural, los desviados sociales o los marginados son cientos, y Don Miguel puede ir abriendo el saco en el que entraron otros muchos, que les va a hacer buena compañía.

Cervantes se mueve entre el amor, los celos, el matrimonio, el embaucamiento, como nadie. No es un creador, es un transmisor de amargas experiencias, de sentimientos.

Aquella familia hubo de abandonar Alcalá allá por 1552 y buscó nuevos aires en Valladolid. No era la primera vez que el linaje andaba recorriendo España de arriba abajo. Ya lo había hecho el hosco abuelo Juan. En fin, por un problema de deudas, acabó en la cárcel en Valladolid, salió de allí y se marchó a Córdoba solo, sin la mujer ni los hijos, pero sí con la madre. A la altura de 1566, Rodrigo vuelve al centro, a donde está el dinero, a la corte: Madrid. Ahora sí que le acompañan la esposa y los hijos. Parece ser que sobrevive trapicheando con dineros y préstamos. Su esposa le declara, por dos veces, muerto. Ella, así, espera mover a conmiseración y conseguir ayudas para el rescate de Miguel y Rodrigo. En fin, la lastimera existencia de este individuo concluyó en 1585; la de la fortaleza de su esposa, en 1593.

Y fue en la estancia del padre en Andalucía, entre 1564 y 1565 (escasean las pruebas documentales), cuando probablemente fue por vez primera Cervantes a Córdoba y Sevilla. Allá pudo conocer el genio teatral de Lope de Rueda y quedar cautivado por él. Los problemas existenciales obligan al padre a abandonar Sevilla y se instala en el anonimato cortesano. Pero al poco se hospeda con los Cervantes un fiel seguidor de Lope de Rueda, Alonso Getino de Guzmán. Él fue, en la formación desestructurada y sin concierto de Cervantes, una pieza clave. Sobre él se ha escrito poco, muy poco. Este Alonso Getino era un individuo medio en el Madrid de Felipe II. Era alguacil y, muchas veces, encargado de aderezos urgentes municipales: la villa de Madrid le encargó la organización de las fiestas del alumbramiento de la hija del rey, Catalina Micaela, y participó en la celebración de la entrada de Ana de Austria en 1570.

Superaba Cervantes los 20 años, y sin duda que conoció a López de Hoyos como preceptor; pero tal vez en clases particulares, como era costumbre. Alrededor de López de Hoyos pulularon Cervantes, Getino, Pedro Laínez —hombre de corte, pues era camarero del príncipe don Carlos—, López Maldonado, Luis Gálvez de Montalvo.

El 15 de septiembre de 1569, el frágil camino de una vida se tuerce. Un tal don Miguel de Cervantes ha dado una cuchillada a un alarife real, Antonio de Segura, al cual deja herido. Se le condena a cortarle la mano derecha y a destierro. No se da con él en la corte. Se sospecha que está en Sevilla, habrá que buscarle allí. Pero otro Miguel de Cervantes aparece en esas fechas, por poco tiempo, en Roma al servicio del cardenal Acquaviva. Todos hemos dado por supuesto, aunque se pueda dudar de ello, en que hay relación directa entre la orden de caza y captura y la fuga de don Miguel a Roma.

Su estancia en Roma es trascendental en su formación cultural y en cuanto le acontecerá: en efecto, el “Cervantes en Italia” o “Italia en Cervantes” son temas de lectura e investigación bellísimos. El alcalaíno se ha descrito muchas veces en sus escritos. Se inspiró en su vida para dársela a sus personajes. Es el caso del enamorado Periandro, creado al final de su vida: “Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto” (Persiles, Lib. IV, Cap. XI).

A los pocos meses de estar en Roma se traslada a Nápoles, a enrolarse en los tercios. Cuando entra a formar parte de los ejércitos del Rey Católico no sabe, claro, lo que le viene encima. Para empezar, el hondo conocimiento de la vida militar en tierra o en las galeras, que, a su vez, inspira obras, individuos, situaciones o reflexiones: ¡qué importante es su comparación entre las armas y las letras! La vida militar, a un castellano del siglo XVI, le podía fascinar: era la carrera de la fama y de la defensa de su tronco cultural, amenazado por el otro imperio y la otra religión. Hay que tener en cuenta que, en aquellas fechas y por el Mediterráneo, el turco empujaba, ora sobre Viena (dos veces en tiempos de Carlos V), ora en tantas y tantas plazas del norte de África conquistadas desde tiempos de Cisneros y Carlos V. Además, el islam tenía muchos practicantes en la Península, a los que se les permitió vivir en el reconquistado Reino de Granada y en la Corona de Aragón. Por aquellas fechas, la práctica de la religión era concesión real, y en ningún caso un derecho. En estas fechas, sin embargo, a los cristianos les incomodaba la presencia musulmana en España, y a los musulmanes, otro tanto. En 1569 se sublevan contra el Rey Católico los musulmanes de Granada, por segunda vez (la primera había concluido en 1502). Tal es la virulencia de la situación que el rey Felipe se traslada a Córdoba para estar cerca de sus tropas, y hay que movilizar a los tercios, desde Italia y al mando de don Juan de Austria, para sofocar la rebelión. Concluida, se piensa que la mejor manera de lograr la paz será por la vía —intentada desde 1492— de la asimilación. Ésta, a su vez, sería más fácil de lograr si se mezclaran cristianos y musulmanes: se decide mandarlos a poblaciones del interior de la Península. El fracaso de este nuevo intento de asimilación, en un mundo en el que no había lugar para la convivencia, concluyó en 1609, cuando se ordenó su salida de España.

La presencia de los otomanos por el mar campando a sus anchas, o la fortificación en todos los sentidos de Argel lanzando sus galeras contra los pueblos ribereños del Mediterráneo norte, no era tranquilizador para el mundo católico. Si, además, en España los había por decenas de miles y en armas contra su legítimo rey, no es de extrañar que las campañas de defensa antiislámicas se hicieran en la Península y en el mar.

En medio de este ambiente, Miguel de Cervantes, cristiano convencido, se enrola en los tercios. Y no sólo participa en la batalla de Lepanto, aquella que él recordará a lo largo de toda su vida y, sobre todo, al revolverse en la segunda parte del Quijote contra los insultos de Avellaneda en el falso Quijote: “Lo que no he podido dejar de sentir es que me mote de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella acción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella”.

Repuesto de las heridas en Mesina, anduvo un lustro por el Mediterráneo en escaramuzas por el Mediterráneo oriental y por el occidental. Existen descripciones de acciones, paisajes, acontecimientos que nos demuestran claramente que Cervantes no sólo es testigo visual, sino cronista de su época. Un ejemplo: en la correspondencia entre Felipe II, Granuela y don Juan de Austria, éste informa a su hermano que derruirá el castillo de Túnez (Archivo General de Simancas; Estado, Italia). Escribe Cervantes: “El año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan” (Quijote I, xxxix, 276a).

En muchas ocasiones hemos pensado que si Cervantes decide volver a España es porque debe haber considerado concluido su ciclo en el Mediterráneo. Ahora, tras la lectura de algunos legajos de Simancas, empiezo a pensar que se licencian él y su hermano Rodrigo acaso incitados a hacerlo porque los enormes costes de mantener la flota en el Mediterráneo a solas —sin los otros aliados— indujeron a don Juan a favorecer el que se volvieran a su casa muchos soldados. Por entonces debió de conocer a aquel soldado Luis de Saavedra —del que hasta hoy, que yo sepa, nadie se ha acordado, y cuyas hojas de méritos junto a don Juan están en Simancas; Estado, Italia— o a su familiar el poeta Gonzalo de Cervantes y Saavedra.

El 26 de septiembre de 1575, la galera Sol era cautivada por los berberiscos argelinos. En ella, entre otros, iban Miguel y Rodrigo de Cervantes. Fueron llevados a Argel, “gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de corsarios, amparo y refugio de ladrones”. Allí pasaría cinco penosos años, en los baños, que, lejos de ser un balneario, como podría llevarnos a pensar la supina ignorancia, eran la cárcel: “Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos” (Quijote I, XL).

Allá pasó un lustro completo, desde el 26 de septiembre de 1575, en que fue capturado, hasta el 19 de septiembre de 1580, en que fue rescatado por fray Juan Gil. En el entretanto, cuatro intentos de fuga y otras tantas delaciones. Se ha escrito que si no se le ejecutó cuando se le detenía era porque tenía tratos carnales con su amo. Vaya. Tal vez sea más fácil pensar que no se le ejecutaba porque era “preso de rescate”, porque era un importante valor económico. Él lo dice: “Yo, pues, era uno de los de rescate […] pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella; y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso, las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos” (Quijote I, XL).

Su precio se fijó en 500 escudos (un escudo era moneda de oro de ley de 22 quilates y 3,4 gramos), que su familia no pudo conseguir ni aun vendiendo todas sus pertenencias. La durísima vida en Argel pudo sobrellevarla por el mundo de relaciones que hizo con gentes de letras, que continuaron agrandando la imaginación creadora de Cervantes.

El caso es que ese cautivo, ignoto personaje de su sociedad, estaba ya amarrado a una galera rumbo a Constantinopla cuando apareció fray Juan Gil, que logró conseguir el dinero en monedas de oro para abonar el pago del secuestro. Desde mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII se rescató a unos 15.500 cautivos cristianos, y que sólo en Argel había de 15.000 a 25.000 al año.

Estando preso fue rescatado su hermano Rodrigo, en una heroica muestra de solidaridad de Miguel. Y Rodrigo acudió a implorar por él ante Mateo Vázquez de Leca, el todopoderoso secretario, tal vez conocido de la juventud en Sevilla y con el que compartió existencia en Madrid. Ocurrió todo esto mientras Cervantes estaba en Argel. Y no supo calibrar que los que ascendían eran los contrarios a López de Hoyos y lo que su erasmismo o antijesuitismo representaba. En estos años incluso se alteró el retrato de Sofonisba Anguissola de Felipe II (hasta hace poco atribuido a Sánchez Coello) que está en el Museo del Prado. Viste ahora el rey bonete y capote ancho negro; antes, como se pudo ver por los rayos X durante el proceso de restauración, su figura era menos de bulto, y en vez de rosario llevaba una cadena de oro en la mano izquierda, mientras que la derecha, en vez de estar mayestáticamente sobre el brazo de un sillón real, la tenía en el abdomen. Desde aquellos años en adelante, rosario en vez de cadena de oro.

A Mateo Vázquez, el ingenuo Miguel de Cervantes le escribe una epístola, en elegiaco verso, solicitando el amparo para con los cautivos. Y claro, no hubo respuesta. Aún más: cuando Cervantes volvió a la Península se dirigió a Madrid y a Lisboa; allá tras la corte, tras la unión de las dos Coronas. Iba a pedir merced, y se la dieron: que fuera en breve misión de espionaje a Orán. ¡Otra vez atravesando esas tierras hacia esos malditos recuerdos! He revisado las cédulas de paso de esas fechas que están en Simancas y no he localizado nada de Cervantes.

Vuelto de Orán, adonde ha ido a recoger informaciones de la zona que le daría el gobernador, las lleva a Lisboa, y allí, preso tal vez de un importante desencanto por la vida que ha llevado, solicita por vez primera un oficio en Indias. Vuelven a quitárselo de encima, esta vez otro secretario real, deudo de Mateo Vázquez, pero con fina sensibilidad cultural: Antonio Gómez de Eraso. Sin conseguir un puesto de trabajo que le garantice un sueldo, regresa a Madrid: estrena comedias, conoce las mieles de cierto éxito, pasa penurias; en fin, edita La Galatea.

Corría el año de 1585. Cervantes tiene ya 38 años. Es posible que en su juventud haya herido a un alarife real; ha recorrido Italia y el Mediterráneo; ha perdido la movilidad en la mano izquierda, le han dado dos disparos en el pecho; ha sido cautivo durante cinco años, espía, aspirante palaciego a alguna merced real, no entra en el grupo de poder; ha estrenado comedias, y ha escrito, al fin, una novela pastoril que se reeditará en 1590.

Por los corrales de comedias de Madrid, Cervantes acababa de estrenar alguna obra. El trato de Argel o Numancia, sin duda; de otras hemos perdido el rastro (La batalla naval). Pero, por otro lado, no eran buenos años para los tablados: según la recopilación de Cotarelo de 1904, entre 1586 y 1600 hubo más de una veintena de impresos en los que se hablaba de la licitud —moral— o no de las comedias. Años, pues, de remoralización. En 1586 se prohibió que hubiera actrices, y se echó marcha atrás con las casadas en 1587; en 1589, Felipe II ordenó a sus autoridades de Castilla que velaran por los contenidos morales de las comedias; aún vendrían más años calamitosos desde 1597 en adelante.

Y además, este Cervantes —tal vez de lejanos antepasados conversos, vinculado a López de Hoyos, aunque autor teatral, en parte, como gustaría a Mateo Vázquez— tiene un grave desliz: deja embarazada a una mujer casada, Ana de Villafranca. Corre el mes de febrero de 1584. Al mes siguiente muere el poeta Pedro Laínez, y su viuda se retira a Esquivias. Allá llama a Cervantes, amigo de ambos (no digo, conscientemente, “amigo del matrimonio”), que le encarece que se encargue de la edición del Cancionero del fallecido. Cervantes acepta; va y viene de Madrid a Esquivias, y, al fin.

Catalina de Salazar es una doncella de 19 años cuyo padre acaba de morir y sus dos hermanos son muy pequeños. De ese matrimonio nacieron cinco críos, y la parca hizo los consabidos estragos: dos murieron siendo niños, y el 60% restante hizo lo consabido: dos se metieron a fraile y sólo una entró en el circuito de la reproducción biológica (se casó), aunque sin lograrlo. Cuando Cervantes empieza a aparecer en Esquivias, uno tiene siete años, y el otro, tres. Sin duda que la viuda, ante este panorama, siente desasosiego. Y entonces pone en marcha la estrategia familiar: los Salazar ofrecen —a quien se case con Catalina— prestigio social, pues son cristianos viejos y son habidos por señores (esto es, hidalgos rurales al menos bien hacendados); ella es joven, ella es doncella; de los dos hermanitos no hay que preocuparse, pues la madre los cuidará mientras fructifiquen las rentas de la tierra.

El escritor teatral que aparece por allí, avezado soldado y hombre entrado en años, parece transmitir seguridad. Es un gran seductor, por lo que sabe, por lo vivido, por cómo lo cuenta. Para sus adentros se callará sus lejanos orígenes, que estigmatizan, y, mucho más, el que en camino está un fruto de sus pasiones. Y acaso más adentro aún guardará una sonrisilla al ver que, con las rentas familiares, podrá, por fin, sobrevivir.

En 1588 muere la suegra. Parece ser que, entre las capitulaciones dotales y la herencia, los Cervantes Salazar percibieron unos 596 ducados, a los que hay que sumar los 100 que aportó Miguel y la casa que cedió la viuda. No era un fortunón, como alguno podría haber pensado. Pero es que, además, al abrirse el testamento, se descubre que las deudas contraídas por los suegros ascendían a 541 ducados. A Cervantes le habían engañado con ese matrimonio de conveniencia.

El 12 de diciembre de 1584, la iglesia de la Asunción de Esquivias está de fiesta. Una vecina va a desposarse con un forastero. Él tomará el timón de una casa que puede perder el rumbo; ella reproducirá en su seno el linaje, y entrambos harán que tradiciones, normas y valores pasen a una nueva generación. Se casan Miguel de “Serbantes” o de “Zerbantes” con doña Catalina de Palacios. Los casa el tío de ella, cura titular de Esquivias, Juan de Palacios. De momento se desposan. Más adelante se velarán, concluyendo así el ritual. De la partida de velación, si es que la hubo, no sabemos nada: entonces se permitía la convivencia marital desde el desposorio hasta la velación. Mas como en Trento se remoralizó el mundo católico, lo que se hizo fue fundir en una ambas ceremonias para evitar vidas a medias tintas.

Poco después, Cervantes parte a Sevilla, Madrid, Toledo. Son años de contratos de obras y de estrenos, de cierto éxito., y de miedo ante el futuro: en 1587 abandona a su esposa, abandona Esquivias y se va a Sevilla. Aprovecha para ello las fiestas del traslado de las reliquias de santa Leocadia, que llegan a la Ciudad Imperial en abril de 1587. Todo es contrarreforma.

No se sabe bien por qué abandona su fructífero mundo de las letras. Acaso, roces con Lope; acaso, la búsqueda de una estabilidad económica que no le da Esquivias —algunos detractores entonces insinúan que la esposa le es infiel—; tal vez se hiciera alguna risa contra los conversos en un pueblo, Esquivias, que era muy sensible a estas banderías. A saber. El caso es que, de nuevo, busca el amparo cortesano: esta vez se pone al calor de Cristóbal Mosquera de Figueroa, presidente (corregidor) de uno de los ayuntamientos más importantes de Andalucía, el de Écija; hombre de enorme proyección en tanto en cuanto es fiel servidor de don Álvaro de Bazán, el marqués de Santa Cruz.

El corregidor había nacido en Sevilla en 1547 (el mismo año que Cervantes), se licenció en Cánones en 1575, y al tiempo que se dedicaba a cosas de la justicia, fue escritor. Me gustaría resaltar su vinculación con el marqués de Santa Cruz, al que acompañó en la expedición de las Azores —en calidad de auditor general de la Armada—, y para el que preparó, por encargo del aristócrata, su Comentario en breve compendio de disciplina militar, en el que se narra la expedición y la participación de Rodrigo de Cervantes en el desembarco de la Muela. Aunque la obra se edita en 1596, se escribió antes. Unos versos de Cervantes, incluidos en la obra en alabanza del autor y del marqués, sirven para garantizar la amistad de Cervantes con este corregidor. También Cervantes loa al autor en La Galatea (en el ‘Canto de Calíope’), y los piropos a la intervención de Rodrigo se manifiestan así como una subjetiva alabanza, producto de la amistad, por lo menos, con el hermano Miguel.

En cualquier caso, en Sevilla, donde hizo la primera parada, se alojó en la posada de Tomás Gutiérrez. No sabemos de qué vivió en aquellos meses, pero en Sevilla fluía el dinero de Indias, y un personaje hábil en el manejo de las cuentas podía subsistir bien. No será la primera vez que Cervantes aparezca vinculado al mundo del trapicheo y del microcrédito, como veremos. Es mi particular punto de vista, y estoy seguro de que así se ganó la vida.

Pero como las cosas de palacio no solían irle bien a Cervantes, en septiembre de 1587 su amigo tenía que dejar el cargo de corregidor: sólo disponían de unos meses para arreglarle la situación económica. A finales de 1587, Cervantes ha empezado a requisar grano para la Gran Armada.

Después del asalto de Drake a Cádiz y su saqueo (en los días 29 y 30 de abril de 1587), en la corte se decidió dar un escarmiento a los ingleses. Para ello se movilizaron todos los efectivos económicos, militares y burocráticos de que se disponía. La idea era excelente: invadiendo Inglaterra se asfixiaría la rebelión de Flandes, tan alimentada desde las islas. Por otro lado, todo parecía indicar que el Rey Católico, con el que estaba el Dios verdadero, vencería: aniquilada la mediocre flota francesa en las Azores y anexionado Portugal, todas las fachadas del mar le pertenecían: el Atlántico en ebullición, el eclipsado Mediterráneo, el venturoso Pacífico, el dinámico Índico

Había que escarmentar tanta insolencia inglesa. Y se tomó la determinación de poner en marcha la construcción y equipamiento de esa Gran Armada, nunca “Armada Invencible”, mote puesto por los ingleses para hace mofa de los del sur. A principios de 1588 muere Santa Cruz y es rápidamente sustituido por Medina Sidonia. Zarpa la flota desde Lisboa: 130 buques, casi 2.500 piezas de artillería, casi 20.000 soldados, 8.050 marineros y 2.088 remeros Van a moverse cerca de 58.000 toneladas. Tal maquinaria bélica se mueve pesadamente y se ha organizado con deficiencias. Recalan en A Coruña, donde se reparan 59 naves. Van pasando los meses, llega y se va el verano. Zarpan, de nuevo, 127 buques con 28.000 hombres a bordo. Y Cervantes escribe:

“Canción nacida de las varias nuevas / que han venido de la católica armada / que fue sobre Inglaterra, / de Miguel de Cervantes Saavedra.

“Bate, Fama veloz, las prestas alas, / rompe del norte las cerradas nieblas, / aligera los pies, llega y destruye / el confuso rumor de nuevas malas / y con tu luz desparce las tinieblas / del crédito español, que de ti huye; / esta preñez concluye / en un parto dichoso que nos muestre / un fin alegre de la ilustre empresa, / cuyo fin nos suspende, alivia y pesa, / ya en contienda naval, ya en la terrestre, / hasta que, con tus ojos y tus lenguas, / diciendo ajenas menguas, / de los hijos de España el valor cantes, / con que admires al cielo, al suelo espantes”.

Lo demás, ya se sabe: los temporales y el hostigamiento en Calais siembran el desconcierto en una flota que (es importante repetirlo hasta la saciedad) sólo pierde 28 bajeles, más de la mitad de navegación mediterránea. Si se ha oído alguna vez otra cosa es porque en 1588 nació una conciencia nacional, la inglesa, a costa de otra, la española.

En ese tiempo, y durante 13 años, Cervantes recorrerá Andalucía de arriba abajo, en la delicadísima misión de embargar alimentos para la Armada y para el rey. Momentos difíciles a los que supo sobreponerse con su carácter, su carisma y su vara de justicia. Luego llegaron los aciagos días del echar cuentas. Y como unas cosas no encajaran acá ni otras allá, dio con sus huesos en la cárcel. Adviértase que entonces daban con los huesos en la cárcel de manera preventiva, por cualquier sospecha de falta o delito. Son años ásperos. Poco o nada sabemos de su vivir diario. Pero tantas posadas retratadas en sus obras, tantas habitaciones mal compartidas, tal calidad en la descripción de las sensaciones del viajero que atrás ve alejarse el pueblo del que sale y de frente nada más que el inmisericorde paisaje del secano al mediodía, exponen a un Cervantes, cuya imaginación no ha parado de crecer. Sólo faltan la pluma, el papel y las letras de molde.

El caso es que, tras la Jornada de Inglaterra, Cervantes siente, como todos los españoles, el latigazo de la vulnerabilidad. Ésa fue la gran consecuencia de los acontecimientos de 1588: el revés psicológico. Pero, lejos de acobardarse o amedrentarse, cada cual a su manera, intentó insuflar ánimos al de al lado:

“Del mismo, canción segunda, / de la pérdida de la armada / que fue a Inglaterra.

Abre tus brazos y recoge en ellos / los que vuelven confusos, no rendidos, / pues no se escusa lo que el cielo ordena, / ni puede en ningún tiempo los cabellos / tener alguno con la mano asidos / de la calva ocasión en suerte buena, / ni es de acero o diamante la cadena / con que se enlaza y tiene / el buen suceso en los marciales casos, / y los más fuertes bríos quedan lasos / del que a los brazos con el viento viene, / y esta vuelta que ves desordenada / sin duda entiendo que ha de ser la vuelta / del toro para dar mortal revuelta / a la gente con cuerpos desalmada, / que el cielo, aunque se tarda, no es amigo / de dejar las maldades sin castigo”.

Confusos, no rendidos. Pero para alumbrar el camino se encendieron las candelas, de nuevo, de la remoralización no ya de los ambientes cortesanos, sino del reino entero. Son los años más implacables del nuevo proyecto ideológico, que se frenó con la muerte del rey. Empezaba a extenderse la idea, desde los años de 1590, de que el reino, otrora victorioso, empezaba a sufrir. Nadie como Cervantes, ningún arbitrista con sus largos memoriales, tuvo la habilidad de explicitarlo así; un chulo sevillano, ante el túmulo de Felipe II: “Y luego encontinente / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”. Fuese y no hubo nada ¿ante el túmulo de Felipe II? Qué lejos, pues, quedaban ideológicamente la Numancia o las dos canciones a la Jornada de Inglaterra. Hundidos los valores sociales, la creación literaria tendría que ir por otros derroteros. No eran tiempos de caballerías ni de grandes alharacas

Había vencido la fase de su existencia en Andalucía, en donde sirvió a tantos administradores vascos, como nos delatan sus apellidos: sobre todo, Isunza. Corre el año de 1599. Cervantes vuelve a Madrid. A finales del verano, una niña, Isabel de Saavedra, entra al servicio de Magdalena de Cervantes. Miguel empieza a arropar, aunque sea una adolescente, a su hija, huérfana de padre y madre biológicos. Luego, nueva y breve estancia en Sevilla y vuelta a Madrid.

Los filólogos cervantistas no tienen dudas: la novela del ingenioso hidalgo ya está en marcha. Tal vez bien perfilada como novela corta, que podría darse por concluida con el “donoso escrutinio” antes de la segunda salida, o a saber en dónde. El caso es que en enero de 1601 se pregonó el traslado de la corte de Madrid a Valladolid. Cervantes permaneció en Toledo y Esquivias, también en el despoblado Madrid, hasta que se mudó a Valladolid. Pero antes de que esto ocurriera, ya había compuesto su Quijote corto, pues antes de 1604 se ha podido constatar que se sabía de la existencia de un Quijote que tal vez concluyera, como decía antes, en el “donoso escrutinio”. Podía circular en alguna copia manuscrita, o en algún libelo impreso: testimonios de su existencia se han podido recoger en Alcalá, Toledo y Madrid. Sin embargo, a finales de 1604, ya está terminada e impresa la primera parte del Quijote tal y como la conocemos hoy día. Sólo falta una dedicatoria: en efecto, en septiembre, Felipe III concede a Cervantes permiso para imprimirlo y las licencias pertinentes para su explotación. A primeros de diciembre ya está tirado, por cuanto, con esa fecha, Murcia de la Llana da el plácet tras cotejar que no hay erratas; en fin, con el libro concluido, se le puede poner precio: esto se hace el 20 de diciembre de 1604, a 290,5 maravedíes. Sería su valor “en papel”; esto es, vendido como era costumbre, sin encuadernar. Los días siguientes fueron frenéticos: ir a Valladolid a presentarle la dedicatoria de circunstancias al duque de Béjar, volver a Madrid, tirar el pliego correspondiente y sacarlo a la venta, en los primeros días de 1605. Esto es lo que conmemoramos ahora.

El prólogo es fascinante por demoledor: su sola explicación necesita más de un párrafo. Valga una idea: es un ataque brutal contra Lope. La envidia en uno y la vanidad en otro chocaron, y seguirían haciéndolo frontalmente. A pesar de la vieja amistad. A pesar del recíproco respeto (¿miedo literario?) que se tenían.

El éxito del Quijote fue rotundo: tanto que empezó a haber ediciones piratas en la Corona de Aragón y en Portugal. En cualquier caso, en 1605 se preparó una segunda impresión; se mandaron en ese año acaso mil ejemplares a Indias, y eso que el libro está cargadísimo de erratas, mal terminado.

En el verano de 1604, los Cervantes, junto con los Garibay (a Esteban de Garibay le financia su Compendio historial, en Amberes, Isunza, el protector en Andalucía de Miguel) y otros muchos, dejan Madrid y se van a Valladolid. Esto quiere decir que Cervantes no está al tanto del proceso final de edición de su libro.

La vida en Valladolid transcurre sin que sepamos bien cómo. Ni de qué vivió. Una mala noche hieren de muerte en la puerta de su casa a un tal Gaspar de Ezpeleta, hombre un tanto calavera. Muere en casa de la viuda de Garibay. Como el juez instructor descubriera que le han asesinado por tener amores ilícitos con la esposa de un escribano real, Melchor Galván, emborrona todo el proceso, llama a declarar a los testigos varias veces y persigue una finalidad: crear contradicciones para poder encausar a gentes inocentes. A los dos días de recibir las heridas muere Ezpeleta, y al día siguiente, el alcalde de corte mandaba meter en la cárcel “a Miguel de Cervantes e doña Isabel —su hija—, e doña Andrea y doña Constanza —su hija—, e Simón Méndez, y doña Juana Gaitán, doña María de Argomedo y su hermana y sobrina, y doña Mariana Ramírez e don Diego de Miranda” Pasada la presión por el asesinato, todo se fue diluyendo. De ese proceso sacó Canavaggio valiosísimas conclusiones: entre otras, las relaciones de Cervantes con Simón Mendes, hombre de negocios portugués, recaudador de los diezmos de la mar entre Castilla y Galicia Y, por cierto, en la casa había más de una pareja amancebada y otros en vías de estarlo.

Concluido el episodio, y acabada la estancia experimental de la corte en Valladolid, Cervantes volvió a Madrid algo más tarde: nuevamente se le pierde la pista durante un tiempo. En fin, entre 1608 y 1611 da el penúltimo empujón literario a su existir. Es la época de Los baños de Argel; luego redactó El gallardo español (recordando su misión de espionaje de 1581) y La gran sultana. Formaban éstas el ciclo llamado seudohistórico-oriental. Para el autor de comedias Nicolás de los Ríos escribió Pedro de Urdemalas: «se trata de una obra en la que el actor va a representar su propia vida, escrita por otro».

Siguieron los entremeses. El primero, El retablo de las maravillas, inspirado en el cuento de los paños de El conde Lucanor, del príncipe don Juan Manuel. El entremés es una obra deliciosa contra las ridiculeces de la sociedad de cristianos viejos y cristianos nuevos. Luego escribió El juez de los divorcios; el tercero, el sin par La elección de los alcaldes de Daganzo. Siguió El viejo celoso, genial escrito sobre la realidad de ciertas necesidades de refortalecer la vida que tienen los varones de edad. Corría el año de 1608. Seguiría escribiendo comedias y entremeses; le era dificilísimo editarlas y más aún representar; anduvo por Barcelona en el verano de 1611 a la expectativa de volver a Italia con el virrey Lemos; se le había traducido al francés y al inglés; 10 ediciones del Quijote rubricaban su éxito (Milán, 1610); prepara las Novelas ejemplares; es la época de la gran expulsión de los musulmanes de España, por los que, colectivamente, Cervantes siente enorme desprecio, aunque, a título individual, sincero cariño: entre “la vida desta morisca canalla” (El coloquio de los perros) y las reflexiones del morisco Ricote (Quijote II, LIV) oscila el pensamiento de Cervantes.

En fin, como la vida se acaba, empuja para llegar a lo más alto: en 1613, al fin, publica las Novelas ejemplares; en 1614, Viaje del Parnaso; en 1615, las ocho comedias y los ocho entremeses; en ese año también, la segunda parte del Quijote

Presiente que ha de ir cerrando la maleta, en la cual, aunque quisiera, no caben más atuendos (la segunda parte de La Galatea, por ejemplo, anunciada desde el “donoso escrutinio”). En 1616 entra como seglar en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, siguiendo el ejemplo de sus hermanas, ahondando más que cuando estuvo en los Esclavos del Olivar. Ser tercero tiene la ventaja de que a los pobres les costean el entierro

La diabetes, al parecer, es la causa del desenlace final. Desearía, buen lector, que cogieras una edición del Persiles y Sigismunda y leyeras silente, concentradamente, aquella dedicatoria, que toda ella es alma, vida, sentimiento:

“Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan ‘puesto ya el pie en el estribo’, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo.

“Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de Vuesa Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo, y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de Las semanas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado Vuesa Excelencia. Y, con estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años”.

En efecto, recibida la extremaunción el 18 de abril, como Cervantes era creyente, aquella situación le tranquilizó, le dio vida. Lo he visto en otra ocasión Y así, a trancas y barrancas, escribió o dictó lo anterior. Era el 19 de abril. Luego, poco más. Acaso en la agonía le reconfortó ver a su esposa, ahora de nuevo con él. Le debió doler no encontrar a su hija, que llevaba una vida poco envidiable. En aquella estancia de la calle León con Francos terminaba el linaje de Miguel de Cervantes. Fue enterrado en una modesta casa de religión, hoy convento de las Trinitarias: no sabemos dónde están ni sus huesos ni los de Catalina.

Sobre Cervantes, que ya es un mito, se ha dicho todo y de todo. He tenido la inmensa fortuna de leer tantas biografías sobre él y ver con preocupación que, aunque sea el personaje del que más documentos se han editado (junto a Isabel la Católica o Felipe II), hay periodos de su vida que permanecen en la sombra. Dos motivos se me antojan para explicarlo: que se haya perdido el rastro documental y que no se hayan buscado las pistas correctamente. En el cervantismo contemporáneo, no cabe duda de que la biografía de Astrana marca un hito; la de Canavaggio, otro. Quiere esto decir que, sin duda, hemos delineado las líneas maestras de la investigación del futuro sobre Cervantes. Ahora es cuestión de esperar los resultados, algunos de los cuales van a ver la luz inmediatamente en la Gran enciclopedia cervantina del Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares.

Desocupado y querido lector, me toca despedirme de ti. A buen seguro que nos puede unir el respeto y la admiración por el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, el regocijo de las musas. Algo es algo, en este mundo de insensibilidades e individualidades extremas. Él nos espera con la misma paciencia que esperó por todo en la vida. Cayéndose, levantándose, mirando del soslayo, y volviendo a andar, como si no pasase nada. Lector paciente, leámosle tranquilamente, que se lo agradeceremos.

“¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”.

 

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Hemingway: vida, alcohol, suicidio

La madrugada del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway, víctima de una noche más de insomnio, despertó muy temprano en su casa de Ketchum (Idaho). Salió de la cama, dejando a su mujer Mary durmiendo, para dirigirse al cuarto donde guardaba las armas. Por un momento, probablemente, asomó a su mente el viejo fantasma familiar del suicidio del padre, que esta vez parecía regresar para encarnarse finalmente. El escritor, sintiendo el peso inexorable del destino, cogió el rifle que usaba para cazar pájaros y, posando el cañón del arma en su paladar, apretó con resolución el gatillo.

Sólo en los primeros años de la juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado por dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos lleva a nuestra meta invisible.

Stefan Zweig: El mundo de ayer. Memorias de un europeo

—Para ser sincero, hija, los psicoanalistas me dan miedo; aún no he encontrado uno que tuviese sentido del humor.

—¿Quieres decir —preguntó Ava sorprendida— que nunca has tenido psicoanalista?

—¿Que si he tenido un psicólogo? Claro que sí. La Corona portátil número 3. Éste ha sido mi psicólogo. Te voy a decir una cosa: aunque no sea un fiel del psicoanálisis, me he pasado un buen tiempo matando animales, peces… para no matarme a mí mismo. Cuando un hombre está en rebeldía contra la muerte, como lo estoy yo, siente placer al apropiarse de uno de los atributos divinos: el poder de dar la vida.

—Eso es demasiado profundo para mí, Papá.

«Conversación entre Hemingway y Ava Gardner», reproducida por A.E. Hotchner en su libro Hemingway

Papá Hemingway

La indagación sobre ese fantasma paterno nos obliga a retroceder en el tiempo para descubrir que, treinta años antes, el padre del escritor, el médico Clarence Edmonds Hemingway, se había suicidado a los 28 años de edad, en su consultorio, usando la vieja pistola Smith & Wesson del abuelo. Dos muertes demasiado semejantes en todo para no suscitar interrogantes inevitables. Así, sentimos de inmediato la necesidad de investigar lo que pudo significar para Ernest la muerte trágica de su padre, ocurrida cuando era aún un joven, pues parece razonable pensar que estamos ante un suceso demasiado traumático para no dejar, de un modo u otro, una marca indeleble en su vida.

Ningún sitio más apropiado que la propia obra de Hemingway para encontrar las claves que nos permitan comprender el significado que tuvo para el escritor la muerte trágica del padre. Robert Jordan, el protagonista de la novela Por quién doblan las campanas, interrogándose sobre las inútiles muertes de la guerra civil española, evoca al final del libro la heroica figura del abuelo, soldado confederado durante la guerra civil americana. Sin embargo, tras esta evocación, otra sombra menos heroica y más trágica surge inmediatamente: la del padre que, en la ficción tal como en la realidad, también se había suicidado usando la pistola del abuelo. Recuerda así el protagonista como, acabado el funeral del padre, y después de que le hubieran hecho entrega de la pistola usada por él, se dirigió al lago y, contemplando su propia imagen reflejada sobre la superficie del agua, con la pistola en la mano, se liberó de ese objeto letal, arrojándolo al lago. Alguien que acompaña al protagonista en ese momento crucial le dice: «yo sé por qué has hecho eso con la vieja pistola, Bob», a lo que Jordan, alter ego del escritor, responde: «bueno, entonces no tendremos que volver a hablar de ello». Este fragmento, cargado de una singular intensidad, describe bien la transcendencia que para el autor tuvo el fantasma de la muerte del padre, y por ello, nos sentimos tentados a pensar, haciendo una transposición de la ficción a la realidad, que el lago de esta escena bien podría ser el lago Michigan, próximo a Oak Park, la villa natal de Ernest, antigua patria india, región salvaje de bosques y aserraderos, territorio preferido por cazadores y pescadores, adonde nuestro escritor acostumbraba a ir durante su infancia, acompañando a su padre en la pesca de la trucha, como recuerda Olivier Rolin en su libro Pasajes originales.

Sin embargo, no es la anterior la única referencia a la muerte del padre en la obra del escritor. En la novela Tener o no tener, el protagonista concluye una sombría reflexión sobre el suicidio con estas palabras:

Otros siguieron la tradición indígena de la Colt o de la Smith& Wesson, instrumentos bien fabricados, que con apretar un solo dedo terminan con el insomnio, acaban con los remordimientos, curan el cáncer, evitan las quiebras, abren una salida a situaciones intolerables; admirables instrumentos norteamericanos fáciles de llevar, de resultado seguro, tan bien proyectados para poner fin al sueño americano cuando se transforma en pesadilla, y cuyo único inconveniente es la porquería que dejan para que la limpie la familia.

En la canónica y tal vez más famosa biografía de Hemingway, escrita por Hotchner, el biógrafo nos da a conocer las circunstancias reales en que la pistola usada por el padre para suicidarse llegó a manos del escritor: «Algunos años más tarde, por Navidad, recibí un paquete de mi madre, que contenía el revólver que mi padre había usado para suicidarse. Acompañando al arma había una nota manuscrita por mi madre, donde ésta decía que había pensado que tal vez me gustase tenerla, aunque no explicaba si esto era una profecía». Esta entrega adquiere connotaciones aún más perversas y funestas si tenemos en cuenta que el escritor siempre responsabilizó a la madre de la dramática muerte del padre.

Hemingway con su hijo

Hemingway y su hijo Gregory

Pero abandonemos por un momento el argumento trágico del destino, para intentar iluminar con el saber clínico el «caso Hemingway». Desde un punto de vista psiquiátrico, resulta prácticamente consensual, hoy en día, que, tal como describió el psiquiatra portugués Fernandes da Fonseca en su imprescindible libro Hemingway: esbozo psicobiográfico [7], el autor norteamericano sufría un trastorno bipolar, enfermedad psiquiátrica conocida por su especial carga genética y por tener un pronóstico peor, con elevado riesgo de suicidio, cuando se asocia al abuso de substancias como el alcohol [9]. El trastorno bipolar, también conocido por el nombre más clásico de psicosis maníacodepresiva, se caracteriza por la alternancia de episodios depresivos y otros de signo contrario, denominados hipomaníacos o maníacos en función de su intensidad. Teniendo esto presente, para Fernandes da Fonseca, así como para otros autores, parece plausible concluir, de igual modo, que el padre del escritor, Clarence, padecía también el mismo trastorno bipolar, aunque nunca llegase a ser diagnosticado, pues sabemos que tuvo a lo largo de la vida continuas oscilaciones de humor y presentó un grave episodio depresivo que le llevó a acabar con su vida.

De hecho, el primer detalle que nos llama la atención al observar el genograma de la familia Hemingway (reproducido por la psiquiatra Kay Redfield Jamison en su libro Touched with fire: Manic-depression Ilness and Artistic Temperament) es la sorprendente densidad de suicidios ocurridos en esta familia: cinco en tres generaciones. Además del suicidio del padre y el del propio autor, ya referidos, descubrimos que dos hermanos de Ernest, Úrsula y Leicester, y más recientemente, su nieta, la actriz Margaux Hemingway, pusieron fin a sus vidas voluntariamente. Tal vez demasiadas coincidencias para atribuirlas al azar.

Pero saltemos ahora a la tercera generación de una genealogía que parece tener resonancias de una tragedia griega. El hijo de Hemingway, Gregory, también médico como su abuelo, presentó durante su vida episodios cíclicos de depresión y manía, asociados a graves problemas de alcoholismo, que motivaron múltiples ingresos psiquiátricos y determinaron la introducción de terapia electroconvulsiva (TEC), que constituía probablemente (y a pesar de toda la mala prensa creada desde los años 60 contra ella por parte de la antipsiquiatría) una de las terapéuticas psiquiátricas más eficaces de las que se disponía para el tratamiento del trastorno bipolar antes de la aparición de los antipsicóticos y los estabilizadores del humor. La historia de Gregory fue recientemente abordada en el libro de memorias escrito por su última esposa y también secretaria personal de Ernest Hemingway, Valerie Hemingway, titulado Correr con los toros: mis años junto a los Hemingway. El libro describe con todo lujo de detalles la inestable y por veces truculenta vida de Gregory, quien, tras tres naufragios matrimoniales, decidió someterse a una operación de reasignación de sexo en el año 1995, cambiando su nombre por el de Gloria, terminando por morir en extrañas circunstancias (la versión oficial habló de ataque cardíaco) en 2001, tras las rejas de una prisión femenina. Una muerte repleta de interrogantes, pues la causa de la detención había sido un delito de “comportamiento indecente”, al ser encontrada desnuda por la policía cuando regresaba de una fiesta, caminando sola y perdida por la carretera, con la ropa y los zapatos de tacón en la mano, en evidente estado de desorientación.

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Y llegamos de este modo, finalmente, a la cuarta generación de los Hemingway, a la nieta del escritor, la actriz Margaux Hemingway, quien alcanzó la fama durante los años 70 y 80 por películas como Lipstick. Su carrera ascendente y prometedora sufrió, iniciada la década de los 90, varios fracasos consecutivos que acabaron por provocar el descalabro de su vida afectiva. Fueron años de olvido y de resaca del éxito durante los cuales se refugió en un consumo creciente de bebidas alcohólicas y drogas hipnóticas. El desenlace fatal de Margaux constituye una de esas suculentas piezas con las que sueñan todos los editores de prensa sensacionalista, pues su suicidio ocurrió un día 2 de Julio (la misma fecha en que lo hiciera su abuelo, una coincidencia más en la historia fatídica de esta familia) de 1996, por sobredosis del barbitúrico fenobarbital y, según el relato que apareció en la prensa, la policía halló su cuerpo en avanzado estado de descomposición, rodeado de una extravagante escenografía que parecía traducir un extraño ritual de protección frente a la muerte:

En la habitación había una mesita que había sido usada como una especie de altar. En cada esquina de la mesa había un pequeño montón de sal. Sobre ella había un ramo de flores blancas y dos velas también blancas sin quemar en un candelabro con forma de figura humana. A la izquierda había otro candelabro blanco. Los candelabros estaban colocados en un círculo hecho con cinta blanca. Fuera del círculo había un libro religioso. Margot había quemado abundante incienso y había también varios papeles procedentes de un bloc de notas en los que se podía leer: “Amor, curación, protección perpetua para Margot”. A la izquierda de la cama había un osito teddy» [11].

La muerte, en sus múltiples facetas, es una presencia constante, por no decir una fascinación obsesiva, en la obra y en la vida de Hemingway. Unas veces asume la forma de una reflexión directa y explícita sobre ella, como en el caso de su conocida novela sobre la tauromaquia Muerte en la tarde. En ella, el autor nos confiesa haber descubierto en el toreo, o en lo que éste tiene de representación trágica de la lucha por la existencia, un símbolo personal y a la vez una suerte de liturgia que le permitió, en cierto modo, exorcizar sus propios fantasmas familiares. Otras veces, la muerte adopta tonalidades más heroicas y épicas, y de este modo podemos entender su participación en todas las guerras que le tocaron vivir: la primera guerra mundial, la guerra civil española y finalmente la segunda guerra mundial. Estuvo siempre allí donde la vida bullía con más intensidad: en el París de entreguerras, compartiendo vivencias junto a Scott Fitzgerald, Dos Passos, Gertrude Stein y los restantes miembros de la bautizada como “generación perdida”; o en el desembarco de Normandía, acompañando a las tropas aliadas. Intentó, según las irónicas palabras de Anthony Burguess, «beber la vida hasta el límite», creyendo, como él mismo dijo en cierta ocasión, que para escribir sobre la vida, primero hay que vivirla. Sus grandes pasiones, derivados simbólicos de la struggle for life, fueron, además del toreo, la lucha de gallos, el boxeo, la caza del búfalo y la pesca del pez espada, aficiones que le impelieron a visitar escenarios exóticos como las sabanas africanas y el Caribe. Contrajo con la pesca del pez espada una deuda especial, pues debe a ella, y a su destreza para transformarla en símbolo existencial en su libro El viejo y el mar, la atribución del Premio Nobel en 1954.

Ava Gardner con Hemingway y la esposa de éste

Ava Gardner con Hemingway y la esposa de éste

El preludio de su tragedia definitiva comenzó en 1960, cuando surgieron los primeros síntomas de un grave episodio depresivo, probablemente desencadenado, o al menos facilitado, por el abuso de bebidas alcohólicas. El escritor presentaba una depresión con síntomas psicóticos, en particular, ideas delirantes de carácter persecutorio, refiriendo ser objeto de una persecución por parte de agentes del FBI. Estos delirios persecutorios, poco frecuentes en la depresión, son denominados síntomas psicóticos “no congruentes” con el estado de ánimo, para diferenciarlos de los síntomas psicóticos congruentes con el estado de ánimo, que serían aquellos delirios que, como los de ruina, culpa e hipocondría, son más característicos de la depresión y “congruentes” o adecuados al humor depresivo. Conviene señalar que la presencia de estos síntomas psicóticos no congruentes generalmente predice una mayor gravedad y una peor evolución del cuadro. Hemingway fue observado por el psiquiatra Howard Rome, quien recomendó su ingreso inmediato en la Clínica Mayo con el objetivo de iniciar terapia electroconvulsiva. Según la información recogida en diversas fuentes, la recuperación del cuadro depresivo no fue satisfactoria, a pesar de lo cual, y para sorpresa de la esposa del escritor, el médico decidió dar alta al paciente, engañado al parecer por su aparente buen estado general. El suicidio de Hemingway, ocurrido poco después de haber sido tratado con TEC, ha sido usado sistemáticamente, aunque en ausencia de cualquier base científica, como argumento por parte de los detractores de este tratamiento (en este sentido, el lector puede encontrar diversos links en internet, colocando las palabras Hemingway y psiquiatría en el buscador).

Una cosa es cierta: sabemos que el suicidio de Hemingway cogió por sorpresa a sus familiares más próximos y a sus amigos. Nadie se lo esperaba. Y no sólo por el radical vitalismo de que siempre hizo gala, sino porque a lo largo de su vida, tal vez por lo que había supuesto para él la pérdida de su padre, había expresado innumerables veces su rechazo al suicidio. Lillian Ross, la periodista a quien debemos una prolongada y ya mítica entrevista publicada en el periódico The New Yorker, nos recuerda que él solía decir: «No te mueras, morir es la única cosa que es realmente inútil» [15]. A nosotros, como a ella, nos cuesta comprender como llegó a tomar esa decisión alguien que dejó escrito: «El mundo es un gran lugar y vale la pena luchar por él, y detesto la idea de dejarlo».

Pensamos que la respuesta a este enigma tal vez esté en dos de los elementos escogidos para este artículo —genética y alcohol—, que constituyen, por sí solos, un coctel suficientemente explosivo, para explicar el final funesto de esta historia. Genética, debido a la historia familiar pesada de trastorno bipolar y suicidio, cuya sombra parece haber alcanzado, sin respetar ninguna generación, el destino de la familia Hemingway. A esta decisiva carga genética debemos sumar la contribución del alcohol, factor agravante que habrá facilitado, cuando menos, el final dramático del escritor. En este sentido, conviene recordar que existe desde los albores de la psiquiatría una discusión en torno a las relaciones entre el alcohol y los trastornos afectivos, que ha llevado a la formulación de varias teorías explicativas para un hecho verificado repetidamente en la práctica clínica: la extraña apetencia que muchos pacientes depresivos y bipolares sienten por las bebidas alcohólicas. Entre otras, algunos autores han propuesto la atractiva teoría de la auto-medicación, según la cual, estos pacientes usarían el alcohol como una forma de auto-medicación para reducir o atenuar las alteraciones del humor.

Resulta tentador acabar este texto dejando una interrogación en el aire: ¿Habría sido posible evitar el desenlace de esta trágica historia si, en el momento en que el Premio Nobel sufrió su último episodio depresivo, los médicos hubiesen dispuesto de los recursos terapéuticos para el trastorno bipolar (antidepresivos y estabilizadores del humor) de que disponemos actualmente? Los más proclives a creer en el ciego poder de las parcas (llámense ellas genética, providencia divina o ambas cosas a la vez) responderían a esta pregunta con una duda justificada. Los más realistas nos recordarían las limitaciones que la psiquiatría aún enfrenta hoy en día para tratar, con eficacia, algunos de sus casos más difíciles. Y probablemente unos y otros tendrían en parte razón, aunque nuestro deseo como terapeutas no podría ser otro —aún reconociendo en él un prurito infantil y mal disimulado de omnipotencia— sino conseguir que la pistola arrojada por aquel niño al lago, tras el funeral del padre, hubiese permanecido definitivamente en el fondo, olvidada, anulada de la memoria, como habría ocurrido en el Leteo, aquel río del infierno que Dante describió en la Divina Comedia, cuyas aguas tenían el mágico poder de hacer olvidar todos los recuerdos, y que bien podría ser, por esta vez, el lago Michigan.

Bibliografía

1. Hotchner, A. E. (1999): Papa Hemingway: A Personal Memoir. Lisboa. Bertrand Editora. p. 166. Ed. original Random House, 1966.

2. Zweig, Stefan (2002): El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona. El Acantilado.

3. Hemingway, Ernest (1987): Por quién doblan las campanas. Barcelona. Seix Barral.

4. Hemingway, E. (2001): Tener o no tener. Barcelona. Pocket Edhasa.

6. Salloum IM, Thase. (2002): Impact of substance abuse on the course and treatment of bipolar disorder. Bipolar Disorders, 2, 269-280.

7. Redfield-Jamison K. (1998): Marcados con fuego. La enfermedad maníaco-depresiva y el temperamento artístico. México. FCE.

8. Hemingway V. (2005): Correr con los toros: mis años con los Hemingway. Madrid, Taurus.

9. Misrahi A. (2002): Adiós mundo cruel: los suicidios más célebres de la historia. Barcelona. Océano.

10. Burguess A. (1984): Hemingway. Barcelona, Salvat. Biblioteca de Grandes Biografías.

11. Hotchner A. E. (2008): La buena vida según Hemingway. Barcelona. Belacqua.

12. Frances A, First MB, Pincus HA (1997): DSM-IV Guía de Uso. Barcelona. Masson.

13. Ross L (2001): Retrato de Hemingway. Barcelona. Muchnik Editores. Barcelona.

 

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Poder y sumisión en ‘La ciudad y los perros’ de Mario Vargas Llosa

Amos y esclavos: variantes de la inocencia

La ciudad y los perros se inicia con un ritual cuyas consecuencias se van a prolongar a lo largo de toda la novela. Los dados se han echado a rodar y la primera frase del libro es una sentencia.

 —Cuatro —dijo el Jaguar.

Mario Vargas Llosa. 'La ciudad y los perros'. Barcelona. 1963. Primera edición. Seix Barral Editores. Colección Biblioteca Breve. Premio Biblioteca Breve 1962.

A partir de entonces empieza una secuencia inapelable de la historia. El tres y el uno se ven claros, letales, en el aire húmedo. Las dos sílabas que componen la voz de condena del Jaguar son seguidas y resaltadas por un silencio que recorre los rostros de los demás cadetes. La suerte está echada. Cuando el Jaguar insiste en saber quién ha salido sorteado, el Cava admite tener el número cuatro. Él debe robar el examen de Química. No hay tiempo para protestar o matizar la sentencia de lo real. En ese instante el Jaguar es el dios que da cuenta de una conclusión del azar. Su presencia es tan indiscutible como de los dos números en la oscuridad. La narración nos informa que el Cava se ha echado a temblar. Hay mucho frío a esa hora en las cuadras, pero sabemos que el Cava, viniendo de la sierra, está acostumbrado al frío. En realidad tiembla de miedo. Solo quedan las circunstancias sobre cómo debe cumplirse la sentencia. El Jaguar le da una orden práctica que le recuerda un pacto: «Ya sabes, el segundo de la izquierda».

Este es el origen del cuerpo argumental de la novela. El hecho de que el Cava sea el elegido lo pone nervioso, lo que va a dar lugar a que rompa el vidrio, lo que a su vez va a producir la detención de los cadetes y la delación del Esclavo. Las demás consecuencias siguen un orden hasta las páginas finales, como si fueran pasos de un destino. Todos los miembros del sistema, la institución militar y la ciudad de Lima, están condenados, sobrepasados por la marcha de estos episodios. La maquinaria de la narración se ha echado a rodar a partir de un golpe de dados y, en especial, a la voz de ese dios salvaje y extraño que la ha comunicado al mundo.

La ciudad y los perros comienza por lo tanto con una escena de poder y de sumisión. Esta es la premisa fundamental de la novela y del mundo que se representa en ella. Si el Cava es un condenado, no hay en él ningún asomo de rebeldía o de protesta. La realidad es opresiva pues sus reglas no pueden ser rebatidas. Poco a poco, el Cava empieza a deambular hacia el lugar donde debe robar el examen. Pero ya sabemos lo esencial.

El Jaguar es un núcleo en el sistema, el autor de los destinos propios y ajenos. Pero el aire oscuro, pestilente, sombrío del recinto parece el adecuado para sus consignas. Esta relación entre los actos y el entorno en el que ocurren es esencial a la visión de la novela. La violencia del Jaguar no es sino una respuesta a la violencia del lugar y del sistema que lo sostiene. El entorno húmedo, sombrío, pestilente del colegio y el de la ciudad van a ser el contexto ideal para las acciones que allí se desarrollan.

En los siguientes episodios, la atención se desplazará hacia el Esclavo y Alberto. A diferencia del Jaguar, el Esclavo aparece como un personaje condicionado a la realidad, en especial a los cariños de su madre que lo besa y lo mima. En el viaje que lo lleva a Lima, el Esclavo siente un cansancio que adormece sus sentidos. Es un personaje adormecido, pasivo, trágico. El Esclavo está a merced de lo que lo rodea: su familia, el clima húmedo, el cansancio lo abruman. En la estructura de poder y dominio que exhibe la novela, el Esclavo existe en el extremo opuesto al que ocupa el Jaguar. Mientras el Jaguar domina y define el curso de la realidad, el Esclavo es apabullado por su entorno. Sin embargo, luego sabremos que algo los une: ambos son víctimas del sistema en el que viven.

En el siguiente pasaje aparece el tercer protagonista de la historia, el poeta Alberto. Enfundado en su sacón que lo protege del frío, «su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente» [1]. A diferencia del Esclavo, Alberto se ha adaptado a la realidad. Se encuentra en sintonía con el fusil, que es el objeto emblemático del colegio y de la realidad que le ha tocado. Sin embargo, está planeando salir el sábado. Al inicio de la novela, Alberto finge pertenecer al sistema para aprovecharse de él. Si el Esclavo vive en el pasado, el poeta Alberto parece ocupar su presente. Está haciendo planes para lograr un dinero con el que pueda irse al prostíbulo ese fin de semana. Uno de sus planes es escribir cartas de amor y novelitas para los cadetes a cambio de dinero. Cuando va a buscar al teniente para confesar sus problemas, no sabemos si sus frases son sinceras o un recurso para ganar influencias. Esta ambigüedad es esencial al libro. Una buena cantidad de acciones en la novela no van a tener razones claras o explícitas. Los actos no responden nunca a una sola motivación. Un ejemplo es la delación de Alberto a Gamboa en la segunda parte del libro. No sabemos si se debe a la culpa por haber traicionado al Esclavo saliendo con Teresa, a una sincera motivación de justicia o a un deseo de venganza. Los actos nunca tienen una sola dimensión en la obra de Vargas Llosa.

A diferencia del Esclavo, Alberto se ha adaptado al sistema de violencia que impera en el Colegio. Puede sobrevivir en él porque es un escritor que se defiende con sus palabras. Vive de vender sus cartas de amor y novelitas a los demás. Pero, como veremos más adelante, son las palabras las que le sirven como su principal argumento de rebeldía.

Las palabras definirán su identidad como héroe. Ya en este pasaje inicial, Alberto parece estar en un lugar en la estructura del poder:

…a medio camino entre el Jaguar y el Esclavo. Puede manipular su entorno pero no lo domina. Ofrece «cartas y novelitas», pero no es un miembro del Círculo. Es esencialmente un solitario, un escritor sin un grupo que lo resguarda. Vargas Llosa, a lo largo de su vida, ha defendido siempre este modelo del escritor como un ser libre, sin ataduras ni consignas, que dice la verdad. Esa es la función que va a cumplir Alberto en el drama de La ciudad y los perros.

 Un personaje mediador

La novela alterna tipos de narrador. Hay un narrador omnisciente que relata los acontecimientos, como en el episodio de la muerte del Esclavo. Hay un narrador de monólogos interiores, como en el caso de los que sostienen el Boas y el Jaguar. Hay un narrador comprometido con un personaje en tercera persona, como en el episodio de la llamada de Alberto a Gamboa para denunciar el Círculo. Situado en el centro de las relaciones con los demás personajes, Alberto es un personaje muy funcional a este narrador. Estando a medio camino entre el poder del Jaguar y la pasividad del Esclavo, manteniendo relaciones con los otros dos personajes, el poeta Alberto se convierte en una conciencia central, un operador de la historia. Alberto es el principal mediador entre la novela y el lector. Es el personaje en el que un lector puede identificarse. Está en el centro del teatro de los acontecimientos y es el conductor de su itinerario moral.

En este itinerario moral, la novela va progresando desde el afecto y la compasión de Alberto por el Esclavo hacia su admiración por el Jaguar. En ambos casos, el impulso moral es esencial. Alberto se compadece del Esclavo por solidaridad y lealtad con el protagonista que sufre. Sin embargo, luego admira al Jaguar por su coherencia y nobleza al no delatarlo frente a los otros cadetes. Si el Jaguar inicia el relato como un personaje cruel y violento, termina adquiriendo una nobleza inesperada. El relato se inicia con la sugerencia de que el Esclavo es el héroe de la historia. Luego esa función pasa a Alberto. Finalmente descubrimos que el verdadero héroe es el menos aparente de todos, el Jaguar.

Alberto es un solitario, con una conciencia moral propia. Vive al margen de los dos sistemas que lo presionan: el de las autoridades del colegio y el del Círculo. No ha renunciado a la justicia. Sin embargo, su conducta no se rige por un código como el manual de conducta del Colegio Militar, sino por una pasión instintiva. En la obra de Vargas Llosa la moral nunca está disociada de las emociones y los instintos. Hay un deber emocional esencial a Alberto que es el sentido de la lealtad al amigo. Este sentido lo impulsa a defender al Esclavo. El Esclavo es quien sufre injustamente los abusos en una realidad determinada por la ley del más fuerte. En la segunda parte, el Jaguar es quien resiste solo contra los embates y las acusaciones del resto. Es entonces cuando aparece su verdadera identidad. La novela es un viaje de exploración y develación de la identidad escondida del Jaguar.

El misterio del Jaguar está sugerido desde el inicio. En una de las primeras escenas, Alberto pregunta si han visto al Jaguar.

—¿Has visto al Jaguar? —No. No ha venido [2].

 Esta es una premonición. Nadie lo ha «visto» realmente. El Jaguar es uno de los misterios del libro, alguien que parece encerrar las claves de la sociedad de la violencia que se ha construido en su interior. Nadie lo conoce del todo. Solo al final, lo «veremos» cuando nos enteremos de que es el mismo joven de los monólogos que sufría de maltratos infantiles y es corrompido por el flaco Higueras.

La fuerza del Jaguar es tan grande que al inicio del libro, cuando Alberto se entera que el Jaguar no está trata de imitarlo, de reemplazarlo.

 No juego con serranos —dice Alberto, a la vez que se lleva las manos al sexo y apunta hacia los jugadores—. Solo me los tiro [3].

 Si el Poeta trata de imitar al Jaguar es debido a la influencia que ejerce su personalidad desde el comienzo. Efrain Kristal ha explorado con mucho acierto las relaciones entre el Jaguar y Joe Christmas, como una víctima del sistema [4]. Al igual que Christmas el Jaguar termina siendo una víctima oscura, insondable, de la violencia de la que ha sido objeto.

El itinerario moral de la historia tiene tres grandes etapas. En la primera, al asumir la defensa del Esclavo, Alberto se convierte en un rebelde frente al poder de los demás cadetes. Defender al Esclavo de los abusos de los demás es la primera misión de Alberto. En la segunda etapa del proceso, cuando el Esclavo muere, decide vengarlo al delatar las acciones del Círculo. En la tercera y definitiva, se enfrenta al Jaguar. Es entonces cuando se produce la revelación fundamental del libro. Al enfrentarse al Jaguar, se produce un giro fundamental en la novela: sentimos que termina olvidándose del Esclavo y admirando la solidez moral del Jaguar.

La ciudad y los perros adquiere una nueva dimensión en este giro maestro. Cuando parecía que iba a ofrecer una simple disputa maniquea que divide a un supuesto héroe (el Esclavo o el Poeta) contra un agresor (el Jaguar), el libro relativiza la villanía de este último. Si el Jaguar termina siendo un héroe es porque el libro afirma finalmente que todos son héroes en un sistema que los devora.

Al final del capítulo seis de la segunda parte, cuando se confrontan, Alberto le dice:

 ¿Sabes cuál va a ser tu vida? La de un delincuente, te meterán a la cárcel tarde o temprano.

—Mi madre también me decía eso —Alberto se sorprendió, no esperaba una confidencia. Pero comprendió que el Jaguar hablaba solo; su voz era opaca, árida [5].

 Esta es una escena de enorme importancia porque ocurre en medio de una confrontación con Alberto. Cuando se esperaba una respuesta violenta, la cara del Jaguar se vuelve sombría y responde con esa premonición que parece ser un destino. Es un destino individual pero también un destino social, el de los marginados. En ese instante, Alberto empieza a sentir una empatía con el Jaguar, es decir, a reemplazar al Esclavo. El asesino al que él había denunciado se ha vuelto un hombre extraño y sombrío, que recuerda las premoniciones de su madre, es decir, en una víctima.

La aparición de la humanidad del Jaguar, su inesperada nobleza, coincide con su pérdida de poder. Después de la muerte del Esclavo y de la rebelión de los cadetes que lo culpan por la delación, el Jaguar empieza a perder su condición de líder. En su diálogo con Gamboa va a decirle que nunca antes se había sentido «aplastado». Solo entonces se humaniza. En la obra de Vargas Llosa, el poder tiene una connotación moral. Es la fuente del mal. Por otro lado, su obra es también una exploración en el carácter efímero y circunstancial del poder. El todopoderoso Jaguar al inicio de la novela se convierte en un empleado bancario rutinario, que cumple sus obligaciones.

 El acto de escribir y leer

Los personajes de La ciudad y los perros usan las palabras como instrumentos para ejercer o resistir al poder. El Jaguar es quien «bautiza» al Esclavo como tal. Sin embargo, evita revelar su verdadero nombre. Sabemos los nombres verdaderos del poeta (Alberto Fernández) y del Esclavo (Ricardo Arana), pero el nombre del Jaguar nunca aparece. Es el Jaguar quien nombra al mundo. Él le dice «soplón» a Alberto. Insulta a los demás cadetes que se rebelan contra él. Es un creador de palabras.

El acto de escribir y de contar, que Alberto malbarata al vender sus cartas y novelitas, se ve reivindicado cuando lo ejerce para denunciar al Círculo. En el capítulo cuarto de la segunda parte, Alberto le cuenta al capitán Garrido todo lo que pasa en las cuadras. Su voz «cobraba soltura, firmeza y hasta era por instantes agresiva». Luego le dice: «Es para que usted me crea, mi capitán» [6]. Alberto hace su mejor esfuerzo de narrador ante el capitán para que le crea.

Contar, para Vargas Llosa, como para Alberto, es un acto moral. Alberto le cuenta a Gamboa acerca de lo que ocurre en la cuadra y destapa las inmoralidades y abusos del Círculo. Sin embargo, cuando quiere hacerlo ante el coronel, en la audiencia, no puede lograr su objetivo. La autoridad sofoca la historia, la cuestiona, saca a la luz las novelitas pornográficas que Alberto había escrito. Al hacerlo, el coronel degrada el papel de Alberto como escritor. Pero contar es para Alberto, como para Vargas Llosa, esencialmente un acto de develación de lo real, de denuncia de las apariencias. Contar es descubrir las injusticias que el sistema ocultaba. Cuando el Jaguar al final intenta salvar a Gamboa al declararse culpable de la muerte del Esclavo, también escribe una carta. El sargento cuestiona la validez de su denuncia:

¿Por qué ha escrito esto? —le dice Gamboa [7].

 Finalmente, el Sargento Gamboa también es acusado de ser lector.

 Tonterías —dijo el mayor con cólera—. Usted debe leer novelas, Gamboa. Vamos a arreglar este enredo de una vez y basta de discusiones inútiles [8].

 Leer y escribir se convierten así en actos puros que son sancionados por el sistema. Contar, escribir, usar las palabras son en Vargas Llosa, actos morales. El escritor ocupa un papel esencial en este universo, el de un objetor contra el sistema.

 El ritual del poder

Ninguno de estos tres personajes puede ser comprendido sin los otros porque el juego que se establece en ellos es el de poder. Este juego se transforma cuando Alberto se enfrenta al Jaguar («No te tengo miedo»). Es entonces cuando, al igualarse con él, llega a conocerlo, y los lectores con él.

Las relaciones de poder crean lazos instintivos, necesarios para la identidad de sus personajes. El Jaguar ejerce su poder sobre el Esclavo. Alberto se rebela contra el poder del Jaguar. Pero estas identidades van fluctuando a lo largo del libro. Los tres aparecen como víctimas de un poder superior.

Los tres personajes coinciden en su interés por Teresa, que funciona como un personaje distante y aglutinador. Es ella quien siembra el deseo en el Esclavo y la culpa en Alberto. Finalmente, como cerrando el círculo de las relaciones de los cadetes con ella, en un desenlace irónico e inesperado, el Jaguar se casa con ella. Este es un hecho singular porque Teresa, quien es considerada con frecuencia como un personaje pasivo, cumple en realidad un rol activo en esta historia. Es un ideal de inocencia en medio de una realidad violenta, que aglutina a los tres protagonistas.

Ninguno de estos tres personajes puede ser entendido sin Gamboa. El sargento Gamboa es un padre bien intencionado pero distante del clima en el que se mueven los cadetes. El Jaguar le confiesa haber matado al Esclavo y lo admira por su pureza. Según Efrain Kristal, «desde el punto de vista del Jaguar, Gamboa es el único de los miembros de la escuela que ha sido fiel a sus códigos de comportamiento, como él mismo ha sido fiel a su código de lealtad y venganza» [9].

Javier Cercas, por otro lado, considera que el «Jaguar es un extraño descendiente perverso de los protagonistas de los libros de caballería —tan leídos por Vargas Llosa en los años en los que escribía la novela— un caballero andante fiel sin concesiones a un código moral parecido a los caballeros andantes medievales, hecho de reglas inflexibles de honor y coraje y venganzas y lealtades y traiciones y castigos»; más adelante dice: «De ahí la ambigüedad moral del personaje y nuestro vértigo: al final de La ciudad y los perros no podemos evitar reconocer una cierta grandeza en el Jaguar porque sentimos que en su perfecta fidelidad a una ética equivocada, hay una pureza que nos interpela y nos perturba» [10].

El final de la novela iguala a los personajes. El Jaguar está tan perseguido como el Esclavo. Alberto y Gamboa son víctimas de la institución. Es un final que señala a sus protagonistas como héroes frente al sistema.

Efrain Kristal lo expresa de una manera admirable cuando dice: «El realismo de La ciudad y los perros, en cambio, va de la crueldad al desencanto y del desencanto a la sumisión de un mundo que sabe cooptar a sus rebeldes para reproducir un orden social corrupto» [11].

 Me atrevo a pensar que tanto el Esclavo como Alberto y el Jaguar expresan identidades alternativas que confluyen en la obra de Mario Vargas Llosa. El Esclavo es el marginado y el Jaguar es el rebelde frente al sistema. Sus herederos son Jum y el Conseilhero. Alberto es el mediador, el escritor, el que da cuenta, un antecesor del periodista miope en La guerra del fin del mundo.

El impulso moral y el ritual del poder son dos claves esenciales a sus personajes. Este juego de poderes se convierte en un choque de sistemas morales. Cada uno de los personajes tiene una moral propia, de acuerdo a su percepción del mundo. El Jaguar sostiene una moral de la violencia como una forma de sobrevivir. El Poeta sostiene una moral de la defensa de su amigo el Esclavo contra el Círculo. Gamboa sostiene una moral de la disciplina del ejército. El único personaje que ha perdido sus energías morales o que nunca las tuvo es el Esclavo, que procede a delatar al Círculo solo por su deseo de ver a Teresa.

El único personaje que mantiene una moral incólume a lo largo de la novela es Gamboa. Por eso es significativo el encuentro entre él y el Jaguar, en apariencia tan distinto.

Hacia el final del libro, el Jaguar escribe una carta confesando ser el autor de la muerte del Esclavo. El Sargento Gamboa sabe que podría salvarse llevando al Jaguar a donde las autoridades («Lléveme donde el coronel», le dice el Jaguar), pero no lo hace. Hay una mezcla de nobleza y de escepticismo en esa decisión, oculta por su explicación militar («¿Sabe usted lo que son los objetivos inútiles?»). El Jaguar es muy elocuente en su explicación que parte de una confesión: «Yo no sabía lo que es vivir aplastado» [12]. La confesión del Jaguar es una muestra de su humanización. Sin embargo no logra convencer a Gamboa.

Gamboa no acepta salvarse y se condena porque ha aprendido que el ejército en el que tanto creyó, es una farsa. No quiere ser parte de ese sistema, por razones personales. En ese encuentro entre Gamboa y el Jaguar se produce un drama moral que va a definir la vida de Gamboa, su retiro del ejército y de la fe que lo había impulsado. La salida de Gamboa al final de la novela «por la avenida de Las Palmeras, en dirección a Bellavista» en ese día en el que las olas mueren instantáneamente, es uno de los momentos más dramáticos del libro.

A pesar de la violencia y sordidez de sus escenarios, La ciudad y los perros es una novela que cree en las energías morales de los individuos. En cierto sentido, sus personajes se convierten en héroes que de algún modo esbozan sus deseos de ser dignos en un universo corrompido. Todos resultan víctimas de un sistema, que no tiene rostro. En La ciudad y los perros el individuo es por definición un ser inocente desvirtuado por el sistema social al que ha llegado. La lección de Rousseau y la raigambre romántica es clara en su visión. La novela es un homenaje a los individuos en su eterna capacidad de rebeldía. La visión de otras novelas como Conversación en La Catedral y La casa verde seguiría caminos similares. Si el sistema aplasta a los individuos, estos seguirán enfrentándose al sistema, aun cuando sepan que todo está perdido. La obra de Vargas Llosa es por ello un homenaje a la incansable capacidad de los hombres por la rebelión y por la más importante de todas sus formas: el arte de contar historias.

 


[1] La ciudad y los perros. Edición de la Real Academia de la Lengua. Madrid, 2012. (Pág. 17). En adelante, todas las referencias se harán sobre esta edición.

[2] P. 24.

[3] P. 24.

[4] The temptation of the Word. The novels of Mario Vargas Llosa. 1998, Vanderbilt University Press. Nashville, USA. Pág. 34 y siguientes.

[5] P. 398.

[6] P. 344.

[7] P. 443.

[8] P. 375.

[9] Efrain Kristal, «Refundiciones literarias y biográficas en La ciudad y los perros». En La ciudad y los perros. Edición de la Real academia de la Lengua, p. 551.

[10] Javier Cercas. «La pregunta de Vargas Llosa» en La ciudad y los perros. Edición de la Real Academia de la Lengua, p. 494.

[11] Efrain Kristal. «Refundiciones literarias y biográficas en La ciudad y los perros». En La ciudad y los perros. Edición de la Real academia de la Lengua,p. 545.

[12] Pp. 445-446.

 

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James Joyce: ‘Sobre la escritura’

Sobre la escritura, de James Joyce Autor: James Joyce

Título: Sobre la escritura

Edición, prólogo y selección de textos de Federico Sabatini

Traducción de Pablo Sauras

Editorial: Alba

120 págs.

ISBN: 978-84-8428-861-9

12,95 €

¿Dicen que la asidua lectura curva el cuerpo? Quizá, pero desde luego endereza el alma. ¿Daña la vista? En cualquier caso, le da una agudeza con la que puede cruzar la barrera de los siglos, penetrar los lugares secretos, recorrer todas las cosas con la inteligencia.

Francisci Decii Valentini De re literaria asserenda Oratio (1535)

Sobre la escritura, de James Joyce ofrece una visión completa y accesible de su pensamiento literario y artístico, sus reflexiones sobre el proceso creativo, las técnicas de la narración, el mercado editorial y el papel del escritor. Y lo hace en directo, a través de su propia voz, en una magnífica selección de textos rea­lizada por Federico Sabatini, profesor de la Universidad de Turín, autor asimismo de la introducción, y con una exquisita traducción de Pablo Sauras. Un libro lleno de perlas literarias y un buen complemento ensayístico de las obras narrativas de un gran clásico del siglo XIX. Realizada por Federico Sabatini, profesor de la Universidad de Turín, autor asimismo de la introducción, y con una exquisita traducción de Pablo Sauras. Un libro lleno de ideas literarias y un buen complemento ensayístico de las obras narrativas de un gran clásico del siglo XIX.

Escritor polifacético, en ocasiones incomprendido (la mismísima Virginia Woolf desestimó el manuscrito de una de sus obras cumbre, e incomprensiblemente nunca estuvo nominado al Nobel), James Joyce (1882-1941) fue sin duda una de las plumas más importantes del siglo XX literario.

¿Qué sabemos de nuestras obras? La gente puede atribuir a Ulises cosas en las que no pensé nunca, pero nadie es quien para decir que esas interpretaciones son erróneas: ¿alguno de nosotros es consciente de lo que está creando?

James Joyce

Alba, prolífica editorial barcelonesa comprometida con la publicación no sólo de buena literatura (os recomiendo echar un ojo a su inmenso catálogo, que sin duda os tentará), sino también con todo lo que con ella tenga que ver, nos presentó a mediados del pasa año una novedad original y muy actual. Se trata de una brillante y muy bien escogida recopilación de citas de James Joyce, a través de cuya lectura se nos invita a trazar un apasionante recorrido a lo largo y ancho de su concepción sobre temas tan diversos como el proceso de escritura, el influjo de la imaginación y la inspiración, los estilos literarios o el arte. Una colección de reflexiones —extraída de los libros, conversaciones, biografías y cartas de y sobre Joyce— que hará las delicias de cualquier lector interesado en la creación literaria.

En estos tiempos de crisis social y económica, pero también editorial (y cultural en general, si tenemos en cuenta la considerable reducción, por ejemplo, que ha sufrido la inversión de fondos públicos para tales menesteres), se habla de una decadencia en el modo de escribir y leer. Se publican demasiados libros, muchos de ellos de dudosa calidad, y el lector se ve perdido en un marasmo editorial que en ocasiones es difícil de eludir sin caer presa de algún que otro trastorno psicótico. Y es que, como explicaba el inmortal autor irlandés, cada momento histórico entrega un tipo de literatura. Y cada literatura, a su vez, posee un olor característico:

Para crear literatura, un país tiene que tener cierto olor. ¿Qué es lo primero que uno percibe cuando llega a un país? Su olor, que da una idea exacta de su cultura y penetra en su literatura. Así como Rabelais huele a Francia en la Edad Media y Don Quijote a la España de la época, Ulises huele al Dublín de mi tiempo.

En Sobre la escritura, volumen editado por el prestigioso profesor de Lengua y Literatura Inglesa de los siglos XIX y XX en la Universidad de Turín, Federico Sabatini, encontraremos el parecer de James Joyce al respecto de asuntos tan peliagudos como los que acabo de mencionar: ¿se hace en la actualidad buena literatura?, ¿qué es la “buena literatura”?, ¿y la mala?, ¿el escritor nace o se hace?, ¿en qué se traduce un exceso de publicación de libros para una época y su sociedad?, etc.

El propio Joyce explicaba su cometido de este singular modo en el siguiente fragmento, en el que parece dividir la creación artística en dos componentes (emocional e intelectual):

En la embriaguez […] en estar siempre ebrio de vida, como dice Rimbaud, […] radica el aspecto emocional del arte; pero luego está la disposición intelectual, la que lleva a diseccionar la vida. Esto es lo que más me interesa ahora: llegar al residuo de la verdad sobre la vida, en lugar de magnificar ésta a base de sentimentalismo, actitud esencialmente falsa. En Ulises he pretendido crear literatura a partir de mi experiencia, no de un concepto ni de una emoción fugaz.

En el prólogo de esta publicación de Alba, a cargo del profesor Sabatini, éste explica que Sobre la escritura “pretende ofrecer una panorámica [de las reflexiones de Joyce] en torno al arte y la literatura, y brindar a los lectores una introducción a sus obras capitales mostrándoles sus opiniones más personales sobre la escritura y la figura del escritor”.

Cuanto más sujetos estamos a los hechos —escribía Joyce—, cuanto más intentamos causar la impresión correcta, tanto más nos alejamos de lo fundamental. […] Lo que importa, sin embargo, no es lo que uno escribe, sino cómo escribe; a mi entender, el escritor moderno debe ser ante todo un aventurero y estar dispuesto a correr cualquier riesgo y a fracasar en su empeño si hace falta.

Joyce estaba convencido de que si el oficio de escritor estaba expuesto a tan diversas —y a veces furibundas— críticas, es por su condición dual de arte y ciencia. Por ejemplo, llegó a asegurar que la literatura, en sus fundamentos mismos, es una ciencia, “es decir —apuntalaba—, si atendemos a la gramática y a los personajes”. Pero a la vez era consciente de su componente imaginativo y sensitivo: “Nuestro objeto es la sensación, intensificada hasta lo alucinatorio”. Es por ello que Joyce consideraba que “un libro no se debe proyectar de antemano: a medida que uno escribe irá tomando forma, sometido a los impulsos emocionales de cada uno”.

La belleza expresada por el artista no puede causarnos una emoción cinética ni una sensación puramente física: produce o ha de producir un estado de quietud estética, un terror o una piedad perfecta, una inmovilidad creada, prolongada y desvanecida por lo que llamo el ritmo de la belleza.

Un volumen imprescindible para los iniciados (y expertos) en las obras del genio irlandés, pero también para aquellos que deseen conocer —a hombros de gigante— a uno de los creadores más originales del siglo pasado. Un autor que, a juicio de Sabatini, desarrolló “un lenguaje propio que desdeña las reglas gramaticales, el orden sintáctico y la puntuación, y crea palabras nuevas combinando diferentes unidades etimológicas y semánticas en construcciones que encierran infinitos significados”.

 

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Las tribulaciones del ‘Ulises’ de James Joyce

Paris, 1920. James Joyce junto a la editora Sylvia Beach. afuera de la librería “Shakespeare and Company” en Rue de l’Odeon.

Suele decirse que el derecho de autor es el principal medio de subsistencia económica de los creadores. Sin embargo, el hecho es más bien una excepción, en particular, si nos referimos al campo literario. Los escritores célebres no escapan a la regla, y James Joyce quizá habría quedado fascinado por un invento como internet. Y no estamos especulando aquí con las implicancias estéticas y conceptuales del hiperenlace, sino con algo mucho más prosaico: las posibilidad de eludir la censura y de publicar fácilmente.

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Siete años le llevó a Joyce escribir el Ulises. Para 1921 ya lo tenía terminado y era un escritor reconocido entre el círculo modernista. Sin embargo Joyce y su familia solían pasar penurias económicas por esos años. Los recursos monetarios que le permitían dedicar tiempo a escribir no provenían de la industria editorial: el escritor trabajaba dando clases y escribiendo artículos para revistas, además de recibir ayuda económica de sus amigos y familiares. “Las ventas han caído en picado desde el inicio de la guerra” le respondía el editor de Dublineses… respuesta imposible de corroborar para el autor, como es sabido.

En contraste, un “benefactor anónimo” decidió ingresar la cantidad de mil francos mensuales a sus cuentas, durante 1918. No fue el único [1]. Como siempre, los interesados en que un autor escriba son los primeros en proporcionar apoyo financiero, aunque en ese grupo generalmente no están los editores, más bien los lectores. Cuando Joyce y su editora tuvieron al fin el libro listo para publicar, recurrieron a un viejo método para obtener financiación: la recaudación entre amigos, y vendieron mil suscripciones [2], antes de tener impreso el libro.

Este escritor no disponía de rentas, tiempo o un tranquilo empleo funcionarial, para poder escribir. La familia de Joyce —y toda Irlanda— habían quebrado antes de que James llegara a la adolescencia, y desde entonces, no tuvo más remedio que procurarse él mismo sus propios recursos para poder escribir: docente, empleado, periodista, su nomadismo por Europa también respondió a la necesidad de conseguir mejores ofertas laborales.

Joyce censurado

Además de la falta de financiamiento, otro pertinaz perseguidor se ensañó con las obras de Joyce desde el inicio: la censura.

Ya con Dublineses, Joyce tuvo dificultades con los editores irlandeses y la censura. Luego, por años estuvo ofreciendo fragmentos del manuscrito del Ulises a decenas de editores, incluso a la ahora mítica “Hogarth Press” de Leonard y Virginia Woolf, que rechazó la oferta.

Las consecuencias de publicar un libro que pudiera ser considerado “obsceno”, en la década del 20, no se limitaban al escandalo de, por ejemplo, suspender una entrega de premios… Hasta el linotipista podía recibir sanciones serias, multas o la cárcel, por componer un texto considerado “indecente”. Este método para hacer efectiva la censura, castigando responsabilidades indirectas, sigue completamente vigente. El truco está en apuntar las amenazas legales a los eslabones menos comprometidos con la publicación del material sensible: desde el impresor al linotipista antes, al administrador de un foro o proveedor de internet ahora. Es muy probable que ninguno de esos actores esté dispuesto a correr los mismos riesgos que el autor, más visceralmente comprometido con la publicación de su propia obra.

La fallida publicación de Dublineses en Irlanda, es un buen ejemplo de la efectividad de esta estrategia:

[…] Durante su estancia en Dublín, Joyce hizo un último y desesperado esfuerzo para publicar Dublineses en Maunsel & Co. Aceptó a regañadientes eliminar «An Encounter», una historia sobre el ambiguo encuentro entre un escolar y un pederasta, y acordó con indemnizar al editor con el costo de la primera edición en caso de a ser incautada por la policía. Pero Georges Roberts, el cauteloso gerente Maunsel& Co., luego formuló una nueva serie de quejas en contra el libro: exigió a Joyce cambiar el primer párrafo de «Grace», tres párrafos de «Ivy Day», secciones de «The Boarding House», y cada nombre propio de las historias contenidas. Al recibir la furiosa negativa de Joyce a cumplir con estas demandas, Roberts le sugirió comprar las matrices de Dublineses por £50 e imprimirlo el mismo. Joyce aceptó la idea, pero el impresor de Roberts intervino, negándose a entregar matrices que contenían material tan difamatorio para Irlanda. Todo el asunto llegó a su conclusión el 11 de septiembre 1912, cuando el impresor sumariamente destruyó las planchas antes que Joyce pudiera reclamar. Desolado y furioso, Joyce salió de Irlanda esa misma noche, para no volver nunca [3].

Algunos editores de revistas literarias, movidos más por la admiración y el esnobismo que por el negocio, se animaron a publicar el Ulises por entregas [4]. En Estados Unidos Margaret Caroline Anderson, editora de la revista The Little Review, tuvo que recurrir a un linotipista serbocroata. En Inglaterra, Harriet Shaw Weaver, de la revista The Egoist, pasó un año buscando un tipógrafo que estuviera dispuesto a correr el riesgo. La edición completa del Ulises se publicó finalmente en París, en 1922. La editora Sylvia Beach de la librería Shakespeare & Co, especializada en obras en idioma inglés en Francia y frecuentada por muchos escritores e intelectuales que admiraban a Joyce, asumió el desafío. Además de ser la primera publicación del Ulises completo, la edición fue célebre por sus erratas: era conveniente que los linotipistas franceses no entendieran del todo, lo que estaban componiendo.

El puritanismo

La suerte del Ulises por entregas en Estados Unidos se acabó pronto. Cuando llegó al Episodio 13 “Nausícaa”, la masturbación de Leopold Bloom fue demasiado. A pesar de que la revista The Little Review se distribuía por correo, el medio no la hacia inmune a la censura.

Liga Anti VicioLa “Sociedad para la Prevención del Vicio de Nueva York”, institución dedicada a la supervisión de la moralidad pública que mantuvo el Ulises alejado del público estadounidense por más de diez años. Aunque ahora pudiera resultar escandaloso, a principio de siglo la oficina de correos, al igual que la de aduanas, tenía la potestad de abrir los sobres e incautar material que pudiera considerar ofensivo y obsceno en Estados Unidos [5], incluso de la privadísima correspondencia. La “Sociedad para la Prevención del Vicio de Nueva York”, que tenia un sello identificador por demás elocuente, obligó a la revista a abandonar la publicación de la novela. Los editores de la revista tuvieron que someterse a un vergonzoso proceso policial, y dejar sus huellas digitales registradas, como delincuentes. En Inglaterra, The Egoist también tuvo que suspender la entrega periódica por motivos similares. Luego de la publicación del libro en Francia, los intentos de importación a los países de habla inglesa resultaron igualmente infructuosos, literalmente, ardían en las aduanas. Los únicos ejemplares que ingresaron a Estados Unidos o Inglaterra en esos años, lo hicieron de contrabando, en el equipaje de viajeros.

United States versus One Book Called Ulysses

Puede parecer un título metafórico, pero no lo es. Ese nombre identificó la causa judicial que finalmente terminó con la censura del Ulises, luego de 16 años de censura total en Estados Unidos.

El último intento de publicación lo había realizado el controvertido editor de literatura erótica Samuel Roth, claro que sin autorización de Joyce —que lo último que deseaba ver, era su obra circulando en ese ambiente. El hecho enfureció al escritor, que escribió una carta pública de protesta, acompañada por la firma de otros varios escritores conocidos. La carta persuadió a Roth de abandonar el proyecto. Sin embargo no se trataba de un libro “pirata” o ilegal: según las leyes de aquel momento, pasados algunos meses desde la publicación de una obra en el extranjero, —y en 1926 habían pasado 4 años— si no se publicaba una edición impresa en Estados Unidos y se registraba en la oficina de copyright (y el fuego de la aduana y el correo habían hecho imposible que tal trámite se produjese), la obra quedaba en dominio público. Cabe mencionar que Roth de todas formas envió un cheque por derechos, que Joyce rechazó.

Pero la carta de protesta también sirvió para abrir el debate sobre la censura del libro de Joyce. Algunos amigos suspicaces de Joyce sugirieron que su editora, Sylvia Beach de la librería Shakespeare & Co, se había sentado sobre los derechos de Joyce y cerraba las puertas a la edición norteamericana, para no competir con la europea. Ofendida, Beach, renunció a los derechos del Ulysses y permitió que Joyce iniciara conversaciones más decididas con editores norteamericanos.

Bennett Cerf, el fundador de Random House (y si, primo lejano del inventor de internet), accedió a dar la batalla legal, y planificó una estudiada estrategia para convertir la causa en un caso judicial. Importó los libros esperando que fueran incautados por la aduana y dio inicio a las acciones judiciales. El fallo del Juez John M. Woolsey, terminó con la censura sobre Ulises en 1934. Un tribunal de apelación, confirmó la sentencia de Woolsey y la noticia llegó a tapa de Times. El juez fijó un nuevo estándar judicial al considerar casos de “obscenidad” —tomado incluso como referencia por la Corte Suprema. Estableció tres directrices: 1) que la obra debía ser evaluada completa, no sólo por un fragmento aislado; 2) que debía considerarse a una persona “promedio”, y no una “sensible” al momento de evaluar su impacto; y 3) que debía tomarse el concepto de obscenidad según los estándares de la época. Hubo que llegar los 70 para que la Corte Suprema estadounidense determinada que la obscenidad estaba protegida también por la primera enmienda y no podía censurarse, mientras no se expusiera a menores o terceras partes.

Llegado el nuevo milenio, no estaría de más recordarle a la empresa Apple esta última definición de la corte. Haciendo honor a la tradición puritana estadounidense la empresa de Cupertino sigue a rajatabla una especie de cruzada moralista, decidiendo qué aplicaciones (y por ende qué publicaciones) pueden integrarse a su plataforma. Siguiendo el ejemplo de la “Sociedad para la Prevención del Vicio de Nueva York”, Apple censura contenidos que considera “indecentes”. El colmo de la censura fue nada menos que un comic de Robert Berry, adaptación de un clásico de la literatura… que, ironías del destino, no podía ser otro que el Ulysses de James Joyce. Por el escándalo, Apple finalmente consideró que el comic en realidad “no era obsceno” y “lo autorizó”.

Copyright “de cortesía”

Una vez dictaminado el fallo, lo primero que hicieron los editores fue registrar el Ulises en la oficina de copyright estadounidense. Pero como ya mencionamos este registro fue completamente inválido. La obra ya se había publicado, en inglés y en el extranjero hacía años, por lo tanto estaba en dominio público. Las demás editoriales conocían este hecho, sin embargo no hubo ediciones paralelas del Ulises ¿por qué? la carta de Joyce contra el editor Roth acompañada de la firma de multitud de escritores, recordaba a los editores que sin el aval del autor, difícilmente una edición pudiera tener éxito entre sus lectores, al menos en libros que no eran masivos y que tenían un público bien definido, como era el caso de los modernistas. Por lo tanto se estableció un insólito “copyright de cortesía” otorgado por las otras editoriales, al menos hasta 1994. En ese año, una enmienda a la ley norteamericana otorgó en forma retroactiva el copyright a las obras que no hubieren cumplido las formalidades de registro, como era el caso del Ulises. De esta forma, siete décadas después de su publicación, el libro pasó a tener copyright genuino, hasta su entrada en dominio público, que debería haber ocurrido en 1998. Pero la cuestión no termino ahí.

En 1998, se aprobó la nefasta Mickey Mouse Copyright Act, que extendió los plazos aún más. Pero para la herencia de Joyce, eso no era suficiente, y pretendió establecer como fecha de registro la de 1934, con lo cual el Ulises entraría en dominio público ¡en 2030!

En “Copyright Protectionism and Its Discontents: The Case of James Joyce’s Ulysses in America”, el académico Robert Spoo advertía, en 1998, sobre los efectos de extender el monopolio de la obra máxima de Joyce:

Los efectos del monopolio continuarán haciéndose sentir: Los lectores pagarán precios no competitivos por las ediciones de Ulises autorizadas por la herencia de Joyce, los académicos se verán desalentados en producir versiones alternativas de la novela en formato impreso y electrónico de texto. En particular, los beneficios del ciberespacio y la digitalización se perderán o se silenciarán en lo que a Ulises se refiere. A pesar de que los autores del modernismo como Joyce, en general, tienen un público limitado, la evidencia reciente sugiere que el monopolio de los derechos de autor artificialmente deprime el mercado de la literatura modernista. Cuando la oferta de las obras difíciles, aumenta en cantidad y disminuye en precio, puede resultar que la demanda del lector no especializado, se incremente.

La variable y compleja telaraña de legislaciones sobre los plazos de copyright en el mundo, hace difícil sostener concluyentemente que “Joyce ya ha entrado el dominio público en 2012”. Hay matices. La primera edición de Ulises de 1922, por ejemplo, oficialmente ya está en dominio público en todo el mundo, pero según el sitio de Joyce Foundation, muchas de sus obras siguen en dominio privado en algunos países, incluso hasta la séptima década de este siglo.

Notas

[1] […] Sin embargo, Joyce fue rescatado luego por cierta misteriosa buena fortuna, que siempre parecía presentarse cuando había llegado a su punto más bajo. Un benefactor anónimo le hizo una donación de £ 200 en cuatro cuotas, y luego en agosto recibió la noticia de que Richards había accedido finalmente a publicar Exiles. Un año después, la primera donación fue complementada por otro otorgamiento anónimo de la nada despreciable suma de casi 1.000 francos suizos (aproximadamente £ 40) por mes; este patrocinio comenzó en marzo de 1918 y continuó durante unos dieciocho meses. Curioso en cuanto a la identidad de sus misteriosos benefactores, Joyce finalmente estableció que en el segundo caso, se trataba de la señora Harold McCormick, actriz y considerada una de las mujeres más ricas de Zurich. Y luego en 1919: La pérdida de patrocinio señora McCormick le dejó a Joyce mayores restricciones financieras, a pesar de que antes de salir de Zurich su situación había mejorado considerablemente por la llegada de otro benefactor anónimo. En un telegrama un abogado le informó a Joyce que un cliente no identificado deseaba otorgarle alrededor de 5.000 libras, beneficio que iba a mantenerse durante varios meses. Antes de finalizar, Joyce descubrió que se trataba de su amiga y admiradora Harriet Weaver. El dinero, sin embargo, tenía la mala costumbre de esfumarse de las manos de Joyce. Para asegurarse la apariencia de un ingreso estable, Joyce regresó a su puesto anterior de profesor en la Scuola Superiore di Commercio Revoltella “James Joyce: A Critical Guide”, por Lee Spinks, págs. 32 y 34.

[2] Para ayudar a la financiación del libro, se buscaron mil subscriptores de una primera edición de lujo, cuya lista incluía nombres tan curiosos como el de Winston Churchill. En cambio Bernard Shaw, después de contestar a la petición haciendo un gran elogio de lo que había leído de Joyce, concluía «Pero no conoce usted lo que es un irlandés, y de edad, si cree que está dispuesto a pagar 150 francos por un libro» “Ulises”, traducción de Jose Mª Valverde (1976), pág. 32.

[3] Lee Spinks “James Joyce: A Critical Guide”, pág. 28 parcialmente disponible en Google Books.

[4] Harriet Shaw Weaver, despreciando su propio riesgo, hubo de pasar un año buscando tipógrafo hasta que encontró uno que se atrevió a imprimir —y eso con algunos cortes— los capítulos [2], [3], [6], y [10] (El matrimonio Virginia/Leonard Woolf rechazó la oferta de ser coeditores e impresores, en su prensa de mano de la Hogarth Press). Para entonces Joyce impaciente ya había recurrido a Ezra Pound, con la esperanza de hallar más libertad en Estados Unidos. Pound envió los tres primeros capítulos a la “Little Review”, nacida en Chicago en 1914 y recién trasladada a Nueva York bajo la inspiración de Margaret Anderson, quien apenas leyó el primer párrafo del capítulo [3], dijo «lo imprimiremos aunque fuera el ultimo esfuerzo de nuestra vida». Pero tampoco fue fácil encontrar un tipógrafo igualmente entusiasta. Al fin un serbocroata insensible a los atrevimientos verbales del inglés, se prestó a ello. Lo malo de la publicación por capítulos en las revistas, era que si una sola de las entregas era condenada, ya no podía publicarse el libro en su integridad, pero Joyce desoyó el prudente consejo de abandonar la serialización, y reservar toda la batalla para el libro entero una vez acabado. Y en efecto, los censores del correo […] no tardaron en caer sobre la minoritaria revistilla, confiscando y quemando los números donde iban los capítulos [8], [9] y [12]. Si el lector observa de cuáles se trata —sobre todo [9] y [12]— se asombrará de tal quema: el caso del [8] es especialmente interesante, porque, aparte de algún ensueño erótico de Bloom, lo que escandalizó debe ser la crudeza con que se pinta el acto de comer y beber, amén de las ventosidades finales. Joyce, cuyos inocentes Dublineses ya habían ardido inéditos en su primera edición, comentó: «es la segunda vez que me queman en este mundo, asi que espero pasar por el fuego del purgatorio tan de prisa como mi patrono San Luis Gonzaga». Pero aun hubo algo peor: el capítulo [13], con exhibicionismo distante de ropa interior de Gerty MacDowell, fue denunciado por la Sociedad para la Prevención del Vicio de Nueva York, y, a pesar de brillantes defensas de orden literario, fue condenado a multa y abandono de la publicación. Ulises, prólogo de José María Valverde a la edición en español de 1976.

[5] Entre enero de 1919 y enero de 1920, las autoridades de la oficina de correos suprimieron tres números diferentes, cada uno con una parte de la novela de Joyce, revocando los privilegios de franqueo de la revista The Little Review […] Ya habían sido declaradas no franqueables una vez, en octubre de 1917, cuando el Jefe de Correos de la Ciudad de Nueva York decidió que una historia corta por el autor modernista Wyndham Lewis entraba en la categoría de lo «obsceno, ofensivo o lascivo» dentro de lo previsto por el Código Penal Federal. “Copyright Protectionism and Its Discontents: The Case of James Joyce’s Ulysses in America” por Robert Spoo. p. 637.

 

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Ernesto Sabato, ‘Sobre Héroes y Tumbas’. Conocimiento, destrucción y regeneración

Sobre héroes y tumbasPor Javier Moreno

En Sobre héroes y tumbas (1961), del argentino Ernesto Sabato, se entreveran diferentes historias, narradores y puntos de vista en una organización compleja. El propósito de este trabajo es describir esta estructura interna, de modo que los distintos elementos de la novela adquieran algo de coherencia. A mi juicio, el tema principal de Sobre héroes y tumbas es el anhelo de regeneración del alma humana, tras haber conocido el mal absoluto. El núcleo central se halla en el “Informe sobre ciegos”, alegoría de la búsqueda del mal absoluto por parte de Fernando Olmos. Este es el personaje central de la novela, el que determina la vida de los demás con su perseverante afán de alcanzar la perfección en la infamia.

Así pues, las tramas narrativas de Fernando, Martín y Lavalle presentan la misma estructura interna. Los tres anhelan penetrar en un mundo desconocido y peligroso que les destruirá física o moralmente; en los tres, el mal acaba siendo purificado de distintas maneras, como veremos. Es posible afirmar, por tanto, que la estructura interna de la novela responde al ciclo conocimiento – destrucción – regeneración. Subyace aquí el pensamiento filosófico de Schopenhauer, para quien la verdad y el conocimiento son fuente de infelicidad. Así nos lo comunica el personaje de Bruno (para todas las citas sigo la edición de Seix Barral):

[…] Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción. (Página 171)

[…] la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. (Página 200)

En primer lugar, voy a comparar el desarrollo de este ciclo en Martín y Lavalle. Las concomitancias entre ambos están acentuadas por la estructura externa de la narración, sobre todo en el último capítulo, en el que se intercalan fragmentos de ambas narraciones. A continuación, me ocuparé del caso de Fernando Olmos, cuya estructura externa es independiente de los demás, al comprender la tercera parte y fragmentos de la cuarta.

Martín del Castillo y Lavalle

Al principio de la novela, Martín del Castillo es un adolescente en crisis de indentidad que se enamora de la enigmática Alejandra, hija de una antigua familia bonaerense. Martín anhela con fervor penetrar en la intimidad de la joven, aún a sabiendas de que las consecuencias pueden ser devastadoras. En el primer capítulo de la novela, Martín describe sus sensaciones cuando ve a Alejandra por primera vez:

(Martín) […] sintió miedo y fascinación; miedo de darse la vuelta y un fascinante deseo de hacerlo. Recordó que una vez, en la quebrada de Humahuaca, al borde de la Garganta del Diablo, mientras contemplaba a sus pies el abismo negro, una fuerza irresistible lo empujó de pronto a saltar hacia el otro lado. Y en ese momento le pasaba algo parecido (páginas 15 y 16)

Así empieza la fase de conocimiento para este personaje. Martín es consciente del peligro que supone adentrarse en los secretos de Alejandra, pero el deseo de encontrar su indentidad le empuja a saber, a excavar en lo desconocido.

Lavalle, general del ejército unitario durante las guerras civiles argentinas, se halla, como Martín, en plena búsqueda de identidad, en este caso la identidad nacional. Como Martín, se adentra en lo desconocido, movido por la lealtad y por un ideal patriótico inquebrantable:

Y entonces lo volví a ver al pobre Lavalle, adentrándose en el territorio silencioso y hostil de la provincia. (páginas 187 y 188)

Nuestro deber es defender a nuestros amigos de estas provincias. […] Debemos ser los últimos en dejar el territorio de la patria. (página 450)

Esta identificación entre Alejandra y la patria argentina aparece con claridad en el capítulo XIV de la segunda parte:

Y de pronto parecía como si ella fuera la patria, no aquella mujer hermosa pero convencional de los grabados simbólicos.

En aquella contradictoria y viviente conclusión de la historia argentina, parecía sintetizarse, ante sus ojos, todo lo que había de caótico y e encontrado, de endemoniado y desgarrado, de equívoco y de opaco. (página 187)

Para Martín, el resultado de esta actitud es el dolor que le causa la existencia de otros amantes, el horror ante las relaciones incestuosas y la devastación inefable por la muerte de la chica. Empieza así la fase de destrucción, al principio de la cuarta parte. Deambula por Buenos Aires, se emborracha, piensa en el suicidio, entra en la casa incendiada… Leemos en este momento:

El muchacho, destruido, apoyó su cuerpo sobre la pared y así se mantuvo durante muchísimo tiempo. (página 447)

En su reencuentro con Bordenave, que mantuvo relaciones con Alejandra, Martín se siente

[…] como si le extrajesen el corazón y se lo machacaran contra el suelo con una piedra; o como si se lo arrancaran con un cuchillo mellado y luego se lo desgarraran con las uñas. (página 453)

Tal vez Martín llega a lo más bajo de su existencia en el momento en el que Bordenave le hace escuchar una grabación de su ayuntamiento carnal con Alejandra:

[…] tuvo que oir palabras y gritos, y también gemidos, en una aterradora, tenebrosa e inmunda mezcla. […] el aire helado y la llovizna lo despertaron por fin de aquel hediondo infierno a una frígida muerte. Y empezó a deambular lentamente, como un cuerpo sin alma y sin piel, caminando sobre pedazos de vidrio y empujado por una multitud implacable. (página 454)

En el caso de Lavalle, la fase de destrucción está representada por su muerte en combate y la putrefacción de su cadáver durante el viaje al norte. La descomposición física de Lavalle refleja la decadencia moral de Martín en el capítulo VI, a la que nos hemos referido más arriba.

Su miserable vagar entre cafetines, prostitutas y alcohol acaba en el encuentro con Hortensia. Este episodio es importante, puesto que Martín le regala el anillo de su abuela, símbolo del abandono de su pasado. El joven está así preparado para iniciar el viaje hacia el sur, el viaje hacia su regeneración y su identidad. El valor simbólico del sur se manifiesta en las siguientes palabras:

[…] hacia el sur, en aquella ruta tres que terminaba en la punta del mundo, allá, donde Martín imaginaba todo blanco y helado, aquella punta que se inclinaba hacia la antártida, barrida por los vientos patagónicos, inhóspita pero limpia y pura. (página 468)

El cielo era purísimo, el frío intenso. Martín observaba las llamas. (página 471)

Blanco, puro, limpio, fuego, símbolos de la regeneración de la vida. Todo anuncia lo que Martín siente en las últimas líneas de la novela:

Y entonces Martín, contemplando la silueta gigantesca del camionero contra aquel cielo estrellado; mientras orinaban juntos, sintió que una paz purísima entraba por primera vez en su alma atormentada. (página 476)

El valor purificador del viaje hacia el sur también aparece en el caso de Lavalle. Mientras su cadáver es trasladado hacia Bolivia, hacia el norte, el coronel Pedernera ordena descarnarlo para evitar el hedor insoportable que desprende. En el último capítulo leemos:

La carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?) (página 476).

Sabato se muestra pesimista en cuanto a la identidad nacional anhelada por Lavalle. Tras comenzar la novela con una reveladora premonición:

Martín levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país: un país inexistente, pero posible. (página 14)

termina la historia del general con una consideración desoladora acerca los idealizados mitos fundadores: tras la admiración del indio por la montura y el uniforme del militar, el narrador exclama con amargura:

¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, […] ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de granadero ni morrión ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables! (página 476)

Sobre la posibilidad de ese país inexistente que se adivina en el diario que Martín recoge en el parque, concluye:

Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente… (página 476)

Fernando Olmos y el “Informe sobre ciegos”

Como hemos afirmado, el proceso conocimiento – destrucción – regeneración también se observa en el personaje de Fernando Olmos. El afán de conocimiento es el motor del “Informe sobre ciegos”, una exploración de los límites del mal en el alma humana. Él mismo se define como “un investigador del mal” en el capítulo XIII del informe. Este conocimiento le proporciona una visión desencantada y áspera de la humanidad, como se nota en esta reflexión acerca de su relación con Norma:

Me considero un canalla y no tengo el menor respeto por mi persona. Soy un individuo que ha profundizado en su propia conciencia ¿y quién que ahonde en los pliegues de su conciencia puede respetarse? (Página 292)

O, poco después, en el excusado de la Antigua Perla del Once:

Como en las páginas policiales, ahí parecía revelarse la verdad última de la raza.

“El amor y los excrementos”, pensé.

Y mientras me abrochaba, también pensé: “Damas y caballeros”. (Página 307)

Desde este punto de vista, podemos descifrar los símbolos que abundan en esta hermética parte del libro: los ciegos, el descenso a las cloacas del Buenos Aires, la extática cópula que culmina su búsqueda. Todo esto conforma el camino hacia el conocimiento tal como lo ve el “paranoico” Olmos. Sin embargo, detrás de esta visión enfermiza de la realidad, adivinamos los verdaderos modos del personaje. Olmos llega al mal absoluto ejercitando el mal: engaña a una adolescente, cuya fortuna familiar malgasta, humilla a la bienintencionada Norma, recuerda complaciente el horripilante suceso de la mucama y el gallego en el ascensor, observa y perpetra aberraciones carnales de índole abyecta con sujetos indefensos como la mujer ciega o su propia hija.

Es así, por tanto, como Fernando Olmos logra convertirse en la expresión pura del mal. Para él no hay regeneración posible, al contrario que en Martín y en Lavalle. La única purificación posible es la eliminación del mal, su destrucción absoluta, esto es, la muerte del personaje. Pero en la muerte de Fernando no debe haber esperanza de resurrección en otras formas de vida, como ocurre con Lavalle. Por esta razón, Alejandra no se suicida con las dos balas restantes, sino que prende fuego a la casa. El fuego depurador es el único elemento capaz de destruir el mal que Olmos ha causado en los demás, sobre todo en su hija. Nótese el contraste entre los valores simbólicos del agua en la muerte de Lavalle y el fuego en la de Fernando Olmos.

Hemos visto, pues, cómo cada una de las fases del ciclo conocimiento – destrucción – regeneración aparece en los personajes de Martín, Lavalle y Fernando Olmos. He afirmado más arriba que este proceso es fundamental en la estructura interna de Sobre héroes y tumbas. Creo que así lo corroboran las citas referidas a Martín: el ansia de conocimiento se expone en el primer capítulo, la purificación en los últimos párrafos de la obra, así como la importancia central del “Informe sobre ciegos”. Bajo mi punto de vista, esta estructura aporta coherencia y profundidad a la meditación sobre la naturaleza humana que constituye esta novela: el ser humano puede albergar esperanzas de felicidad aún después de haber caído en lo más envilecedor que se pueda imaginar. Si a esto añadimos las encontradas reflexiones sobre la patria, su origen y su incierto futuro creo que quedan justificados los juicios que la describen como la gran novela argentina del siglo XX.

 

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Francis Scott Fitzgerald y Zelda Zayre: la destrucción o el amor

Francis Scott FitzgeraldTomamos, evidentemente, el lema del título de este artículo de Vicente Aleixandre. También podíamos haber acudido a un título del propio Scott Fitzgerald, Hermosos y malditos, aunque quizá este juego hubiera sido confuso, porque pudiera interpretarse como una irreal atribución doble de la novela.

1. La vitalidad perenne de la obra de Scott Fitzgerald

 

En una entrevista se 2011, concedida con motivo de la publicación de su último libro, Bret Easton Ellis, autor de la novelaAmerican Psycho y máximo representante de la bautizada como generación X (la generación literaria que hizo su aparición durante los años ochenta en los Estados Unidos), escogió El gran Gatsby de Scott Fitzgerald como una de las cinco mejores novelas de todos los tiempos, junto conLolita, La educación sentimental, Ana Karenina y Middlemarch.

Por otro lado, el profesor de Yale y actual gurú de la crítica literaria norteamericana, Harold Bloom, autor del conocido ensayo El canon occidental, también incluye a Scott Fitzgerald en su particular Arca de Noé de la genialidad,Genios: Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares [1], donde su nombre aparece, a pesar de un sospechoso y evidente predominio de la tradición anglosajona, al lado de algunos nombres hispánicos como Cervantes, García Lorca, Luis Cernuda, Alejo Carpentier, Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Para Bloom, el legado de Scott Fitzgerald, aquel que permitirá su supervivencia al efecto deletéreo del tiempo, estaría constituido sólo por El gran Gatsby y algunos cuentos.

Sirvan estas dos pruebas recientes como demostración de la vitalidad de la obra de Scott Fitzgerald, cuya más famosa novela parece haber resistido de momento el paso del tiempo, consiguiendo mantenerse intocable en el altar del éxito, tanto de público como de la crítica.

Lo cierto es que Scott Fitzgerald se vio acariciado, tal vez de forma demasiado prematura, por el éxito con su primera novela generacional A este lado del paraíso. Sin embargo, este joven autor cargado de futuro, desilusionó con su segundo libro, Hermosos y malditos, para recuperar, en cierto modo, el favor de la crítica —que no el del público— con El gran Gatsby. Escribió y publicó aún una última novela de carácter marcadamente autobiográfico, Suave es la noche, y dejó inacabado su último texto, El amor del último magnate. Por el medio quedaron innumerables cuentos, pocos dignos de su autor, la mayoría textos meramente alimenticios, necesarios para pagar las facturas del hospital psiquiátrico de su mujer Zelda y la universidad de su hija, pero carentes muchas veces del suficiente vigor creativo. Nos dejó aún divertimentos como El crucero de la chatarra rodante, un canto a la libertad que había traído la llegada del automóvil y que relata el viaje hecho por la pareja en un viejo Marmon cupé desde Westport hasta Alabama, tierra natal de Zelda, escrito para la revista Motor, cuando el autor aún permanecía en estado de gracia.

2. Esplendor y decadencia de la pareja dorada

 

Francis y Zelda FitzgeraldLa vida de este autor aparece indisociablemente ligada a la relación con su mujer Zelda. La historia del matrimonio Fitzgerald puede hacernos recordar inicialmente el argumento de un film hollywoodense o de un cuento de hadas. Dos jóvenes americanos genuinamente apasionados (nadie puede discutir esta verdad tras la lectura de sus cartas), rubios y bellos, esnobs y divertidos, que se transformaron en la pareja de moda entre la beautiful people de los años veinte. Él, un joven de clase media de St. Paul (Minnesota), de familia católica de origen irlandés. Ella, una chica rica y algo alocada del sur (Alabama), hija de un juez, la belleza codiciada por todos los jóvenes de la ciudad. Los dos vivieron (y bebieron) intensamente, primero en la capital del sueño americano, Nueva York, y después de la obligada fuga a Europa, en los escenarios del París vibrante de entreguerras y del paraíso estival y dorado de la Costa Azul. Eran, como uno de ellos dijo en una de sus cartas,«muy jóvenes y muy irresponsables» [2], y fueron simultáneamente cronistas y fetiches de una época de excesos, frívola y, por veces, ingenuamente encantadora —los locos años veinte, la edad del jazz, del charleston y de la flapper, el nuevo estereotipo de mujer moderna y atrevida, pero también de la ley seca y del imperio de la mafia—, ocupando las secciones de ecos de sociedad de los periódicos con sus excentricidades, siempre debidamente regadas con el imprescindible exceso etílico: baños en fuentes públicas, fiestas privadas interminables organizadas en su casa de Long Island, enfrentamientos con la policía, la aparición de ella bailando charleston encima de la mesa de un restaurante, o de los dos viajando por las calles de Nueva York de pie sobre el techo de un taxi. Tal como dijo una de sus biógrafas, vivieron su vida «como si de una novela se tratase, en la que los protagonistas fuesen modelo y retrato al mismo tiempo, fruto de su propia invención». [3]

Después, con el súbito y dramático fin del carnaval mundano de la década, provocado por el crack del 29, las máscaras cayeron y sobrevinieron las tinieblas. «Terminaba la orgía más cara de la historia» [4], escribió Scott más tarde. Él se entregó al alcohol, incapaz de remontar una crisis creativa que acabó por instalarse para siempre. Ella, tras varias tentativas de suicidio, fue internada en un hospital psiquiátrico de Suiza, donde dos famosos psiquiatras, Forel y Bleuler, le diagnosticaron esquizofrenia (término que el segundo había acuñado unos años antes), a partir de ese momento, su vida se convirtió en un periplo interminable por diferentes hospitales de Europa y de los Estados Unidos, solo interrumpido por breves salidas para visitar a la familia.

3. Cartas y confesiones de profundis

En 2003 se publicó una edición de los textos epistolares de la pareja, Querido Scott, querida Zelda. Las cartas de amor entre Zelda y F. Scott Fitzgerald [5], que aporta las cartas que intercambiaron desde la época del noviazgo hasta la muerte del escritor, en 1944. Nos deparamos en este libro con que la mayoría de las cartas de Zelda fue escrita en los sucesivos hospitales psiquiátricos donde estuvo internada, primero en Europa (en la Clínica Les Rives des Pranguins en Nyon, Suiza, donde trabajaban Forel y Bleuler) y, posteriormente, en los Estados Unidos (Clínica Henry Phipps de la Universidad John Hopkins y el Hospital Sheppard y Enoch Pratt, los dos en Maryland, y, finalmente, en el Hospital Highland de Carolina del Norte). Estas cartas nos permiten comprender, de primera mano, las aristas de una relación compleja, en la que hubo, además de pasión, algunas infidelidades con sus respectivos episodios de celos, y mucho de rivalidad destructiva, con algunas dosis de probable vampirización.

La visión que prevalecía hasta hace poco nos pintaba un retrato bastante siniestro de Zelda, en el cual se destacaba la rivalidad que ésta sentía por el talento creativo del marido, sin embargo la crítica feminista, que ha hecho un esfuerzo en las últimas décadas por recuperar la figura y la obra de Zelda —pintora y escritora de cuentos y del texto autobiográfico Save Me the Waltz, escrito durante uno de sus ingresos psiquiátricos—, se ha encargado de poner el foco sobre algunos aspectos menos destacados hasta ahora, como fue la frecuente apropiación por parte de Scott de materiales escritos por Zelda para elaborar sus propios textos.

Otra lectura que se torna imprescindible para entender esta tormentosa y ambivalente relación es el famoso libro El Crack-Up [6], una colección de textos de marcado contenido autobiográfico, donde podemos encontrar el homónimo y famoso stripstease literario del autor, ejercicio metaliterario y de autoanálisis, suerte de catarsis por veces impúdica y descarnada, que da título al libro, y en el que Scott Fitzgerald aborda sin tapujos la crisis depresiva y el vacío creativo que surgieron en él tras el derrumbe de su matrimonio, la aparición de la enfermedad psiquiátrica de la mujer, y su gradual deterioro físico y psíquico, resultado de sus graves problemas de dependencia alcohólica.

Otras ediciones de The Crack-Up se abren con un texto —que no aparece en la edición española— cuyo primer párrafo condensa el conflicto nuclear de este escritor de raza, perdido en el vórtice de la vida mundana e incapaz de encontrar una salida para su problema con la bebida: «La historia de mi vida es la historia del conflicto entre una irresistible necesidad de escribir y un conjunto de circunstancias que me disuadían de hacerlo» [7]. Parece difícil describir mejor en pocas palabras el desasosiego del novelista, resultante de la lucha interior entre la búsqueda del necesario ensimismamiento, imprescindible para la labor solitaria del creador, y los múltiples atractivos ejercidos por la vida mundana.

4. Alcohol y rivalidades destructivas

Han sido objeto recurrente de discusión los factores que pueden haber contribuido para el fracaso prematuro de este prometedor escritor, entre los cuales se han destacado el problema de la dependencia alcohólica y la supuesta influencia perniciosa de Zelda.

Para apreciar el significativo peso de la primera, tal vez sea suficiente recuperar el lacónico epitafio etílico que el autor, en un rapto de amarga ironía, imaginó para su lápida: «Estuvo borracho durante mucho tiempo, y después murió» [8]. Vale la pena acaso recordar aquí la intensa y larga relación de amor que tantos intelectuales norteamericanos mantuvieron con el alcohol. Sin salir de la conocida como “generación perdida”, encontramos, además de Scott Fitzgerald, los nombres de Faulkner, Steinbeck y Hemingway; pero la lista de escritores norteamericanos subyugados por la musa alcohólica sería interminable: Edgar Allan Poe, Jack London, Raymond Chandler, Dashiel Hammet, Jack Kerouac, Tennesse Williams y Truman Capote, entre otros. Y esto por no hablar de otras áreas artísticas, como es el caso de los pintores del expresionismo abstracto de posguerra.

Sobre la influencia de Zelda en la obra de Scott, a ella le ha sido atribuida sistemáticamente la responsabilidad —hemos de reconocer, coincidiendo en esto con las opiniones procedentes de la crítica feminista, que esta idea fue defendida en especial por autores de sexo masculino— de empujar al marido hacia el mundo de las fiestas y de los gastos excesivos, estimulando el consumo de bebidas alcohólicas y la escritura de textos cortos que les permitiesen obtener beneficios económicos rápidos. Hemingway, que no soportaba a Zelda, traza en su libro autobiográfico París era una fiesta [9] el retrato implacable de una Zelda infiel y castradora, a quien considera la principal responsable del fracaso del escritor, debido en parte a la envidia que tenía de las dotes artísticas de su marido, contribuyendo de forma activa a la destrucción de su carrera artística. Hemingway sostenía además que Zelda seducía a otros hombres con el único objetivo de provocar los celos de Scott, manteniendo a éste en un estado permanente de inseguridad sobre su capacidad para satisfacerla sexualmente. No obstante, tal vez haya sido Scott quien más se ha aproximado a la verdad de esta relación, cuando en un rapto de honestidad y lucidez afirmó: «Cada uno de los dos se ha arruinado a sí mismo, y nunca he creído con firmeza que nos hayamos arruinado mutuamente» [10].

Otro compañero de generación, el descendiente de azorianos John Dos Passos, en sus memorias Años inolvidables, evoca el encanto irresistible que ejercía la pareja: «Emanaba de ellos algo así como un aura de dorada inocencia y además los dos eran increíblemente bien parecidos» [11], si bien destaca, al mismo tiempo, la extraña sensación de fragilidad y desequilibrio que transmitía Zelda: «El mismo día que nos conocimos me tropecé con aquella fisura de su mente que tendría después tan trágicas consecuencias. Aunque Zelda era realmente adorable, había topado con algo que me asustó y me repelió, incluso físicamente» [12].

5. De los trazos de la vida en la obra

Es un hecho conocido que Scott Fitzgerald, acusado por Hemingway de cierto exhibicionismo impúdico, dejó dispersas conscientemente por sus libros huellas de su recorrido vital, que nos pueden auxiliar en nuestra comprensión de su vida. Dice Bloom que «el sueño americano fue el mito nacional americano del siglo XX y Fitzgerald fue su oficiante principal y el gran satírico de este sueño, convertido en pesadilla» [13], y se está refiriendo con ello, claro está, a Jay Gatsby, protagonista de su novela más famosa, que buscó, siempre según Bloom, «lo que todos los monomaníacos estadounidenses, ficticios e históricos, han buscado: riqueza, amor, un hogar y un lugar en la sociedad» [14].

En la novela se nos describe la historia de Gatsby: somos testigos de sus orígenes humildes, su apasionamiento y fascinación por Daisy y el mundo sofisticado de los ricos, la humillación que sufre cuando ella decide casarse con otro hombre más rico, y su lucha decidida para transformarse rápidamente en un millonario, para lo cual no duda en usar para ello medios ilícitos, con el único objetivo de reconquistar a la mujer amada. Una vez alcanzada la riqueza, siguiendo un plan lentamente gestado, compra una mansión rutilante situada al otro lado de la bahía, enfrente de la casa donde ella vive, y allí organiza fiestas fantásticas y multitudinarias para atraerla. Su sueño acaba, como es conocido por todos, con su cadáver fluctuando sobre la superficie de la piscina de su mansión (así comienza, desconocemos si por simple coincidencia, la película El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder).

The great Gatsby - El gran Gatsby¿Y cuál fue el sueño de Francis Scott Fitzgerald de St. Paul, Minessota? Tal vez el mismo sueño de Gatsby: el sueño de ser famoso, rico y eternamente joven. Sabemos que Scott vivió durante su infancia en una casa situada en la parte pobre de la avenida más suntuosa de la ciudad, y tal vez por ello le acompañó toda la vida la sensación de ser un chico pobre entre ricos. Ese mismo sueño de notoriedad y riqueza fue el que lo empujó a la Universidad de Princeton (aunque nunca consiguiese acabar los estudios), y a alistarse como voluntario para participar en la Primera Guerra Mundial. No llegó a atravesar el Atlántico, pero fue gracias al uniforme de alférez, en un baile organizado en 1918, en Montgomery (Alabama), que aquel chico de Minessota, de origen más bien humilde, conquistó a Zelda, la chica más popular de la ciudad. tal como Gatsby conquista con su uniforme a la liviana e insustancial Daisy.

Scott escribió ese día en su diario:«Septiembre de 1918: el día 7 me enamoré»[15]. Aquel chico provinciano procedente de una familia de clase media, golpeada por el desastre financiero, probablemente se vio abrumado por un sentimiento de inferioridad frente a aquella exuberante y rica reina sureña de las fiestas. A través de los ojos de Gatsby podemos comprender el deslumbramiento que Scott pudo sentir la primera vez que vio a Zelda:

«Le pareció extraordinariamente deseable. Primero visitó su casa con otros oficiales de Camp Taylor, y más adelante lo hizo solo. La casa le llenó de admiración: no había estado nunca en otra tan hermosa. Pero lo que realmente le hacía contener el aliento era que Daisy viviera allí: para ella la casa tenía tan poca importancia, como para él su tienda cuando iba de acampada. Había en todo ello un misterio lleno de significado, una alusión a la existencia, en el piso alto, de dormitorios más hermosos y más cómodos que otros dormitorios, de actividades luminosas que tenían lugar en sus corredores, y de historias románticas que no eran cosas del pasado, arrinconadas en un armario con un poquito de espliego, sino realidades palpitantes llenas de vida y en íntimo contacto con resplandecientes automóviles recién estrenados y con bailes cuyas flores apenas habían empezado a marchitarse. También le complacía que a Daisy la hubiesen amado ya muchos hombres: eso aumentaba el valor que tenía a sus ojos». [16]

Según parece, al principio, Zelda y sus padres no fueron muy entusiastas de esta relación, ya que el joven Scott no dejaba de ser un artista en ciernes, que no ofrecía garantías mínimas en términos económicos, además de manifestar ya por aquel entonces una preocupante tendencia a los excesos alcohólicos. Fue, al parecer, el éxito alcanzado con la primera novela, A este lado del paraíso, lo que modificó substancialmente la situación y lo que decidió a Zelda a casarse con Scott en la catedral católica de St. Patrick, en Nueva York, aunque sin contar con la presencia de los padres en la boda. Para Scott, su matrimonio con ella representaba, de hecho, casarse en la vida real con una flapper, una de aquellas heroínas alocadas y atrevidas que más tarde poblarían sus libros. «Me he casado con la heroína de mis novelas» [17], reconoció en una entrevista.

Volviendo a las palabras de Gatsby, descubrimos su fascinación por el mundo de los ricos, la misma fascinación infantil que Scott sentía por ellos: «Tuvo una abrumadora conciencia de la juventud y del misterio que la riqueza aprisiona y conserva, de la lozanía que proporciona un guardarropa bien surtido, y de su amada, que resplandecía como la plata, segura y orgullosa, muy por encima de las feroces luchas de los pobres» [18]. Por su lado, en una carta al marido, Zelda escribe:«Quiero que me lleves de adorno, como un bonito reloj o como una flor en el ojal ante al mundo» [19]. Como describe Stronberg «la necesidad de sentirse admirada de ella era tan fuerte como el deseo de notoriedad de él» [20]. Él codiciaba alcanzar cuanto antes el resplandor del éxito y ella ser el centro de atención de una vida social frenética y rebosante de estímulos y excitaciones, pero desde el inicio ambos fueron conscientes de que la relación estaba condenada a no funcionar bien.

Tras la boda, después de cambios continuos de vivienda, la pareja se establece finalmente en Long Island (Nueva York), ciudad que tenía entonces, como él rememoró más tarde, «toda la iridiscencia del comienzo del mundo» [21], y donde los dos se sintieron «como niños pequeños en un grande y luminoso establo inexplorado» [22]. Arrastrados por la notoriedad alcanzada, se embarcaron en el banquete interminable del que ya hablamos, aderezado por los excesos etílicos y las escenas de celos, y caracterizado por un derroche incontrolado que les condujo a acumular deudas crecientes, que a su vez obligaban a Scott a escribir textos breves que publicaba fácilmente en revistas y periódicos de la época.

El 26 de octubre de 1921 nace la única hija del matrimonio, Scottie, y el padre orgulloso escribe en su diario el siguiente comentario de Zelda: «Espero que sea bella y alocada, una pequeña belleza loca» [23], palabras que más tarde Scott pondrá en boca de Daisy Buchanan, enEl gran Gatsby.

familiaLa pareja decide iniciar en 1925 el obligado tour por Europa, empujados, en parte, por la incapacidad para mantener el nivel de vida, y atraídos por los precios más razonables que la vida europea ofrecía a un matrimonio americano de la época. Ya en Europa, las borracheras continúan repitiéndose con regularidad, creándoles situaciones difíciles, como las dos veces en que Scott acabó durmiendo en las celdas de cárceles parisinas. A París le siguió la Riviera francesa, donde exhibieron bronceado y juventud, encantando a la fauna variopinta de escritores, compositores, aristócratas exiliados y millonarios que habitaba, en esa época, el litoral francés, entre los cuales estaban Picasso, Cole Porter, Rodolfo Valentino, Isadora Duncan y Dorothy Parker. Sin embargo, a pesar de la seducción que provocaban, no pasaban desapercibidos para nadie los continuos desajustes y excesos etílicos de la pareja. Entre otros, en una crisis de furia y celos provocada por el juego de seducción que la bailarina Isadora Duncan mantuvo durante una noche de fiesta con Scott, Zelda se arrojó de cabeza por unas escaleras. En otra fiesta, organizada por un matrimonio de amigos millonarios americanos, Scott, más borracho de lo habitual, se dedicó a tirar todos los ceniceros contra las paredes del cuarto. En otra fiesta, esta vez sin motivo aparente, decidió romper la vajilla de los anfitriones.

De regreso a París, en 1929, Zelda comienza a presentar los primeros síntomas de perturbación mental, intentando despeñarse con su coche por un precipicio, en aquella que fue su primera tentativa de suicidio. Tras una nueva tentativa, se suceden las crisis de pánico, los episodios de despersonalización, las alucinaciones auditivas y los delirios místicos, que determinan finalmente su ingreso en la Clínica de Malmaison de Paris, a los treinta años de edad. Más tarde, como consecuencia de los delirios místicos llegaría a afirmar que recibía mensajes directos del profeta Jeremías, y pasaba por épocas en que sólo se vestía con ropas blancas y asustaba a las visitas al insistir en arrodillarse y rezar con ellas. Scott incorporó la vivencia de la enfermedad de Zelda en su último libro publicado en vida, Suave es la noche, cuyo protagonista es un psiquiatra apasionado y casado con una de sus pacientes, una pareja desequilibrada y en proceso de desintegración tostándose al sol de la Riviera francesa: era la evocación del fin de una época.

6. El poeta del falso brillo del sueño americano

Los editores del libro de cartas Querido Scott, querida Zelda, en un juicio que para muchos tal vez resulte atrabiliario y demasiado severo, consideran que «la pareja se erigió en símbolo de los excesos materiales y de la corrupción moral de los años veinte, al mismo tiempo que las obras de Scott lanzaban un profético juicio admonitorio contra el periodo» [24]. No cabe duda que él contaba con una sensibilidad especial para captar el espíritu y el falso brillo de la época, pero supo también ser su poeta elegíaco al describir con coraje el ocaso de la misma en Suave es la noche.

Zelda FitzgeraldSin pretender emitir juicios morales, sí es posible afirmar que los Fitzgerald forman parte de ese tipo de seres que parecen creados para habitar eternamente un paraíso imposible de juventud perpetua, un mundo luminoso y lúdico, libre de responsabilidades, reino del goce y del exceso. Para ellos, el mundo adulto es vivido como un exilio insoportable: «No quiero ver cómo me convierto en vieja y fea…, tendremos que morirnos a los treinta» [25], escribe Zelda en una de sus cartas. Resulta extraño ver las últimas fotografías de nuestro escritor: un joven que se nos antoja avejentado contra su voluntad, disfrazado de adulto, usando un bigote que parece postizo. La vida de la pareja debería haber permanecido congelada en una instantánea perfecta: un verano perpetuo en la Costa Azul, bendecidos por el éxito literario, exhibiendo encanto y cuerpos bronceados durante el día, gozando del banquete etílico por las noches, con los fantasmas de la enfermedad, el fracaso y la pobreza alejados para siempre. «En invierno, iremos en un pequeño vagón rosa / con cojines azules. / Nos sentiremos bien. Un nido de besos locos descansa / en cada rincón mullido. / Tú cerrarás los ojos para no ver, por la ventana / gesticular las sombras de las tardes, / esas monstruosidades ariscas, populacho / de demonios y lobos negros» [26] bromeaba Rimbaud en su Ideal para el invierno: días eternos de vino y rosas.

Pero la pareja no consiguió conjurar los demonios durante mucho tiempo. Él murió a los 44 años de edad, arruinado, guionista fracasado contratado por la Metro-Goldwyn-Mayer, tras haber sufrido tuberculosis y un doble infarto de miocardio. Ella, algunos años más tarde, en un incendio ocurrido en el hospital donde permanecía ingresada. En los oscuros y perturbadores años cuarenta, poco sensibles al espíritu hedonista de la década de los veinte, casi nadie se acordaba de ellos.

Aunque desde la perspectiva actual pueda resultar ridículo, los libros de Scott Fitzgerald fueron incluidos en la lista de libros prohibidos por la Iglesia Católica, y fue éste el motivo que adujeron las autoridades de la iglesia católica de St. Mary de Rockville (Maryland) cuando él murió, para negarle el reposo eterno en el panteón familiar. Solo treinta y cinco años después, en 1975, la Archidiócesis Católica de Washington anuló la decisión anterior, y los restos de los Fitzgerald fueron trasladados para el cementerio de la iglesia de St. Mary. En la lápida donde hoy reposan los restos de Scott y Zelda podemos leer inscrita la última frase de El gran Gatsby:«Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado». [27]

tumba francis scott Fitzgerald y ZeldaPero en el El Crack-Upencontramos otra frase que podría servir como epitafio alternativo, el autoanálisis doliente de un hombre fracasado: «Pago un buen seguro de vida, pero la verdad es que he gobernado mal la mayor parte de las cosas que me cayeron en las manos, inclusive el talento». [28]

En 1913, Konstantino Kavafis, el gran poeta hedonista de Alejandría, en una tentativa de aviso a navegantes, abordó en su poemaCuanto puedas los peligros que los cantos de sirena de la vida mundana pueden traer para el creador. La primera edición completa de su poesía no fue publicada hasta 1935. No sabemos si Scott Fitzgerald tuvo la oportunidad de leerlo:

Si imposible es hacer tu vida como quieres,

por lo menos esfuérzate

cuanto puedas en esto: no la envilezcas nunca

en contacto excesivo con el mundo,

con una excesiva frivolidad.

No la envilezcas en el tráfago inútil

o en el necio vacío

de la estupidez cotidiana,

y al cabo te resulte un huésped inoportuno. [29]

 Notas

1. Bloom H (2005): Genios: Un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares. Anagrama. Colección Argumentos. Barcelona.

2. Bryer JR, Barks CW eds. (2003): Querido Scott, querida Zelda. Las cartas de amor entre Zelda y Scott Fitzgerald. Lumen. Barcelona. p.93.

3. Stromberg K (2001): Zelda y Francis Scott Fitzgerald. Muchnik Editores. Barcelona. p.8.

4. Bryer JR, Barks CW eds., op. cit.,  p.21.

5. Ibidem.

6. Scott Fitzgerald F (2003): El Crack-Up. Anagrama. Barcelona.

7. Scott Fitzgerald F (2005): A Fenda Aberta. Assírio & Alvim. Lisboa. p.17.

8. Ibidem., p.104.

9. Hemingway E (1983): París era una fiesta. Seix Barral. Barcelona.

10. Stromberg, K, op. cit., p.107.

11. Dos Passos J (2006): Años inolvidables. Seix Barral. Barcelona. p.196.

12. Ibidem., p.199.

13. Bloom, Harold, op. cit., p. 752.

14. Ibidem.

15. Bryer JR, Barks CW eds., op. cit., p.43.

16. Scott Fitzgerald F (2009): El gran Gatsby. Alfaguara. Madrid. pp. 186-187.

17. Stromberg, K, op. cit., pag. 9.

18. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby, pp.187-188.

19. Bryer JR, Barks CW eds., op. cit., p. 61.

20. Stromberg, K, op. cit., p. 32.

21. Scott Fitzgerald, F, El Crack-Up, p. 42.

22. Scott Fitzgerald, F, El Crack-Up, p. 46.

23. Bryer JR, Barks CW eds., op. cit., p.110.

24. Ibidem, p. 50.

25. Ibidem., p. 85.

26. Rimbaud, A (1995): Poesías y otros textos. edición bilingüe. Hiperion. Madrid. p. 143.

27. Scott Fitzgerald F, El gran Gatsby, p. 226.

28. Scott Fitzgerald F (2003): El Crack-Up. Anagrama. Barcelona.

29. Kavafis, K (1986): Poesía. Hiperion. Madrid. p. 54.

Lectura de apoyo

Sklar, R (1974): Francis Scott Fitzgerald, el ultimo Laoconte. Barral Editores. Barcelona.

 

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‘Alexander’, de Klaus Mann: la tradición homoerótica clásica

Facundo Nazareno Saxe

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
(FaHCE-UNLP). CONICET

¿Cuál puede ser la razón para que Klaus Mann construya una novela con Alejandro Magno como protagonista? Este trabajo busca responder en alguna manera a esta incógnita. No es una novela única dentro de la obra del autor alemán. Existen tres textos que se encargan de brindar una versión personal de personajes históricos de diferentes períodos: La ventana enrejada, que se encarga de ficcionalizar los últimos días de Luis II de Baviera; Sinfonía Patética, que toma al compositor Luis Tchaikovsky; y Alexander, con su versión de la vida del emperador macedonio. Estos tres textos conforman un ciclo de novelas que brindan una suerte de “nueva” o “no canónica” versión acerca de la vida de sus protagonistas.

El surrealismo es un elemento clave en la construcción de la narrativa klausmanniana, Klaus conoce el movimiento surrealista desde sus inicios, a través de su relación con el poeta francés René Crevel. El autor alemán nunca se consideró surrealista, pero está en Paris en el momento de mayor exposición del surrealismo.

Luego de un comienzo escandaloso en su carrera literaria, con obras como Der fromme Tanz y Anja y Esther, el autor se atempera en Kindernovellen, donde el homoerotismo no está presente más que en alguna reflexión de uno de sus protagonistas. [1] Luego vendrán los ya mencionados textos del ciclo de personajes históricos. El homoerotismo está presente desde el inicio de la obra Klaus Mann, pero es gracias al creciente influjo surrealista que él encuentra un abordaje del tema liberador y sin represiones; que se logra, principalmente, en la evolución que se atestigua desde sus obras iniciales a las relaciones homoeróticas ficcionalizadas en la novela Der Vulkan.

La libertad surrealista le da herramientas para poder abordar la homosexualidad sin prejuicios. Pero no es el surrealismo la única influencia liberadora, es imposible dejar de lado la figura de André Gide. La influencia de Gide es decisiva en el caso de Klaus Mann, quien fue amigo del premio nobel francés y lo consideró su “padre literario”. El autor alemán dejó plasmada su admiración y su relación con el mismo en la obra André Gide y la crisis del pensamiento moderno.

Klaus MannKlaus Mann abogó por los derechos de los homosexuales y en su artículo “Homosexualidad y fascismo” nos brindó su posición respecto al homoerotismo como una manifestación de la naturaleza a la que define como “un amor como cualquier otro, ni mejor ni peor. Con tantas posibilidades de lo sublime, enternecedor, melancólico, grotesco, bello o trivial, como el amor entre un hombre y una mujer” (Mann, “Homosexualidad y fascismo”).

En cuanto a Alexander, la novela retoma la figura del emperador Alejandro, respetando los hitos históricos de su vida y la mayoría de personajes que lo rodearon. Pero esto es todo lo que encontramos en referencia a veracidad histórica, Klaus Mann reconstruye la vida de Alejandro Magno desde su propia perspectiva, consolidando una operación que se desarrolla en otras obras de su narrativa. Como ya he dicho, Klaus Mann construye un personaje alejado de la “supuesta” verdad histórica, Alejandro en la novela de Klaus Mann no ama a las mujeres (“Yo no me acuesto con mujeres”, [Mann, 2005: 152]). Alejandro ama a Clito, Hefestión y Bagoas, entre otros, siendo estos tres personajes la cara visible de su amor por otros hombres. Él es un nuevo Aquiles, con un nuevo Patroclo-Hefestión a su lado, un rey que “era el hijo secreto de Helios y Zeuz” (Mann, 2005: 81).

¿Qué está ocurriendo en esta novela? Klaus Mann está construyendo un personaje homosexual y lo coloca en un universo totalmente masculino, donde los personajes femeninos serán masculinizados (el caso de Olimpia o Roxana, la esposa amazona de Alejandro).

Alejandro fundará un imperio, querrá el saber absoluto y en su periplo se transformará en el ser que aborrecía, su padre. Existe un juego muy interesante con la identidad de Alejandro, el rey es visto con la apariencia de otros personajes, se le asimilan rasgos paternos cuando su decadencia se acrecienta, y es libre sólo cuando logra ponerse en la piel de su amado Hefestión.

El amor de Alejandro será en todo momento homoerótico, desde su adolescencia y su intento de seducción de Clito hasta su relación final con el andrógino Bagoas y su encuentro con el Ángel de la armonía, un encuentro teñido de homoerotismo y elementos oníricos que conforman una suerte de raíz de construcciones híbridas surrealistas que se encontrarán luego en la novela Der Vulkan, este ángel es un antecedente claro del ángel de los emigrados, presente en la nombrada novela.

El eros homoerótico presente en Alexander no desaparecerá en ningún momento, el Alejandro construido por Klaus Mann es homosexual y no hay ambigüedad ni silencio en su conformación como personaje, ni en su no consumado casamiento con la reina amazona Roxana ni en la confusa situación en la que la reina Kandake lo introduce en el mundo de las drogas. Alejandro no duerme con mujeres, las mujeres son su madre y son las constructoras de un mundo que fue destruido por el principio machista, por su padre Filipo (que como principio machista del mundo es arrasador y destructor de ese mundo femenino y también del mundo de Alejandro, el mundo homoerótico, como ocurre en el caso del joven Pausanias, que finalmente será el ejecutor del padre-monstruo de Alejandro).

Es innegable que Klaus Mann ofrece un Alejandro Magno homosexual, enmarcado en un mundo de condiciones homoeróticas, como lo ilustra el ejemplo de la introducción de la leyenda de Gilgamesh, una versión que retoma los elementos más homoeróticos de la misma. El autor está consolidando una operación que realizó en vida con su trilogía de novelas que abordan personajes históricos.

Con estas novelas Klaus Mann toma personajes históricos discutidos, sobre todo respecto a su sexualidad. Él los construye como homosexuales, como hombres que vivieron una vida homosexual y nunca la negaron. Klaus Mann está construyendo su tradición, está tomando los personajes históricos que tuvieron una suerte de “duda razonable” respecto a su sexualidad, personajes que él puede retomar para construir una imagen de gran pasado homoerótico. Está construyendo su mundo literario con los hombres que marcaron el eros homoerótico como una realidad posible. Klaus Mann elude las discusiones y los coloca como seres capaces de amar a otros hombres, con tragedia y normalidad, una suerte de contradicción clara, pero sin marginalidad: no hay alteridad en Luis II, Tchaikovsky o Alejandro, sobretodo en este último, en el que su mundo es un mundo de jóvenes guerreros que se aman unos a otros. La pareja Alejandro-Hefestión es la pareja reinante, son los nuevos Aquiles y Patroclo, es el reinado de un emperador homosexual que no niega su homoerotismo.

Algo similar ocurre en la novela sobre Piotr Tchaikovsky [2], el matrimonio y su única “novia” son errores catastróficos en la vida del compositor. El autor se aleja de la supuesta intención histórica del músico y nos acerca su propia posición acerca de la vida amorosa del mismo. En la novela, Piotr, de la mano del adolescente Apukhtin descubre su verdadera naturaleza, y es en sus palabras que la reconoce:

 Nunca amaremos a las mujeres… ¡Promételo, Pierre! Es estúpido amar a las mujeres, no es cosa para nosotros; es para los burgueses que quieren tener hijos. Nosotros no transformamos el amor en un negocio tan burdo. Nosotros amaremos sin un fin… debemos amar sin una finalidad… (Mann, Klaus 121).

 Klaus MannKlaus Mann reescribe la historia para acercar al compositor a un homoerotismo alejado de la versión histórica, [3] y lo acerca más a una vida homosexual menos conflictiva y de mayor naturalidad. En la novela, Piotr no niega sus impulsos homoeróticos, los acepta y vive con ellos hasta el final de sus días. De modo tal que Klaus Mann rescribe la vida del compositor ruso para acercarla a su visión de un homoerotismo positivo y alejarla de la visión biográfica.

Tanto en Alexander como en otras novelas la alteridad es elidida, ya que el otro se convierte en lo dominante en su universo narrativo, se pierde la noción de un lugar otro para sus personajes. Un ejemplo que ilustra esta apreciación se encuentra en la novela que significa la culminación de su evolución literaria, El volcán. En esta obra se construye una sociedad de emigrados en la que no hay rasgos de alteridad, ya que la totalidad de los emigrados son “los otros”. Por lo tanto no se manifiesta conflicto porque la alteridad es lo dominante en este grupo. De modo tal que “el otro” sería uno más dentro del grupo de desarraigados. Una situación similar ocurre con el mundo de guerreros helénicos que constituye el universo de la novela Alexander. El universo de esta novela no ve con ojos negativos la homosexualidad del emperador ni su vida junto a Hefestión. Por eso, el homoerotismo de los personajes es un rasgo natural dentro de un universo que define a la alteridad como dominante del mismo.

Klaus Mann retoma una operación común a muchos escritores que tratan el tema del eros homoerótico, construye una tradición mundial desde la que proyectar su mundo narrativo. Él consolida la tradición homoerótica que retoma la antigüedad grecolatina como un paraíso perdido homosexual. [4]

Esta construcción de una tradición que rescata figuras del pasado histórico mundial para colocarlas en una suerte de árbol genealógico homosexual se consolida durante el siglo XX, durante el cual escritores de las más variadas vertientes abordan el tema gay y construyen un pasado homoerótico de sus creaciones. Las obras de autores como Klaus Mann, André Gide, Oscar Wilde, Paul Verlaine, E. M. Forster, Luis Cernuda, W. H. Auden, Christopher Isherwood, entre muchos otros, consolidan una tradición que tiene al homoerotismo como eje o punto de contacto de las mismas. Estos escritores serán, a su vez, retomados por generaciones posteriores a la liberación y la lucha de los derechos homosexuales en los años 70. Una vez consolidados estos movimientos, se abordará el tema gay desde una perspectiva revisionista que buceará en los escritores que a finales del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, se encargaron de construir una tradición gay moderna y consolidar una tradición homoerótica clásica con sus raíces en la idea de un pasado grecolatino homoerótico.

Para terminar quisiera decir que en Klaus Mann, la evolución de su obra literaria se manifiesta como una expresión de la libertad de su conciencia y una búsqueda de identidad que se consolida alrededor del homoerotismo como un tema recurrente que fundará las bases de una futura tradición literaria de temática gay.

Referencias Bibliográficas

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[1] ¿Qué podía contestar Christiane? Él también hablaba, con naturalidad y desenfado, de perversiones eróticas que le parecían condenables. Y a duras penas podía parar de reír cuando ella demostraba no saber lo que era un travestido. Con frecuencia se irritaba porque ella llamaba ‘anormal’ el amor homosexual, comparándolo con el amor entre hombre y mujer. Tendía a volverse hiriente cuando ella le contradecía. (Mann, Klaus, pp. 66-67)

[2] En Sinfonía Patética… Klaus Mann nos ofrece su visión acerca del vida del compositor Piotr Ilich Tcahikovsky. La novela se articula como un racconto de los sucesos principales de la vida del músico, pero sin pretensiones de veracidad histórica

[3] “Es llamativo la reconstrucción que se hace del personaje histórico que lo aleja de la idea generalizada por la historia: El amor unió a Tchaikovski, de cincuenta y tres años, con un joven de veintidós, que era su sobrino. Este amor no podía ser vivido. El medroso y doblegado músico había temido al escándalo durante toda su vida. Hubo matrimonio, sobre todo, porque Tchaikovski era medroso y conservador” (Mayer, : 233).

[4] Una visión que, finalmente, se aleja bastante de la supuesta tolerancia que existió respecto a la homosexualidad en el pasado grecolatino, que no ofreció un criterio uniforme respecto a la homosexualidad.

 

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Juan Marsé. La potestad de narrarse

Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé

A Josep Maria Cuenca le «pareció un extraño y raro privilegio poder escribir la biografía de uno de mis escritores predilectos estando él, además, todavía en este mundo» y consideró un «escándalo cultural» que nadie hubiera pensado antes en hacer lo que se disponía a empezar. Ambos confirman la impresión de que todos los que han escrito sobre Juan Marsé lo han hecho por un movimiento irreprimible de simpatía y por una íntima convicción de que esa decisión les implicaba como lectores, tanto o más que como críticos: un sentimiento de complicidad, en definitiva, que podría definirse como la primera nostalgia de lo que en su día fue un gozoso deslumbramiento.

A Cuenca le ha llevado mucho tiempo completar una excelente y completa indagación que alcanza casi las setecientas páginas de tupida tipografía. Pensó en escribirla en 2006, la inició dos años después y la concluyó en 2014, aunque parece que ya la dio por rematada a finales de 2011, cuando el biografiado publicó Caligrafía de los sueños, que «recibió comentarios elogiosos pero no demasiado entusiastas», como hace notar su exégeta con bastante razón. A lo largo de esos años ha leído todo lo publicado por Marsé y casi todo lo inédito, ha revisado con mucho tino la recepción de su autor por la crítica militante (aunque apenas ha tocado el lado más académico de la bibliografía, que lo ha habido y no siempre es materia inerte) y lo ha preguntado todo: a los familiares del autor, a sus amigos, a sus editores y, sobre todo, al propio Marsé, quien ha puesto a su disposición sus papeles personales. De esa experiencia, algo, incluso mucho, ha quedado dentro del biógrafo: a Cuenca se le ha pegado el descaro, mitigado por la sorna, del escritor y su afición por los adjetivos insólitos y fulgurantes, más certeros que propiamente exactos. Lo admira e, inevitablemente, ha tomado partido por su héroe en las pugnas literarias con sus colegas, en las rebatiñas de un premio literario, en muchos de sus repudios morales y, sobre todo, en la defensa de su independencia como escritor y en la de los derechos sobre su obra. No ha sido una mala decisión.

Batallas literarias

Seguramente, Marsé y su biógrafo llevan razón cuando conocemos por menudo los secretos de las votaciones que impusieron Últimas tardes con Teresa sobre La traición de Rita Hayworth, del argentino Manuel Puig, en la reñida final del Premio Biblioteca Breve de 1966, una ocasión que sirve para retratar la astucia de Josep Maria Castellet, el empecinamiento de Juan Goytisolo y las vacilaciones de su hermano Luis (ambos defensores del libro de Puig), e incluso para sembrar la sospecha sobre el artículo de Mario Vargas Llosa en Ínsula, «Una explosión sarcástica en la novela española», que a lo mejor no fue tan encomiástico como nos pareció a los que leímos aquel texto cuando teníamos veinte años. Es evidente que fue Barral (y a corta distancia, Jaime Gil de Biedma) quienes quisieron el reconocimiento de su protegido, pero este sabía muy bien que merecía el premio.

Años después, también resulta muy cierto que el guión que Víctor Erice hizo sobre el texto de El embrujo de Shanghai (titulado La promesa de Shanghai) es una obra maestra, que la película de Fernando Trueba dista mucho de la calidez y el pulso narrativo de otras suyas, y que la actuación del productor Andrés Vicente Gómez no fue la más apropiada en el largo proceso. El conflicto aplazado y los rencores estallaron, diez años después, en unas lamentables declaraciones del productor —al que Cuenca menciona con sus iniciales A.V.G.— con motivo del encargo del guión Canciones de amor en Lolita’s Club y su posterior conversión en película. Pero el lector imparcial no dejará de notar también la escasa determinación de Víctor Erice en la laboriosa gestación del proyecto, que es visible en sus hermosas aunque poco resolutivas cartas, y tampoco añadía mucho a la solución la reacción de gato escaldado (y con razón) que Marsé mantuvo a lo largo de todo el asunto. También tenía razón nuestro escritor cuando se hartó de formar parte del jurado del Premio Planeta y lo cierto es que la indolencia consentidora (y, en algún caso, el franco cinismo) con que sus compañeros premiaban, uno tras otro, bodrios literarios no era plato de gusto para nadie. Pero quizá Marsé —sabiendo que José Manuel Lara era mucho más listo que los jurados que elegía— debió de haberse ido antes o, incluso, no aceptar el encargo.

Nadie crea, sin embargo, que esta biografía solamente clarifica litigios de autoestima o penosos episodios de la coterie literaria, que incluyen, por ejemplo, la legendaria y mutua aversión entre Baltasar Porcel y Juan Marsé, y las pullas de este último a propósito de la «prosa-sonajero» de Francisco Umbral, que este sobrellevó con una paciencia que nada tenía que ver con su habitual soberbia. Cuenca ha leído muy bien el copioso epistolario recibido por el autor y se ha hecho también —retrospectivamente— amigo de los amigos de Juan Marsé. De ese modo, los retratos directos e indirectos que esta biografía nos proporciona de Jaime Gil de Biedma, de Carlos Barral, de Gabriel Ferrater, de Juan García Hortelano o de Ángel González son brillantes, y la recreación de aquel universo de amistad y estímulos mutuos, de confianza, copas y horas de felicidad compartida, ha sido muy bien intuido a partir de numerosos fragmentos de una correspondencia personal de muchos quilates. En otros casos, ha primado la solicitud de información oral que le ha permitido narrar con gracejo episodios de gran interés: este es el caso de la galaxia reunida en torno a Bocaccio (la gauche divine que tuvo su mejor cronista en el mordaz e imprescindible Joan de Sagarra) y del ambiente de la redacción de la revista Por Favor, entre 1974 y 1978, que desdichadamente no parece haber dejado huellas epistolares de importancia. También es un acierto haber agotado las fuentes orales en la reconstrucción —tratada con sentido del humor y fina percepción de matices— del doble origen del escritor, hijo de Domingo Faneca y Rosa Roca, muerta de sobreparto, y adoptado por la pareja formada por Pep Marsé y Berta Carbó. Nada de particular relieve se añade a la historia que el propio autor dio a conocer hace años, pero sí se apunta la imagen de un niño Marsé cuyos primeros años tuvieron más de campesinos que de urbanos, a la vez que se censan con pulcritud los modelos vivos de lo que más tarde sería su imaginación novelesca y se rastrea la perseverante presencia de su familia a lo largo de su vida.

Lo mejor de esta biografía está, sin embargo, en los territorios menos explorados de la trayectoria literaria del autor. El más importante y emotivo, a mi juicio, es la reconstrucción de la formación como escritor de un modesto aprendiz de joyero que, sin embargo, a los veinte años expresaba en las cartas a sus amigos las mismas congojas, frustraciones e ilusiones que llevaría a su primera novela, Encerrados con un solo juguete. Que la casi olvidada escritora catalana Paulina Crusat había ejercido alguna influencia en esa fase de su vida era cosa conocida, pero ahora disponemos de una narración fascinante y ponderada —apoyada en generosas transcripciones del epistolario— de la relación entre un joven «tímido, serio y lacónico», pero no falto de ambición, y una mujer culta y sensible, cuya vida familiar había sido muy dura, pero que encontró tiempo para guiar con afecto y sinceridad los pasos de un escritor en agraz a finales de los años cincuenta. A ella y a la bondad de José Luis Cano, secretario de Ínsula, se debe que la revista le publique su primer cuento pero también que en 1960 encaminara sus pasos a la editorial Seix Barral para entregar el manuscrito de Encerrados con un solo juguete: de aquel encuentro en la «casa oscura» de la calle de Córcega viene todo lo demás. Pero el momento decisivo seguramente estuvo un poco antes, cuando Juan Marsé —y así se lo cuenta a Paulina Crusat— compró una máquina de escribir y la enciclopedia Uteha, viáticos fundamentales de un escritor futuro. Nunca, ni cuando llegó el éxito, Juan Marsé olvidó a su mentora; jamás hizo caso de su consejo de escribir en catalán, pero quizá no echó en saco roto la aprensión de Crusat de que sus escritos primerizos tuvieran «poca inventiva» y demasiada «atmósfera», como mandaban las pautas existencialistas y como cumplía a rajatabla la novela neorrealista española. De hecho, Marsé fue uno de los escritores que con más decisión dinamitó más tarde lo que habían sido sus propias convicciones. Y nada tiene de extraño, por tanto, que haya dedicado a la memoria de Paulina Crusat su última novela, Noticias felices en aviones de papel (2014).

A ese momento inicial pertenece también otro episodio literario que Cuenca ha exhumado: su etapa parisiense y su contacto con las gentes de la editorial Ruedo Ibérico. Fue el propio José Martínez quien encargó a Antonio Pérez y Juan Marsé un libro muy de época: un reportaje narrativo por tierras andaluzas que sería ilustrado con las consabidas fotografías. Del empeño sobrevive un texto de Marsé, Viaje al sur, a medias entre las notas de viaje y la narración elaborada, que, a tenor de los fragmentos que se transcriben, no carece de interés, siquiera sea como representación de una liturgia estético-política de aquellos años. Allí, por otro lado, nació el Pijoaparte, como ahora sabemos.

Juan Marsé

La vida en torno

Pero Marsé nunca fue muy devoto de las liturgias de ninguna especie, lo que tampoco quiere decir que tuviera ni la más ligera contaminación de acracia. Esta biografía ha distinguido con mucho tino lo poquísimo que cabe decir del Marsé militante y lo mucho que puede escribirse del Marsé opinante. Cuenca, que tiene ideas muy claras sobre el bilingüismo natural de Cataluña, ha rastreado las ideas del escritor acerca del catalanismo político y del ventenio pujolista, subrayando su personalísima y fecunda aversión por Pujol, pero también ha inventariado el escepticismo y la mala uva de Marsé a propósito de la política general española: sus resúmenes y observaciones de novelas como Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse, La muchacha de las bragas de oro y El amante bilingüe son excelentes guías para su lectura política.

No es esta, por supuesto, la única lectura que cabe hacer de estos libros ricos en parodias, juegos, enigmas y chistes, porque también son muy reveladores de una musa que siempre mezcla la realidad y la fantasía. En general, el autor se ha atenido a su misión de biógrafo, pero no puede evitar ser un avezado lector de textos. Por eso, echo de menos un mayor desarrollo de la relación con dos autores que cita, al paso, como concomitantes con algunos aspectos y motivos de nuestro escritor: seguramente lo que pueda referirse a Francisco Candel tiene escaso recorrido, a reserva de la presencia de los xarnegos en la literatura que, sin duda, inició el autor de Donde la ciudad cambia su nombre y Los otros catalanes. Mayores posibilidades tiene, sin embargo, la mención de Antonio Rabinad, un escritor autodidacto, espejo de la mala suerte literaria, y cuya novela El niño asombrado se parece, sin duda, a Si te dicen que caí, como Memento mori tiene no poco del Marsé fabulador de Un día volveré y otros relatos posteriores.

La muerte de Rabinad fue uno de los óbitos cuyas penosas noticias jalonan de inquietud los últimos decenios de la vida de Marsé, como sucede a cualquier persona con sensibilidad y que ha cumplido la sesentena. Es un acierto del biógrafo ir trayendo todos a colación a la hora de explicar el mundo reciente del escritor que ya vive con suficiencia de sus regalías literarias, que ha estabilizado y hecho más rutinaria su cotidianeidad y que, cada vez más, escribe por el mero placer de inventar, más atento a la música de la frase, más atrevido también en la emisión de opiniones extemporáneas y más rezongón con muchos hábitos de la vida colectiva. Un texto de hacia 1995 («20 de noviembre de 1975. La muerte de la Bestia») que aquí se exhuma (y que Cuenca no debería haber traducido del catalán originario) recuerda aquel día histórico y cavila melancólicamente que, de todas las esperanzas que se echaron a volar, sólo queda «el borrador de un sueño y mucha mierda». Y piensa que si el felipismo propició una sociedad «imbécil y teleadicta», serán peores los políticos de la derecha cavernícola que traen en andas los periodistas de ABC y El Mundo. Tampoco es mucho más optimista lo que se transcribe del diario del año 2004, único que Marsé llevó con regularidad en toda su vida, y del que se da a conocer algún fragmento sabroso. Y, sin embargo, Cuenca infiere con razón que nuestro autor es un hombre que conoce la felicidad, quizás en la versión más escondida del estoico. Y uno de los aciertos de este libro es haber llevado ese concepto, ese sueño, ese regalo o esa sensación pasajera, al título de su libro. Cabrían otros posibles, pero, en cualquier caso, sería conveniente que llevaran inscrito el nombre de la felicidad.

Creo que ya nadie sostiene en serio que la biografía es un género ajeno a la ciencia literaria y una invitación a incurrir en lo que William Wimsatt y Monroe Beardsley llamaron «falacia intencional», en su libro ya clásico The Verbal Icon (1954). Tal «falacia» es la creencia de que el escritor tiene una intención manifiesta, hija de su experiencia personal y de la vida que le rodea, que impregna su obra y nos proporciona, por ende, las claves para entenderla correctamente. Por supuesto, Wimsatt y Beardsley tenían toda la razón, pero no tienen toda la culpa de las insensateces y vacuidades que luego se han proferido en su nombre. Esta biografía de Marsé, incursa en la «falacia intencional» con plena deliberación, es un libro que leerán los adictos a la lectura de Marsé con ese peculiar gozo que nos produce ver escrito por mano ajena lo que ya intuíamos. Puede que también enseñe algo a los lectores renuentes, o que habían dejado de leerlo: no se arrepentirán si regresan a los libros del autor. Y, desde luego, sustenta —sin rebozo y con abundantes y sólidas razones— la altísima posición de Juan Marsé en las letras españolas de los últimos sesenta años.

 

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Joseph Roth y Stefan Zweig. ‘No doy un céntimo por nuestras vidas’ (y II)

zweig y roth Correspondencia

El día anterior al suicidio por envenenamiento de Zweig en Brasil, donde se había exiliado del mundo de ayer junto a Lotte Altmann, su segunda mujer, el autor escribió a su primera compañera, Friderike: “…recuerda siempre al bueno de Joseph Roth y a Rieger, cómo me alegré por ellos porque supieron evitar estos sufrimientos”. En efecto, Roth, muerto en una taberna de París tres meses antes del estallido de la II Guerra Mundial, se ahorró los años más ciegos que le tocaron en desgracia a Zweig. Un ataque al corazón terminó con la vida y las penurias del santo bebedor, uno de los narradores más vigorosos del tormentoso siglo XX, brillante periodista y cronista de la disolución moral del Imperio Austrohúngaro. También puso fin a 12 años de profunda amistad entre dos colosos de la literatura, así como a su relación epistolar.

Frente al autor al que reconocen los revisores de trenes y los botones (en ese tiempo que afectuosamente caricaturizó Wes Anderson en El gran hotel Budapest), Roth, más admirado que leído, se presenta “esquivado por el éxito” y siempre necesitado de una ayuda económica o un buen contacto en el mundo editorial.

La imagen de la cubierta no podría ser más elocuente: un retrato de medio cuerpo de dos señores elegantes sentados en un café. El más bajito, medio calvo, parece guiñar con expresión malhumorada hacia la cámara; a pesar de la mirada bondadosa, la maciza figura, el rostro hinchado, emanan una contenida rabia. A su lado, más alto y juvenil, el segundo hombre se inclina levemente hacia él y, con expresión divertida y cariñosa, lo mira sonriente. Irmgard Keun, compañera sentimental de Joseph Roth por aquellos años, había puesto a la foto el malicioso título de «La princesa y la rana», una manera de burlarse de la desigualdad de los dos retratados, y no puede negársele el acierto a la ocurrencia.

La princesa era Stefan Zweig, el célebre autor de sofisticados libros superventas como Carta de una desconocida, La impaciencia del corazón o Momentos estelares de la humanidad; la rana —trece años menor que su amigo paternal, pero con el cuerpo ya muy desmejorado por su alcoholismo—, era Joseph Roth, famoso en Alemania por su mordaz periodismo político y conocido del público internacional por sus novelas Job y La marcha de Radetzky. La foto se tomó en verano de 1936 en la mundana Ostende, en el momento culminante de la amistad entre ambos, y es la única en que aparecen juntos. De Zweig existen cientos de tomas privadas y profesionales, como correspondía a un personaje de su origen social y fama literaria, que, siendo hijo de una familia acaudalada vienesa, acudía con regularidad al estudio del fotógrafo y miraba al objetivo con poses estudiadas de intelectual. Del poco fotogénico Roth apenas se conocen dos docenas de imágenes, por un lado, porque seguramente era menos vanidoso y, por otro, porque, al crecer en un pueblo que se hallaba en los confines orientales del Imperio austrohúngaro, junto a la frontera rusa, tuvo menos oportunidades y medios para tales lujos.

Ya antes de abrir las páginas de la correspondencia surge la pregunta de qué llevó a dos personalidades tan diferentes a entablar amistad, discutir sus trabajos literarios, ayudarse y hacerse confesiones: en suma, a confiar el uno en el otro. El caso era menos extraño en Zweig, sociable y generoso, trotamundos y buscador sistemático de almas afines, amigo de los intelectuales de media Europa. Pero, ¿en Roth, el escritor solitario, exigente y criticón, que tenía tan poco talento para la amistad que creía necesario formular la frase que da título a este volumen publicado por Acantilado? ¿Qué motivos juntaron a los dos en una relación tan estrecha que, a pesar de las diferencias políticas, las dificultades del exilio, la distancia física y los agobiantes problemas de dinero de Roth, duró más de una década, casi hasta su muerte prematura en 1939, acaecida en el hospital parisiense en que le ingresó la mujer de su amigo, Friderike Zweig, mientras éste permanecía en Londres, cansado de las constantes peticiones de rescate que le hacía el alcoholizado Roth? ¿Podía un conocedor de los abismos del alma humana, un estilista tan implacable, un talento épico tan superior como Roth admirar las novelas ligeras y amables, las divulgativas biografías de Zweig? ¿Y qué buscaba el escritor establecido Zweig en un brillante periodista que todavía intentaba hacerse un nombre como novelista?

Como elocuente prueba de sus distintos temperamentos (el pesimista Roth y Zweig, el iluso) sirve un intercambio producido en octubre de 1933, año en que los libros de ambos autores judíos fueron quemados en las universidades y prohibidos en Alemania. Roth escribe: “¿Aún no lo ve usted? La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”. A lo que Zweig, recién mudado a Londres, expresa un optimismo por su nuevo hogar que los tiempos venideros desmentirían. Sin la amistad con Stefan Zweig, sin su generosidad, su paciencia y su influencia bondadosa, Joseph Roth no habría llegado a los cuarenta y cuatro años, la edad a la que murió, y no habría escrito ni La cripta de capuchinos, ni El peso falso, ni La leyenda del santo bebedor. Esto queda patente en las cartas de los últimos tres años, que poseen un dramatismo extremo, aunque también resulten repetitivas, pues Roth asegura una y otra vez que no puede más, que reventará, y a Zweig, aunque no lo exprese verbalmente, le cuesta seguir atendiéndole. Se percibe su distanciamiento entre líneas y los encuentros se producen a intervalos cada vez más largos. Con la anexión de Austria en verano de 1938 se pierde la última esperanza para Zweig de volver a su patria y prepara con premura su emigración a Brasil. No vuelve a ver a Roth, como esperaba en su última carta del 17 de diciembre de 1938. Tampoco acude al entierro del amigo, medio año después.

En las casi trescientas cartas reunidas en este libro —pero también en las que intercambió Zweig con otros corresponsales, en las que se pronunció sobre Roth en términos más duros—, se encuentran algunas respuestas a estas preguntas. Esta edición por primera vez completa de la correspondencia permite además asomarnos al taller literario de los dos escritores, conocer detalles de la gestación y realización de algunas obras y la interrupción de otras. Pero, sobre todo, da testimonio de un diálogo dramático de dos grandes figuras de la literatura universal, abierto y apasionado en lo literario, conmovedor en la atención mutua a las preocupaciones personales. Y representa, además, un testimonio único de los estragos que causó la política nacional e internacional del momento —vívidamente comentada por ambos— en las circunstancias de dos expatriados del terror nazi, así como sus existencias cada vez más difíciles y cómo se encaminaron hacia un trágico final.

El comienzo del amistoso intercambio epistolar (sólo un año después iban a conocerse en persona) seguramente fue decisivo para crear el fuerte vínculo que los unió: se dio a través de un comentario elogioso de Zweig sobre un pequeño ensayo de Roth, Judíos errantes, donde éste presentaba una historia de los judíos en Europa, de sus diferentes intentos de emancipación y asimilación cultural. Ya en la primera carta de agradecimiento de Roth destaca el tono de sinceridad respetuosa pero absoluta que caracterizará todo el resto de sus misivas. Aquí se pronuncia con independencia alguien que, ante la celebridad de su colega, no se arredra en contradecirle: «No estoy de acuerdo con usted cuando dice que los judíos no creen en un más allá. Pero ese es un debate que exigiría mucho tiempo y espacio». El tema judío los acercó inmediatamente y el hecho de ser judíos siguió constituyendo un elemento aglutinante fundamental a lo largo de toda su relación, a pesar de que las experiencias y posiciones frente al sionismo y la persecución nazi dieron lugar a pronunciadas diferencias.

Joseph Roth

Zweig, en su Viena natal, había vivido su identidad judía ajena a manifestaciones religiosas, pero se sentía judío como miembro de una elite intelectual y cultural. En la capital del imperio austrohúngaro alrededor del 1900, gran parte de las proezas creativas en literatura, música o en las ciencias tenían detrás apellidos judíos. Los puntos de referencia del joven aspirante a escritor eran Hugo von Hofmannsthal, Rainer Maria Rilke y Arthur Schnitzler (amigos cercanos después los tres); acudía a los conciertos de Gustav Mahler y Arnold Schönberg, leía desde joven a Sigmund Freud y entró en la redacción del periódico más destacado de Viena de la mano de Theodor Herzl, el posterior fundador del movimiento sionista.

Roth, por su parte, si bien procedía de una familia burguesa de judíos asimilados, se había criado en Brody y después en Lemberg, en un entorno dominado por el judaísmo espiritual de una población principalmente rural. Había asistido a la escuela de Talmud y era profundamente creyente. La fuerza interior de los judíos ortodoxos orientales, anclados en su fe, es un tema recurrente en su obra literaria (Job, El Leviatán), y en varios artículos periodísticos analiza el choque entre los refinados judíos occidentales y los despreciados orientales. No se engaña en ningún momento sobre el aspecto básicamente antisemita del nazismo, muy al contrario de Zweig, que siempre busca explicaciones racionales que a Roth le provocan las más encendidas reacciones: «También los presupuestos de los que usted parte respecto a las bestias hitlerianas son falsos: no se persigue a los judíos porque han hecho algo malo, sino porque son judíos».

Stefan Zweig

Esto lo escribe Roth en mayo de 1933, cuatro meses después de que Hitler se haga con el poder y mucho antes de la proclamación de las leyes de Núremberg. En general, desde el principio queda patente la clarividencia política de Roth, mientras que Zweig, como la mayoría de sus conciudadanos, confía en la escasa durabilidad del régimen de Hitler. Roth intenta en vano abrirle los ojos; en abril del mismo año ya había advertido a Zweig: «Lo que le escribí es verdad: nuestros libros son imposibles en el Tercer Reich. Ni siquiera nos anunciarán. Tampoco en el boletín de los libreros. Los propios libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SA reventarán los escaparates. En el retórico racista Günther encuentro el retrato de usted como el típico semita. […] Hágase a la idea de que los cuarenta millones que escuchan a Goebbels están muy lejos de hacer una distinción entre usted, Thomas Mann, Arnold Zweig, Tucholsky y yo. Nuestro trabajo de toda la vida —en el sentido terrenal— ha sido en vano».

También son más severos los parámetros morales de Roth; su naturaleza combativa le obliga a luchar y a distinguir de manera implacable entre condescendientes, oportunistas y enemigos de la Alemania de Hitler. Antes, en marzo de 1933, había enviado a Zweig una enérgica carta en respuesta a los intentos de éste de quitar hierro a la amenaza de muerte nazi. Arremete en ella contra la tibieza de los bienintencionados y, si bien formula sus exhortaciones de forma general, está claro que las dirige a Zweig. «Tocante a lo judío en nosotros dos: estoy d’accord en que no hay que dar la apariencia de que uno está preocupado por los judíos y nada más. Con todo, siempre hay que saber que el atributo de ser judío no libera a ningún hombre de conciencia de su deber de acudir al frente, a primera fila, como todo no-judío de conciencia. […] Tengo mi recelo de que, en un momento dado, la reserva judía no es más que una reacción de los judíos con tacto ante el descaro de los que no lo tienen. Entonces es tan absurda y perjudicial como éstos. Uno tiene —como ya le dije a usted— un compromiso ante Voltaire, Goethe y Nietzsche, lo mismo que ante Moisés y sus padres judíos. De ahí se deriva el compromiso de salvar la vida y la escritura en caso de amenaza bestial».

Esta preocupación de Roth por la «actitud vacilante» de su amigo no era nada infundada; en toda Europa se tenía a Zweig por pacifista declarado, por más que hubiera glorificado la guerra en agosto de 1914. La tensión de Roth explota en la carta del 7 de noviembre de 1933, culminando en unos exabruptos antinazis verdaderamente sulfúricos. Y se siente obligado a recriminar con frases como puñetazos a su «querido, distinguido amigo» por haber escrito una carta exculpatoria a su editor alemán (Anton Kippenberg, de la editorial Insel, que pactó con el régimen de Hitler para salvar su negocio): «[Romain] Rolland tiene razón. Bajo ninguna circunstancia le es lícito a un hombre íntegro temer la “política”. Tenemos grandes ejemplos en la literatura. Es una arrogancia querer ser más olímpico que Hugo y Zola. Pero concedo que, intervenir o no, es cuestión de temperamento. Ahora, querer mostrar lealtad con esta banda de asesinos y mierdecillas, de mentirosos e imbéciles, de dementes y perjuros, profanadores, ladrones y salteadores de caminos, eso es incomprensible». Y continúa más adelante: «No sólo ha llegado la hora de la decisión en el sentido de que hay que tomar partido contra Alemania en favor de las personas, sino también la de decirle la verdad a todo amigo. Así que se la digo a usted —y, créame, la prisa me obliga a un tono solemne que me resulta penoso—: entre nosotros dos habrá un abismo en tanto usted no rompa íntimamente, del todo y definitivamente, con la Alemania de hoy. Preferiría que luchara contra ella y con todo el peso de su nombre. Si no puede hacerlo, al menos guarde silencio».

Joseph Roth

Estas palabras claras van dirigidas a la postura «apolítica» de Zweig, que defendía que un escritor sólo debía convencer con su arte. A Roth esta actitud le dolía especialmente en una persona tan destacada, admirada por cientos de miles de lectores. Le recuerda a Zweig que, en Alemania y en el extranjero, su figura representa la conciencia humanística de Europa y que sus palabras o su silencio son significativos para mucha gente, igual que sucedía con Thomas Mann. Pero, como Mann o Alfred Döblin, Zweig había esperado demasiado tiempo para que su llamamiento aún tuviese credibilidad. De ahí que cuando, en agosto de 1935, Zweig decide finalmente actuar, preparando un manifiesto a favor de la dignidad de los ciudadanos judíos, Roth le haga de nuevo duros reproches: y el futuro le daría la razón. Apelar a los buenos modales de quienes preparaban la aniquilación de los judíos era una ingenuidad muy grande.

Lamentablemente, de Zweig se aprende mucho menos en esta correspondencia, porque sólo una parte de las cartas que escribió a Roth sobrevivieron a la vida caótica del destinatario y, luego, a la guerra. En todo caso, Zweig asume desde el primer encuentro el papel de amigo paternal, que pretende apaciguar el ánimo furibundo de Roth y darle consejos para que ponga orden en su desastrosa existencia. Son intenciones condenadas de entrada al fracaso, ya que su protegido rechaza terminantemente los consejos, es incapaz de reformarse y sólo acepta con gratitud los repetidos envíos de dinero, o las intervenciones de Zweig para conseguirle publicaciones y, por tanto, ingresos. Y es que Roth, al igual que Zweig, pierde con la llegada al poder de los nacionalsocialistas no sólo su editorial, sino también cualquier medio de publicación en Alemania.

Stefan Zweig en Nueva York 1941

Stefan Zweig en Nueva York, 1941

De modo que la segunda mitad de las cartas —especialmente a partir de 1935, cuando se agudiza la situación económica de Roth una vez más, y su consumo de alcohol le convierte en una especie de muerto viviente— gira en torno a la solución de cuestiones prácticas: cómo cobrar anticipos, pagar facturas pendientes, repartir deudas y llegar a fin del mes. O, simplemente, llegar al final del día que empieza con vomitonas, mareos, palpitaciones, piernas hinchadas, etc. Es difícil imaginar cómo, en semejante estado de salud, Roth podía seguir produciendo artículos, novelas, relatos y ensayos a un ritmo increíble, trabajando además de voluntario en el comité de refugiados de París. Con un esfuerzo titánico, arranca a cada día sus páginas, y si sobrevive a esta explotación abusiva de sus fuerzas es gracias a la ayuda de Zweig, que lo anima y apacigua, que viene y le da dinero, le invita a pasar temporadas con él para trabajar juntos y le procura una y otra vez un respiro en su alocada carrera hacia el suicidio.

A esa última década de su vida, un continuo vagar melancólico por el mundo junto a Lotte, que fue secretaria antes que amante, está dedicado el recién editado El exilio imposible (Ariel), de George Prochnik. La biografía “pinta un retrato no demasiado conocido de un Zweig asediado por la depresión”, según el filósofo Luis Fernando Moreno Claros, al tiempo que recorre los escenarios (Londres, Bath, EE UU, República Dominicana, Argentina, Paraguay y, por fin, Brasil) que siguieron a su decisión de abandonar Salzburgo tras un registro domiciliario en 1933.

Atrás quedaron la música de Richard Strauss, la biblioteca, los cafés y el sueño del paneuropeísmo pacifista, pero no la correspondencia con Roth, que se escora inevitablemente hacia unos pocos temas: el mundo bajo el Tercer Reich, “la filial del infierno en la tierra”, en la famosa definición de Roth, el judaísmo o el compromiso político. “De modo diferente reaccionaron a los pasos encaminados a destruir el espíritu europeo, llevados por dos concepciones distintas de la misión del escritor”, reflexiona Heinz Lunzer en el epílogo. “Roth se consideraba portavoz combatiente (…), Zweig pretendía ser comprendido sólo mediante su obra literaria”.

Continuamente, el autor de La marcha Radetzky, que se muestra visionario en 1933 (“todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas”), lanza desafíos al espíritu contemporizador de su amigo —”Alemania está muerta. (…) ¡Véalo de una vez, por favor!”— que este sortea con un titubeante optimismo que resurge de nuevo en la última de las cartas recogidas en el libro. En ella, Zweig muestra en diciembre de 1938 su preocupación por el silencio de Roth y se despide así: “Con toda cordialidad, y que (¡pese a todo!), el año que viene no sea peor que el último”.

Pero lo fue. Seis meses después, el gran biógrafo de María Antonieta o Fouché, escribió para el Times una breve semblanza necrológica de su amigo, cuya muerte llegó por telegrama. Ese mismo día confesó al escritor Romain Rolland: “Lo he querido como a un hermano”.

En la versión española se ha omitido por completo el ejemplar aparato de notas de la edición original alemana de la correspondencia, lo cual es una lástima, pues podría haberse prescindido de las entradas más académicas y haber aprovechado la valiosa información que aportan los editores sobre cada libro, cada personaje o acontecimiento histórico que se menciona. La traducción de Joan Fontcuberta y Eduardo Gil Bera presenta algunas incomprensibles dificultades de lectura.

Para rellenar las lagunas biográficas que deja la correspondencia nada mejor que la novela documental o documentación novelada de Volker Weidermann, crítico literario y germanista, Ostende 1936, el verano de la amistad (trad. de Eduardo Gil Bera, Madrid, Alianza, 2015). La última estancia conjunta de Zweig y Roth se produce precisamente en el verano en que Lotte Altmann —la secretaria de Zweig y ya su amante— hace la foto de los dos veraneantes en el café a orillas del mar del Norte. Por razones obvias, no existen cartas durante estas semanas felizmente pasadas entre mañanas de escritura y tardes de tertulia, en qu se comentan sus progresos o retrocesos y cuando disfrutaron, entre un grupo de amigos, de lo mejor de su relación. Se veían todas las tardes: Roth llegaba acompañado de la joven novelista Irmgard Keun, de la que acababa de enamorarse; Zweig había viajado con la veinteañera Lotte Altmann. Y Weidermann consigue caracterizar plásticamente tanto a los tertulianos como las animadas charlas del ilustre grupo que se formó alrededor de las dos parejas. Formaban parte de él el periodista Egon Erwin Kisch y su mujer, el dirigente comunista Willi Münzenberg y los escritores Ernst Toller, Hermann Kesten y Arthur Koestler.

Joseph Roth y Stefan Zweig
Ser amigo mío es funesto. Correspondencia (1927-1938)
Barcelona, Acantilado, 2015
Trad. de Juan Fontcuberta y Eduardo Gil Bera
425 pp. 25 €

 

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