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La lógica trascendental de Ludwig Wittgenstein

Wittgenstein

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es considerado en la actualidad como uno de los filósofos más originales e influyentes del siglo XX. Sin embargo, a pesar de que dos escuelas filosóficas bien conocidas creyeron encontrar en sus métodos y pensamientos no pocos motivos de inspiración y confirmación (el neopositivismo del Círculo de Viena y la filosofía del lenguaje ordinario de Óxford o filosofía analítica), él mismo rechazó ser identificado con ninguna de ellas. Por otra parte, aunque se acostumbra a inscribir su trabajo filosófico en el ámbito de la llamada filosofía del lenguaje y del giro lingüístico (Rorty) experimentado por la filosofía desde Nietzsche, cabe defender la tesis de que Wittgenstein no dejó de ser, en el fondo, un autor metafísico, aunque de forma muy peculiar. Debemos aclarar, pues, qué tipo de pensamiento nos ha legado Wittgenstein, cuál era su intención filosófica y qué retos plantea a la filosofía y a la teología. Probablemente, así resulte mejor dibujado el perfil de su genial e indiscutible figura filosófica.

1. Contexto histórico e intelectual

Ludwig Wittgenstein nació el 26 de abril de 1889, en una casa palacio de Viena, la capital política y cultural de la monarquía dual austro-húngara. La Primera Guerra Mundial (1914-1918) dio al traste definitivamente con el imperio de los Habsburgo, pero las dos últimas décadas mostraron una Viena creativa y pionera en arte, arquitectura, música, literatura, psicología y filosofía. Esta cultura modernista de principios de siglo tuvo eximios representantes y promotores en figuras como Robert Musil y Karl Kraus en literatura, Johannes Brahms, Gustav Mahler y Arnold Schönberg en música, Adolf Loos en arquitectura, Gustav Klimt y Oskar Kokoschka en pintura, Sigmund Freud en psicología, etc., etc. La decadencia del imperio contrastaba con la efervescencia cultural de tantos y tantos movimientos que buscaban un lenguaje alternativo a los valores oficiales del imperio y reino, sentidos ya como desgastados y defendidos con una retórica hueca. Por la casa palacio de los Wittgenstein desfilaron, en numerosas veladas literarias y musicales, las personalidades más destacadas del abigarrado mundo cultural de la Viena de Francisco José. Karl, el padre de Ludwig, fue un mecenas de las artes que en la literatura y la música buscaba el complemento personal indispensable al éxito profesional y económico de que ya gozaba como famoso magnate de industrias siderúrgicas.

El estallido del conflicto bélico entre los Balcanes y la monarquía austríaca se produjo con el asesinato, en Sarajevo, del archiduque Francisco Fernando (28 de junio de 1914), quien era el príncipe heredero de la corona dual. Este hecho, sin embargo, constituyó el precipitado de las tensiones económicas y políticas que se arrastraban desde la guerra franco-prusiana de 1870-1871 y que tenían por protagonistas a las potencias europeas del momento. La rivalidad franco-alemana por los conflictos de Marruecos, las fricciones entre Viena y Moscú por el control de los Balcanes, la intervención de Gran Bretaña como potencia imperialista y el formidable crecimiento de la economía alemana acabaron cristalizando en dos coaliciones político-militares: básicamente, Gran Bretaña y Francia, a quienes se sumó Rusia, por una parte, y Alemania y Austria-Hungría, por la otra. Como es sabido, el conflicto adquirió pronto dimensiones internacionales al arrastrar a la guerra a Japón y a Estados Unidos. El 11 de noviembre de 1918, el emperador Guillermo II se vio obligado a firmar el armisticio y a aceptar las condiciones francesas de reparación. Se ponía así punto y final a la historia de un imperio cuya necrológica ya venían cantando las nuevas ideas políticas y culturales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Esta cultura vienesa, sometida a la crisis inevitable del fin-de-siècle, configuró el universo simbólico de Ludwig Wittgenstein.

Lo que había de común en todos estos intentos vanguardistas de superación de la cultura imperial fue la necesidad de encontrar un lenguaje que fuera capaz de representar un nuevo orden de cosas. Hacia 1910, artistas, científicos, literatos, músicos y pensadores en general que no se sometían a los cánones ideológicos del imperio compartían la preocupación por los simbolismos, los medios de expresión y, en general, por el lenguaje en cuanto figura o representación de una realidad que se quería más auténtica, radical, sincera. Los prejuicios culturales de una época clásica ya marchita y los privilegios de clase de una sociedad que el proletariado estaba conquistando a sangre y fuego manifestaban a las claras la falsedad y la hipocresía de un mundo que se deshacía, corrompido, en migajas. La crisis del lenguaje, como Kraus denunciaba de manera mordaz, era la representación más evidente de la crisis de un mundo envuelto en la decadencia de su esplendor y gloria pasadas. La ambigüedad del lenguaje oficial obligaba a un esfuerzo personal de máxima honestidad con el propio lenguaje y con la propia vida. En este clima de asfixia cultural, Ludwig Wittgenstein tuvo que experimentar que los auténticos valores éticos, estéticos y religiosos no podían servir a intereses instrumentales y que exigían un respeto absoluto, que sólo es posible en un tipo de vida arraigado en lo trascendente: lo absoluto no se presta a compromisos.

2. Vida, escritos e intención de fondo

La familia de los Wittgenstein procedía de antepasados judíos, aunque Hermann Christian Wittgenstein y Fanny Figdor, los tatarabuelos paternos de Ludwig, se habían convertido al protestantismo y, al nacer Ludwig, el hijo menor de Karl y Poldy, ya se encontraban plenamente asimilados a la cultura vienesa. En la ciudad imperial, los Wittgenstein gozaban de enorme respeto y consideración social, y ayudaban económicamente a más de un talento de las artes y de las letras. Karl era un hombre de negocios muy rico y pasaba por ser el empresario industrial quizá más hábil del imperio austro-húngaro. Su esposa se llamaba Leopoldine Kalmus, cariñosamente Poldy, y poseía un talento especial para la música: se dice de ella que interpretaba partituras al piano prima vista. La inmensa riqueza procedente de las industrias de Karl les permitió llevar una vida al estilo de la más distinguida aristocracia y codearse así con la flor y nata de la sociedad. Tuvieron ocho hijos: Hermine, Hans, Kurt, Rudolf, Margarethe, Helene, Paul y Ludwig. Todos fueron educados por preceptores particulares en el palacio familiar de la Alleegasse. El joven Ludwig poseía un claro talento para la técnica, una fina sensibilidad para la ética y una gran capacidad para valorar la música, la literatura y el arte en general.

A los 14 años, Ludwig pasó a estudiar una secundaria de perfil técnico en la Realschule de Linz (1903-1906). Por entonces, su hermana Margarethe orientó su preocupación existencial hacia la filosofía de Schopenhauer, la psicoanálisis de Sigmund Freud y el ideal crítico-literario de Karl Kraus. Le atormentaba la idea del suicidio, que había visto tristemente convertida en realidad en sus hermanos Hans y Rudolf y en el famoso escritor Otto Weininger. Ludwig comprendió muy pronto que, si la sexualidad es incompatible con la honestidad, como quería Weininger, sólo le quedaba una alternativa: luchar éticamente consigo mismo y convertirse en un genio o si no morir, dado que no valdría la pena seguir viviendo. A lo largo de su vida, su propia orientación, al parecer, bisexual no quedó al margen de pareja exigencia de una postura ética radical sobre sí mismo.. Entre 1906 y 1908 continuó su formación en la Escuela Técnica Superior de Charlottenburg de Berlín. Pero sus intereses personales ya estaban soldados más bien a las clásicas cuestiones de la filosofía. En el otoño de 1908, con 19 años de edad, se trasladó a Manchester a estudiar aeronáutica y se inscribió en la sección de construcción de máquinas de la Universidad. Muy probablemente su padre quería extender el negocio del acero por el mundo de la incipiente mecánica aeronáutica. Pero allí quiso el destino que le cayeran en las manos los Principia Mathematica de Russell–Whitehead. Su lectura le produjo un impacto fascinante: toda la matemática podía derivarse de unos cuantos principios lógicos fundamentales. ¿No se hallaría, pues, en la estructura lógica del pensar, del decir y del acaecer del mundo la solución a todos los problemas de la filosofía?

Siguiendo el consejo de Gottlob Frege de estudiar lógica formal con Bertrand Russell, el 1 de febrero de 1912 abandonó la ingeniería aeronáutica y se matriculó en el Trinity College de Cambridge para consagrarse a la filosofía de la matemática. Russell supo reconocer en seguida el genio de su discípulo, aunque no compartía la forma como Ludwig unía la inclinación por la filosofía al ideal de una moral de la integridad, de la decencia para con uno mismo (anständig). De esta época proceden también algunos hechos biográficos que le permitieron superar el desprecio que sentía hacia la religión. La lectura, por ejemplo, de Las variedades de la experiencia religiosa de William James le mostró que la religión y el sentimiento místico de la vida constituían la fuente para la propia superación moral, para los valores interiores. A principios de 1913, el discípulo ya superaba al maestro y sus proyectos respectivos resultaban incompatibles: Ludwig analizaba la lógica, no para encontrar una nueva ciencia que unificase el saber, sino para formular una correcta teoría de la proposición (der Satz) que le permitiera deslindar lo que puede decirse con sentido de aquello que, por su carácter absoluto y trascendente, sólo puede ser vivenciado en primera persona. El enfoque de su filosofía siempre fue metafísico en la intención.

En el mes de septiembre de 1913 dictó unas Notas sobre lógica para Russell. Y después se aisló del mundo en Noruega, junto al fiordo Skjölden, donde trabajó por substituir la doctrina russelliana de los tipos lógicos por una teoría del simbolismo lógico que hiciera directamente perspicuo lo que puede decirse y lo que solamente puede mostrarse a través del lenguaje. Quería probar así que todas las proposiciones de la lógica no son otra cosa que generalizaciones de tautologías, como conseguirá asentar en el Tractatus. En la primavera de 1914 le visitó el filósofo George Edward Moore, a quien dictó una síntesis de las investigaciones que había llevado a cabo hasta entonces, las así llamadas Notas dictadas a Moore. Cuando estalló la guerra entre Austria-Hungría y Serbia el 28 de julio de 1914, Ludwig se encontraba de veraneo en Viena y decidió alistarse voluntariamente en el ejército de su patria para poner a prueba su coraje, poder mirar la muerte cara a cara y encontrar así la luz de la vida, convirtiéndose en un hombre renacido. Queriendo resolver los problemas fundamentales de la lógica, en el fondo deseaba poder hacer una experiencia religiosa que cambiase radicalmente su vida. Durante la Gran Guerra escribió en cuadernos abundantes anotaciones tanto filosóficas como personales. Éstas últimas muestran a las claras sus convicciones éticas y espirituales. Ambas series de apuntes se han publicado, por desgracia, separadamente, pues la segunda contiene la razón de ser de la primera. Se trata, respectivamente, del Diario filosófico (1914-1916) y de los Diarios secretos (1914-1916). Al finalizar la contienda ya había acabado su trabajo de lógica, su investigación sobre la estructura lógica de la proposición con sentido. Con el título de Tratado lógico-filosófico fue publicado en el año 1921 en una revista de lengua alemana, pero al año siguiente conoció una edición bilingüe alemán-inglés. Con esta obra Ludwig Wittgenstein creía haber resuelto tanto la cuestión del sentido de la vida como los problemas relativos a la lógica del lenguaje. Todo ello descansaba en una concepción trascendente de la existencia, que a través de la ética, la estética y la mística mostraba, en la forma de la vida, lo que el lenguaje no puede decir con proposiciones significativas. Por eso la obra acaba imponiendo el deber del silencio sobre lo más alto (das Höhere).

La segunda época corresponde a los años entre 1919 y 1929. Primero se preparó en una Escuela de Magisterio de Viena y se convirtió así en maestro de escuelas rurales de primaria en la Baja Austria. Dio carpetazo, pues, a la filosofía académica, pues creía haber (de)mostrado que todas las cuestiones de la gran tradición filosófica no eran sino pseudo-problemas, causados por la mala comprensión de la lógica del lenguaje, o sea, de la distinción entre lo que puede expresarse a través del lenguaje y de aquello sobre lo que hay que callar para respetarlo cabalmente. Donó a sus hermanos, igualmente ricos, toda la fortuna que había heredado de su padre y se consagró, sin importarle sueldo ni ambiente, a lo que él llamaba la enseñanza del Evangelio a los niños, en la línea de la lectura ética que Tolstój hiciera de los Evangelios, cosa que se refiere a la orientación de fondo con que enseñaba las materias típicas de la época y al sentido ético trascendente que daba a su profesión docente. Fue un maestro excelente que luchó por elevar tanto el nivel cultural como la sensibilidad ética, espiritual y estética de sus alumnos. Pero fracasó por su carácter autoritario y aristocrático, y por la insatisfacción personal que arrastraba desde la Primera Guerra Mundial, ya que no había conseguido retornar de aquella experiencia como un hombre renacido. La falta de sentido por la vida, una cierta inclinación al suicidio, la pérdida histórica del mundo simbólico que se había hundido junto con el Imperio austro-húngaro y las dudas crecientes sobre el dogmatismo del Tractatus no le dejaban vivir en paz. Sus amigos de Cambridge, sobre todo el famoso economista John Maynard Keynes y el entonces estudiante (luego relevante matemático) Frank P. Ramsey reclamaban, además, su presencia en la Universidad.

Regresó a Cambridge a principios de enero de 1929, después de haber construido, desde 1926 y cual arquitecto en substitución de Paul Engelmann, una casa para su hermana Margarethe. El Círculo de Viena, dirigido por Moritz Schlick, admiraba el Tractatus desde el punto de vista del criterio empirista de demarcación del sentido. Pero Wittgenstein consideraba errónea esta actitud antimetafísica del Círculo, como pronto comprendieron Carnap, Feigl y Waismann. En el mes de junio de 1929, Ludwig obtuvo el doctorado en Cambridge presentando a examen simplemente su famoso trabajo de guerra. Una beca de investigación de cinco años le hizo posible la vuelta académica a la filosofía. Pero su método de análisis del lenguaje ya había cambiado. La Conferencia sobre ética, pronunciada durante el otoño de 1929, conserva, ciertamente, la concepción del lenguaje como límite hacia el trascendente, pero abandona el atomismo lógico del Tractatus e inicia el método de análisis del lenguaje ordinario que hará famoso al llamado, por este giro analítico, “segundo Wittgenstein” o Wittgenstein II. La década de los treinta es de las más prolíficas en su producción filosófica: hay que destacar los apuntes de clase tomados por sus alumnos y las reflexiones dictadas por él mismo y editadas bajo el título de Cuaderno azul y Cuaderno marrón, así como sus preciosas anotaciones en libretas que han sido editadas como Cultura y valor y como Movimientos del pensar, aparte de los manuscritos que dieron origen a muchas otras reflexiones sobre psicología, estética y creencia religiosa, colores, matemáticas y gramática. Resulta común a todos estos trabajos la convicción, ahora nueva, de que es la gramática, y no la lógica matemática, la que establece qué uso del lenguaje está dotado de sentido y cuál no. Sin embargo, el ya famoso autor del Tractatus convertido en profesor de filosofía sigue persiguiendo la misma meta: al pretender alcanzar la máxima claridad posible respecto del lenguaje, quiere disipar la angustia existencial que acompaña a los problemas filosóficos, especialmente a la cuestión del sentido de la vida humana.

Las Observaciones filosóficas, que a la sazón escribía Wittgenstein, estaban dedicadas “a la gloria de Dios”, como Bach hiciera con su música. Ello manifiesta que para Wittgenstein una civilización sin anhelo de trascendencia, como la de entre-guerras y, más aún, la posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), no merecía el nombre de cultura. Si una civilización no muestra nada más que lo que dice, ya no es capaz de decir nada que sea humanamente interesante. Se ve, pues, aquí en acto la radicalización de aquella famosa distinción del Tractatus entre lo que se puede decir y lo que sólo se puede mostrar. El nuevo método de análisis del lenguaje, basado en los Sprachspiele, juegos de lenguaje, pretendía lo mismo: poner el decir con sentido al servicio del mostrar. El filósofo no tiene nada que decir, sino algo que mostrar. Por consiguiente, debe abstenerse de construir pseudo-proposiciones filosóficas, que son señal del embrujo del lenguaje por las esencias intemporales. Y únicamente de este modo contribuirá realmente a que lo más alto, vivido personalmente en la radicalidad de la ética, la estética y la mística, ilumine la obscuridad cultural de su época. Esta convicción fue constante en la vida y obra de Wittgenstein. Y va pareja de un rechazo igualmente inalterado de toda teoría ética, estética o religiosa. Por tanto, quienes han querido ver una incompatibilidad radical entre el Wittgenstein del Tractatus y el “segundo” Wittgenstein, yerran en la intención de fondo, por no ver que el cambio de método perseguía la misma inclinación metafísica: contemplar el mundo a la luz de la eternidad, vivenciando el valor ético y estético absoluto, aunque sin poder construir ninguna teoría del ser.

A partir de 1935, las dudas sobre el valor de su trabajo filosófico y la sensación de falsedad que le producía la vida académica le llevaron a plantearse la idea de abandonar la absurda profesión de docente de filosofía. Se retiró así otra vez, entre 1936 y 1937, a su cabaña, aislada, de Noruega, para buscar en sí mismo, quizá en Dios, la solución del carácter problemático de la vida humana. Durante noviembre y diciembre de 1937 escribió la primera parte de las Observaciones sobre los fundamentos de la matemática. De estos meses de reclusión voluntaria proceden anotaciones bellísimas sobre la resurrección de Cristo y sobre la fe trascendente. Según Wittgenstein, sólo el amor puede creer en la resurrección. Pero este amor redentor únicamente es posible si Dios mismo nos redime. Todo lo que nosotros podemos hacer es confesar el fallo de nuestros pecados. El estallido de la Segunda Guerra Mundial mostró, en cambio, que el pecado de una civilización sin humanidad, sin anhelo de trascendencia y que idolatraba las ciencias de la naturaleza volvía a amenazar a Europa y al mundo entero. Wittgenstein encontró la manera de trabajar, primero, como recadero en la farmacia del Guy’s Hospital de Londres y, después, como asistente de laboratorio en Newcastle, mientras seguía impartiendo clases en Cambridge cada dos fines de semana y elaborando el manuscrito de la obra que se publicaría póstumamente bajo el título de Investigaciones filosóficas (1953). En 1943 propuso a la Cambridge University Press la publicación conjunta del Tractatus y de las Investigaciones filosóficas: para él constituían dos maneras diversas de preservar lo mismo, lo trascendente. Pero no consiguió presentar nunca un manuscrito acabado de la segunda obra: sus oscilaciones entre filosofía de la matemática y filosofía de la psicología, amén de su estado depresivo y del deseo de abandonar la cátedra, impidieron dar forma final al texto. Las entradas de los cuadernos de postguerra abundan en el pesimismo cultural del autor. Cree que la ciencia y la industria deciden las guerras, y que esta civilización que sólo confía en el mito del progreso científico acarreará el final de la humanidad al substituir al espíritu por la máquina y al alejarse de Dios. Durante el verano de 1947 se decidió a abandonar definitivamente la carrera de profesor universitario y renunció a su cátedra.

Desde entonces se fue recluyendo en diferentes lugares, para estar sólo y trabajar mejor: en Swansea, Dublín, Red Cross, Connemara, etc. No sólo estos últimos años, sino toda su biografía y obra dejan en uno la sensación de una profunda soledad cultural. Se ha interpretado que en la vida de Wittgenstein aislamiento y silencio fueron la forma de mantener interiormente viva y efectiva la cultura austríaca en que se hundían las raíces de su pensamiento. Pero aquel mundo ya había desaparecido para siempre jamás y, como muestran los Últimos escritos sobre filosofía de la psicología, Wittgenstein subrayaba que la vida vive de una pluralidad insuprimible, de manera que debe rechazarse toda teoría que reduzca los hechos a un esquema unilateral. Durante el último año y medio de vida, se ocupó en observaciones sobre palabras y expresiones del lenguaje que caracterizan estados de certeza, conocimiento y duda. Han sido publicadas bajo el título de Sobre la certeza. Durante el verano de 1949 visitó a Norman Malcolm en Ithaca, Estados Unidos. Allí pudo conocer y dialogar filosóficamente con profesores de la Universidad de Cornell. De los paseos y entrevistas con O. K. Bouwsma procede el libro Últimas conversaciones. De regreso a Cambridge, el Dr. Bevan le comunicó, el 25 de noviembre de 1949, que padecía un cáncer de próstata. El año siguiente lo pasó sintiéndose débil y cansado, y albergando la convicción de que no viviría mucho tiempo más. En el mes de enero de 1951 necesitó atención médica a base de hormonas y rayos X. Pero el desenlace se precipitaba y a finales de febrero todo tratamiento resultó ya inútil. Su médico, el Dr. Bevan, le ofreció su casa, puesto que él no deseaba morir en un hospital inglés. Aceptó y al poco tiempo se hizo amigo de la Sra. Bevan. Las anotaciones de los dos últimos meses de Sobre la certeza subrayan que no tiene sentido dudar de todo. La praxis real del lenguaje cuando tiene sentido, y no una teoría sobre el lenguaje o el conocimiento, es lo que da al traste con la duda escéptica, y no una teoría filosófica. El 28 de abril, la Sra. Bevan se pasó toda la noche en vela a su vera. Al saber por ella que sus amigos más cercanos llegarían al día siguiente, le encargó que les dijera que su vida había sido maravillosa. Murió el 29 de abril de 1951 y fue enterrado el día 30 en el cementerio de St. Gile’s Church, de Cambridge. A lo largo de su vida amó a varios hombres y a una mujer, Margarita Respinger. Pero fue muy exigente consigo mismo y con los demás cuando se trataba de lo absoluto. De lo trascendente brotaba la fuente inexpresable de su felicidad, cuando pudo sentirla. Y, al final de su vida, para él esto era lo único que contaba, todo lo que la cultura vienesa, purificada de su hipocresía, le había enseñado que podía alcanzar en este mundo. El resto, o sea, la fama ya le era indiferente en el momento de morir, pues la vanidad es cosa de este mundo, y nada para el otro.

3. La primera filosofía del lenguaje

Probablemente, Wittgenstein sea un caso único de pensador que llegó a elaborar dos teorías del lenguaje con la intención de que la segunda contradijera a la primera y la substituyera por dogmática, pero a la vez confirmara paradójicamente su intención de fondo: ver con claridad los límites del lenguaje para preservar la esfera de lo que queda allende lo decible. La primera de estas dos filosofías es, obviamente, la que el Tractatus logico-philosophicus (TLP) defiende de la mano del cálculo formal de la lógica matemática, a la que el mismo texto dio un impulso original en su momento histórico. Se trata de una concepción del lenguaje que convierte a la lógica en la condición de posibilidad de, a la vez, el lenguaje con sentido, los hechos contingentes del mundo y el pensamiento humano. Esta estructura isomórfica a mundo, lenguaje y pensamiento cumple la misma función que las formas a priori de la sensibilidad, las categorías a priori del entendimiento y las ideas regulativas a priori de la razón en Kant. Por eso se ha sostenido con acierto la interpretación de que el TLP aplica una vuelta de rosca a la misma filosofía trascendental, determinando ahora que lo verdaderamente a priori es el lenguaje, que estructura al pensamiento y a la vez expresa la verdadera naturaleza de sus límites. La crítica kantiana se convierte así en crítica del lenguaje. Es lo que se ha dado en llamar giro lingüístico de la filosofía de la segunda mitad del siglo XIX y del siglo XX. Con la salvedad, sin embargo, de que en Wittgenstein aún persiste la voluntad de preservar lo que trasciende a todo límite, o sea, una intención propiamente metafísica, mientras que en otros filósofos la filosofía se disuelve enteramente en análisis del lenguaje ordinario sin más y produce el hastío de no conducir a ninguna parte más que al hecho bruto de las convenciones sociales. Veamos, pues, qué teoría del lenguaje nos ofrece el TLP.

Los enunciados del TLP tienen carácter de aforismos: expresan un pensamiento esencial que ha de retenerse con precisión en la misma forma concisa y bella de un enunciado al que no le sobre nada y que no dependa de ningún otro. Requieren por ello del lector un esfuerzo constante de captación intelectual directa; de otro modo no se entenderían ni en sí mismos ni en relación con los demás, cosa que a su vez impediría ver claramente la arquitectura de la obra. Wittgenstein los dotó de una numeración decimal que establece que las proposiciones n.1, n.2, etc. son observaciones a las tesis principales n, y que las proposiciones n.m.1, n.m.2, etc. constituyen observaciones a las proposiciones n.m. (entre paréntesis citamos, como es usual, según este procedimiento del autor). Nos encontramos así con una serie progresiva de siete tesis, desarrolladas a su vez – fuera de la última, que no contiene ninguna observación adicional – mediante subtesis. Sin embargo, dicha progresividad lineal en las observaciones constituye más bien un deseo o ideal que una realidad de hecho, pues no es infrecuente que las subtesis avancen y retrocedan en espiral alrededor tanto de la tesis a la que pertenecen como de la tesis anterior y de la siguiente. El TLP presenta así una estructura interna que se asemeja a una sinfonía, ya que se desenvuelve desde una tensión entre hechos y valores hasta su desenlace en el imperativo del silencio. En el plano, en cambio, externo, la estructura expositiva del texto actúa como una escalera que permite ascender paso a paso hasta alcanzar la esfera de lo más alto, desde donde es posible contemplar esta vida con sentido, sub specie aeterni (6.45), bajo la figura de lo eterno o, si se quiere, con ojos de eternidad. Nos encontramos así con una serie progresiva de siete tesis, desarrolladas, a su vez, mediante subtesis que avanzan y retroceden en espiral. La primera tesis parte del mundo y la última concluye en lo trascendente. Por el camino nos encontramos con el lenguaje, que comparte la estructura lógica del mundo y que convierte al ser humano en límite del mundo. Al final, el silencio metafísico, la ausencia de lenguaje con sentido, nos instala de lleno en la esfera de la ética, de la estética y de la mística. Hemos llegado al final del trayecto, pero queda toda la vida para seguir caminando, o sea, recayendo en el mundo de los simples hechos y volviéndonos a levantar hacia lo más alto. El hombre, como ser de frontera, se ve a sí mismo miserable, pero el valor absoluto le empuja a no quedarse aquende el mundo. Y el lenguaje nos incita a acometer contra los barrotes de su jaula. ¿Qué dice, pues, la primera tesis?

Que el mundo es todo lo que es el caso (1), la totalidad de los hechos (1,1), lo que acontece, como estados de cosas (2), de manera contingente, sin otra razón de ser que la mera posibilidad lógica (2.012) de la combinación de objetos (2.014), no la necesidad. La segunda tesis afirma que lo que es el caso, o sea, el hecho, es la existencia de estados de cosas (2), cerrando así el círculo del mundo, pues la totalidad de los estados de cosas existentes es el mundo (2.04). Tesis 1 y tesis 2 se requieren mutuamente. Dado, empero, que nos hacemos figuras de los hechos (2.1), en cuanto que una figura es un modelo lógico (2.12), y que también la figura es un hecho (2.141) y una figura lógica (2.182) que figura la realidad (2.17), resulta que la figura lógica de los hechos es el pensamiento (3). La tercera tesis quiere que mundo y pensamiento se den la mano en el espacio lógico a priori en que todo hecho puede ser figurado (2.19) y toda figura es un hecho (2.202). Es un espacio de pura posibilidad lógica (3.032). Un espacio trascendental, pues de él depende que un pensamiento, en cuanto figura de un hecho, contenga la posibilidad de lo que piensa (3.02) y se exprese en una proposición con sentido (3.1). El lenguaje es así proyección de una situación posible (3.11), de manera que a los objetos del pensamiento le correspondan elementos del signo proposicional (3.2). Mundo, pensamiento y lenguaje están constituidos a priori por la lógica, por el mismo espacio o estructura lógica. Y una correcta notación de cálculo formal, como la del TLP y a diferencia de las de Frege y Russell, lo mostraría claramente (3.325). Por tanto, el signo proposicional —en cuanto empleado y pensado— es el pensamiento (3.5).

Todo ello nos conduce a la tesis cuarta, en la que Wittgenstein, por pura equivalencia lógica, invierte el orden de la frase anterior y afirma que el pensamiento es la proposición llena de sentido (4). Pensamiento y mundo son lenguaje, porque el lenguaje representa al mundo y es figura del pensamiento que tiene sentido y no gira vacío sobre sí mismo. Sólo que el lenguaje ordinario disfraza el pensamiento (4.002), por lo que la filosofía debe erigirse en crítica, no escéptica (contra Fritz Mauthner), del lenguaje (4.0031). Su resultado neto es que toda proposición con sentido es una figura de la realidad (4.01), pues el lenguaje posee un carácter esencialmente lógico-figurativo (4.015). El lenguaje tiene sentido simplemente porque representa una situación en el espacio lógico (4.031). Y por eso las constantes lógicas no representan nada (4.0312). La ciencia natural es el conjunto de las proposiciones verdaderas (4.11). Y así la filosofía ya no puede ser ciencia, ni en el sentido clásico de ciencia primera, pues sólo la ciencia habla con sentido del mundo. La filosofía es un método de análisis del lenguaje que clarifica la estructura lógica de éste y de los pensamientos que expresamos con proposiciones significativas (4.112). Esta filosofía establece claramente los límites de la ciencia natural (4.113), de lo pensable (4.114) y de lo decible (4.115). Fija lo que puede decirse y lo que únicamente puede mostrarse (4.1212). Y la notación formal de la lógica revela nítidamente esta estructura lógica común a mundo, pensamiento y lenguaje (4.4.127). De ello se deduce que, a su vez toda proposición lógica bien formada no es nada más que una tautología, pues solamente revela el espacio lógico a priori en que las proposiciones del lenguaje adquieren un valor de verdad determinado (4.4.61).

A la luz, pues, de la lógica hay que decir, con la tesis quinta, que toda proposición es el producto de la combinación de los valores de verdad de sus proposiciones elementales (5). Ello da al traste con la interpretación del lenguaje de Frege, que convertía en nombres a las proposiciones de la lógica y en índices a sus argumentos (5.02). Hay que ver, en cambio, que, en virtud de sus valores de verdad, toda proposición afirma cualquier otra que se siga de ella (5.124). El único nexo entre hechos, pensamientos y proposiciones con sentido es internamente lógico, y no hay nexo causal alguno que justifique la inferencia de una situación a partir de otra (5.136): el mundo es radicalmente contingente y el lenguaje no recubre esta contingencia con una supuesta necesidad metafísica. La esencia de una proposición con sentido es la existencia meramente casual de un estado de cosas y la descripción del mismo (5.4711). Sólo la lógica puede dar cuenta de sí misma (5.473), puesto que a ella compete dar cuenta de todo lo demás. Ella construye a priori el espacio de juego de la totalidad de las proposiciones elementales y de las posibles combinaciones de sus valores de verdad (5.5262). La lógica es previa a cualquier experiencia (5.552). En virtud de ella, el límite de lo que puede decirse se manifiesta a sí mismo en la totalidad de las proposiciones elementales (5.5561). En el fondo, el lenguaje ordinario está ordenado lógicamente (5.5563), o sea, tiene una estructura lógica subyacente que es la responsable de su sentido, de manera que los límites lógicos del lenguaje son los mismos que los del mundo (5.6). La semántica se explica así desde la lógica y ésta existe para establecer los límites del sentido, de lo que se puede pensar y decir (5.61). ¿Qué queda, pues, allende el límite? Por de pronto, el mismo sujeto humano, en tanto que sujeto metafísico (5.633), sujeto del límite que no pertenece al mundo (5.632). Él mismo revela que no hay orden a priori del mundo, sino sólo contingencia y casualidad (5.634). La filosofía lógica del lenguaje acaba así transportándonos al plano de lo que no puede decirse con sentido, pero que vivenciamos como nuestra realidad más propia: nuestra condición metafísica de límite del mundo. Hemos subido un peldaño más por la escalera del Tractatus. Nos acercamos ahora a la meta, a lo más alto, a lo que el lenguaje muestra cuando dice lo que puede decir. El resultado neto del decir con sentido es que el lenguaje, sin poder expresarlo, muestra lo que da sentido a la vida. O sea, al hablar con sentido, el lenguaje muestra lo que trasciende todo enunciado significativo, lo que es más alto.

La tesis sexta saca la conclusión general implicada en esta concepción lógica del lenguaje: la forma general de una proposición con sentido (6), que es la aplicación sucesiva de la operación de negación conjunta a proposiciones elementales (6.001). ¿Qué importancia tiene esta conclusión? Muestra lógicamente cómo se produce la transición de una proposición a otra por medio de una operación (6.01). Resulta clara así de paso la naturaleza misma de la lógica: toda proposición lógica no es sino una tautología (6.1). La lógica carece de contenidos propios (6.111): éstos son únicamente los hechos en cuya totalidad consiste el mundo. Las proposiciones lógicas muestran simplemente propiedades estructurales (6.12), las propiedades comunes a lenguaje, pensamiento y mundo: describen el armazón del mundo, lo representan, cosa que se percibe en la sintaxis lógica del lenguaje (6.124) y se torna perspicuo en el simbolismo bien construido de la lógica matemática (la matemática es un método de la lógica, 6.234). Por tanto, la lógica es una imagen especular del mundo, dado que la lógica es trascendental (6.13), o sea, es lo trascendental que buscaba Kant, pero que había colocado erróneamente en el plano del pensamiento, en tanto que anterior al lenguaje: el lenguaje es el pensamiento. Fuera de la lógica (del lenguaje) todo es accidental (6.3). Es a través del entero aparato de la lógica cómo la ciencia puede describir el mundo con proposiciones llenas de sentido (6.3431). Tampoco hay conexión lógica alguna entre la voluntad humana y el mundo (6.374). ¿Dónde radica, pues, el sentido del mundo si en él todo es hecho y todo pasa porque pasa? Claramente, fuera del mundo, ya que el sentido no puede ser accidental como el mundo mismo (6.41). Este sentido es lo que la ética propone, el valor ético absoluto (6.42), puesto que la ética, como la estética, es trascendental (6.421). Sólo en la ética cabe la posibilidad de felicidad para el ser humano; de ahí que el mundo del feliz sea del todo diferente del del infeliz (6.43). La ética muestra cómo se resuelve el enigma de la vida: adquiriendo una manera trascendental de vivir, que no sumerge al sujeto en el mundo de los hechos, sino del valor absoluto, de lo más alto (6.4321). Se trata de la vivencia mística del mundo (6.44), de la visión del mundo sub specie aeterni (6.45), de la comprensión de que el escepticismo constituye un sinsentido obvio (6.51) y de que la ciencia nunca podrá rozar siquiera los problemas vitales para el hombre (6.52). La filosofía lógico-atomista del lenguaje (a cada nombre le corresponde un objeto y a cada proposición un hecho) acaba llevándonos de la mano hasta la vivencia de lo inexpresable, que es manifiesto por sí mismo y es lo místico (6.522).

En este punto la escalera del TLP ya sobra: ha cumplido su función y podemos desecharla, dado que ahora, desde la altura allende el límite, vemos el mundo correctamente (6.54). Sólo que ahora, como impone la tesis séptima, debemos callar, para respetar la esfera trascendente que hemos descubierto y para poder vivir realmente nuestra existencia de sujetos del límite de forma ética, estética y mística. No es el hablar, la teoría metafísica, lo que resuelve los problemas filosóficos. El lenguaje acaba en un silencio denso, lleno de sentido, pero que paradójicamente no puede expresarse (7). Sólo él garantiza, según el joven Wittgenstein, que podamos vivir realmente de lo que importa. La metafísica clásica era correcta en su intención, puesto que el hombre es ser del límite en busca del sentido de la vida, pero se equivocaba sobre las posibilidades del lenguaje: no es posible decir aquello de que hay que vivir. En conclusión, la lectura antimetafísica del TLP que practicara el Círculo de Viena, así como la interpretación meramente analítica del método de Wittgenstein, constituyen crasos errores que hicieron época, pero que hoy no deben repetirse.

4. La segunda filosofía del lenguaje

Al regresar a Cambridge en 1929, Wittgenstein ya estaba convencido del carácter dogmático del TLP. La experiencia de enseñar a niños de escuelas primarias y de observar cómo realmente aprenden una lengua, junto con las críticas de Ramsey a su lógica formal, le abrieron los ojos. Tuvo que reconocer importantes errores en la explicación que había dado de la semántica del lenguaje, de cómo la lengua configura y expresa significados. Según una anotación de Friedrich Waismann de 9 de diciembre de 1931, Wittgenstein reconoció no sólo el estilo arrogante del TLP, sino su error de fondo: pretender que la tarea del análisis lógico consistiera en descubrir las proposiciones elementales, ya que son la base del lenguaje lleno de sentido. Ahora admitía que no es posible llevar a cabo esta tarea, puesto que constituye un error querer encontrar algo oculto en el lenguaje: siempre nos movemos en el ámbito de la gramática de nuestro lenguaje ordinario, de manera que permanentemente tenemos ya ante los ojos todo lo que se precisa para explicarlo. Ninguna supuesta lógica subyacente puede dar cuenta del lenguaje mejor que el lenguaje mismo. Lo único que se precisa es exponer las reglas de uso de palabras y expresiones tal como de hecho actúan en la vida cotidiana del lenguaje.

La proposición significativa ha dejado de ser una figura lógica (Bild) de la realidad, como un modelo matemático que representara un estado de cosas. La lógica ha perdido el trono de lo trascendental: existen otras condiciones a priori de significatividad que no se hallan en la estructura lógica del lenguaje, puesto que el juego de la lógica es uno más entre todos los otros. El lenguaje encuentra su razón de ser en el seno mismo de los diversos contextos comunicativos y de las reglas de uso de las palabras en dichos contextos. El lenguaje ya no es medida lógica de la realidad (TLP 2.1512). Este enfoque resulta ahora dogmático por unilateral: si se da el caso, por ejemplo, de que una proposición se verifica de dos maneras diferentes, tiene entonces dos significados diversos. La verificación de una proposición ya no acontece en el reino intemporal, unívoco e inmutable de la lógica, sino mediante su descripción en otra proposición, lo que constituye un juego de lenguaje, sometido, como todos, a determinadas reglas gramaticales. La filosofía del lenguaje ya no tiene el cometido de formular, en el lenguaje artificial, perspicuo y cristalino de un cálculo, el espacio lógico invariable y a priori de toda proposición elemental. Ahora sólo le compete observar y describir diferencias esenciales, usos diversos, las reglas de cada juego. Se produce, pues, así otro descenso de nivel en la filosofía trascendental: de la lógica subyacente al lenguaje, que substituía los a priori kantianos, a la gramática real de los usos del lenguaje. Si el TLP había establecido que el pensamiento es lenguaje, cosa que en cierto sentido aún salvaba al pensamiento en la esfera de la lógica, ahora Wittgenstein II cree, en cambio, que no había ido suficientemente a fondo y que debe decir que el lenguaje es uso gobernado por reglas, o sea, que no es pensamiento, pues las reglas son fruto de convenciones sociales y de transformaciones históricas, cosas ambas tan contingentes y casuales como los hechos de que consta el mundo según el TLP. Veamos, por tanto, algunas ideas de esta nueva filosofía del lenguaje, al hilo de su precipitado más elaborado: las Investigaciones filosóficas (IF).

Demos primero, sin embargo, algunas aclaraciones formales. La obra presenta una estructura en dos partes: la primera contiene 693 párrafos, numerados correlativamente y citados habitualmente así: (§ n). El primero expone la teoría de las Confesiones de San Agustín (I/8) sobre el aprendizaje del lenguaje por ostensión: aprenderíamos las palabras y su significado por el procedimiento de vincularlas a aquellas cosas a las que los adultos se refieren cuando las usan. Las palabras serían así etiquetas de cosas, ya que éstas constituirían su referencia: «Las palabras del lenguaje designan objetos – las proposiciones son conexiones de tales designaciones.» (§ 1) Wittgenstein critica y rechaza esta concepción común del lenguaje porque no tiene en cuenta que designar o referirse a algo es un juego de lenguaje más y de ningún modo la función reina de todo el lenguaje. Por eso, el último párrafo saca la conclusión paradigmática de que la gramática del verbo meinen (significar, tener sentido) es muy diferente de la gramática del verbo denken (pensar). O sea, ni el sentido ni la referencia de las palabras pueden establecerse al margen de los usos reales del lenguaje: «Y no hay nada más erróneo que considerar a tener sentido (meinen) como una actividad espiritual.» (§ 693) La segunda parte de las Investigaciones filosóficas, de mucha menor extensión, está dividida en catorce secciones, numeradas con cifras romanas en minúscula (i-xiv), y se ocupa de la aplicación de la teoría de los juegos de lenguaje – ampliamente asentada en la primera parte – al análisis de términos psicológicos de percepción, de consideración bajo un aspecto (ver como), de dolor, de comprensión de significados, de creencia y duda, de descripción de conductas, de expresión de sentimientos y estados de ánimo, etc. El principio al que Wittgenstein apela es siempre el mismo: «Se trata más bien de asumir el juego de lenguaje ordinario, y caracterizar a las falsas representaciones como tales. El juego de lenguaje primitivo, que se le enseña al niño, no precisa de ninguna justificación; los intentos de justificación es preciso rechazarlos.» (xi) Veamos ahora una síntesis mínima de la obra.

Si la lógica ya no es la condición que hace posible la representación del mundo, el concepto mismo de representación y de figura entra en crisis, ya que resulta dudoso que el lenguaje tenga un solo método de proyección y que todo método de proyección comparta una misma estructura lógica. El TLP privilegiaba dos relaciones semánticas: la de nombrar objetos y la de juzgar mediante enunciados aseverativos. Ahora bien, los signos lingüísticos muestran muchas otras funciones semióticas. Además, que un nombre designe algo depende del juego de lenguaje en virtud del cual hay palabras que se aplican como nombres: el uso designativo del lenguaje sólo tiene sentido y se realiza eficazmente como forma de comportamiento en un entorno comunicativo regulado para ello (§ 1-2). No es, pues, canónico para todo el lenguaje en general, ni esencial ni primario para el aprendizaje lingüístico (§ 6).

Aprender el significado de una palabra consiste en aprender una forma de conducta. Utilizar palabras y construir enunciados para nombrar y juzgar no consiste en expresar pensamientos o representaciones mentales de la realidad. El sentido y la comprensión del lenguaje ya no radica en estos elementos psicológicos, ni en su supuesta estructura lógica, sino que se trata de juegos de lenguaje. Aquí se encuentra la clave de la nueva concepción del lenguaje de Wittgenstein: la noción de juego aplicada al lenguaje. Los juegos en general y los Sprachspiele (juegos de lenguaje) en particular comparten muchas propiedades semejantes. Un juego de lenguaje es una totalidad formada por el lenguaje usado en cada caso más las acciones con las que el lenguaje se halla inextricablemente entrelazado en un contexto concreto (§ 7). La categoría de juego de lenguaje sirve, pues, para describir las situaciones comunicativas que realmente acontecen entre personas que gozan de la competencia lingüística de una comunidad hablante. Pero también funciona como método heurístico: igual que en otros ámbitos de la ciencia, permite captar con claridad los mecanismos esenciales de los fenómenos que hay que explicar. En el TLP, esta función correspondía a la noción de Bild, figura, en el sentido de modelo matemático. El juego no es figura porque no hay más figura que el juego (entiéndase que el juego tampoco es figura de nada que anteceda al lenguaje y que pueda ser representado por él).

Así como existe una gran variedad de juegos en general, igualmente hay una multiplicidad de clases de juegos de lenguaje (§ 23). Este hecho no es inocente: liquida de un plumazo, en la mente de Wittgenstein II, la teoría clásica del lenguaje, que había imperado desde Platón hasta Frege y según la cual la denominación o designación se constituía en la función semántica paradigmática del lenguaje, puesto que se le atribuía el papel de establecer la conexión esencial entre el lenguaje y la realidad. Ahora, en cambio, queda reducida a un juego de lenguaje más, sin mayor valor canónico. Comprender, pues, una expresión equivale a conocer su función en el seno de un juego de lenguaje. Contra el Crátilo de Platón y el De magistro y las Confesiones de San Agustín, ya no existe un vínculo secreto y esencial entre la palabra y la realidad (§ 38). Y, contra la teoría de los nombres lógicamente propios de Russell (individuals), tampoco existen expresiones lógicamente simples y básicas para todo lenguaje que establezcan una relación directa e inefable con la realidad.

Los problemas filosóficos ya no tienen por causa la ambigüedad del lenguaje natural, a cuyo remedio se construía un cálculo lógico perspicuo, sino que se generan en un abuso del lenguaje, o sea, en el hecho de sacar una expresión o conjunto de expresiones del juego de lenguaje en que tienen sentido y extrapolarlas a otro ámbito diferente con pretensiones de generalidad o esencialidad (§ 38). Dada la constante complejidad y heterogeneidad del lenguaje, imponerle una generalidad, que deriva de nuestro afán metafísico de esencialidad e inmutabilidad, constituye un abuso. Dichas heterogeneidad y complejidad no son sino la consecuencia de la heterogeneidad y complejidad de las formas de vida. La noción de juego de lenguaje es correlativa de la de formas de vida. Ambas se hallan inexorablemente unidas y no es posible explicar una sin referencia a la otra (§ 19). Son las acciones sociales que llevamos a cabo con el lenguaje, lo que hacemos siempre al hablar, en situaciones humanamente comunicativas, o sea, significativas. Reiterémoslo: la teoría semántica ha cambiado, puesto que el significado no es una cosa, sino un uso socialmente regulado. Y explicar el significado pasa por describir la actividad, el juego del que forma parte una expresión lingüística.

El lenguaje acontece, se juega, en el seno de una comunidad humana. Por tanto, la misma apertura e historicidad de lo humano en general se trasladan ahora al lenguaje. Siempre vivimos en la libertad de inventar nuevas formas de comunicación que den lugar a nuevos juegos de lenguaje, a nuevos significados. Aquí radica la convencionalidad social del lenguaje. En óptica histórica, diacrónica, el lenguaje acumula formas de vida inventadas, practicadas y quizá ya olvidadas o en claro desuso. En conclusión, el lenguaje no sólo no determina la realidad, y menos aún la vida, sino que vale más bien la relación inversa: es la vida histórica y social la que determina el lenguaje. De la vida depende que el lenguaje tenga sentido. Y el mecanismo a través del cual este a priori último de la vida actúa y se muestra efectivo son las reglas.

El concepto clave para entender el de juego de lenguaje es, en el fondo, el de regla. Wittgenstein II subraya hasta la saciedad que el significado de un término o expresión no puede constituir una realidad fija, sino que está esencialmente abierto (§ 79). Por eso tampoco la palabra regla tendrá, según él, un único sentido: existen muchas clases de reglas y muchas acepciones del vocablo regla. Es observando cómo se practica un determinado juego lingüístico que podemos decir con qué reglas actuamos (§ 54). No existe, pues, una esencia o núcleo general que fuera común a todas las muestras de reglas que llegáramos a observar. El TLP había canonizado el tipo de regla que forma parte de un cálculo notacional, que forma parte de un sistema lógico y que se aplica de manera determinista. Pero precisamente por eso había resultado ser una obra dogmática. Las reglas lingüísticas, en cambio, son reglas del uso variopinto del lenguaje según situaciones comunicativas concretas, o sea, dependen de formas de vida. Y, como dependen también de concretas comunidades de comunicación, no son universales, sino contingentes, como los hechos del mundo en el TLP. Pero es que tampoco son homogéneas, pues no podemos reducirlas a un mismo y único tipo lógico. Por todo ello lo único que cabe decir es que mantienen, eso sí, un aire de familia entre ellas, pues muestran relaciones de semejanza o semblanza en la diferencia. Pero nada más.

Las reglas constituyen un conjunto, no un sistema (§ 108). No ofrecen una totalidad estructurada internamente por propiedades formales, ni generan una realidad homogénea (§ 65). No tienen más gramática en común que el entramado que se da entre ellas. Menos aún tienen una gramática trascendental que las haga posibles a priori. Su papel consiste en inducir regularidades en la conducta de los hablantes, regularidades que hagan posible la comunicación, pues la observancia de reglas es un proceso público, controlable y evaluable intersubjetivamente. De ahí que Wittgenstein rechace la posibilidad de un lenguaje privado: siempre dependería del público y no sería lenguaje propiamente (§ 244-256). Seguir una regla debe conceptualizarse como una práctica. Y debe distinguirse de su formulación. No existe el reino ideal de entidades abstractas en que consistirían las reglas una vez formuladas. Eso equivaldría a recaer en el platonismo del lenguaje y conduciría a un círculo vicioso: si la regla fuera lo que su formulación expresare, sería el resultado de interpretar esta formulación, cosa que plantearía la espinosa cuestión de los criterios con que determinar la interpretación correcta de una regla. Y no podría responderse que tales criterios serían la conducta, pues toda regla se podría interpretar de manera que concordara con la conducta (§ 198 y 201). Y, si distinguimos entre una regla y su aplicación, vamos a parar al mismo regressus ad infinitum: para saber cuándo sería correcta la aplicación de una regla, habría que dominar previamente otra regla, para cuya aplicación dependeríamos, a su vez, de otra de orden superior, y así indefinidamente. Por tanto, es imprescindible concebir las reglas inseparablemente de sus aplicaciones. O sea, no cabe sino pensarlas como prácticas sociales, como objeto de aprendizaje y de transmisión cultural. Hablamos como miembros de una comunidad y hacemos lo que ésta hace cuando hablamos. Como dice una anotación de 1945, las palabras son acciones. Nada más. No hay en ellas nada misterioso, ninguna esencia oculta que el metafísico deba descubrir y expresar mediante una teoría del ser.

Baste lo dicho para sacar la conclusión de que Wittgenstein II se despidió definitivamente del mito de la interioridad para explicar el lenguaje: el significado no se encuentra ni en el mundo interior, mental, del sujeto, ni en la idealidad trascendente de objetos platónicos o supuestas esencias de las cosas, ni en el límite transcendental de la lógica subyacente al lenguaje. Pero también se despidió del mundo objetivo de los hechos extralingüísticos (objetos combinados en estados de cosas, el mínimo de ontología lógica según el TLP) y lo substituyó por el mundo público de las convenciones sociales que regulan el uso de las palabras y las expresiones del lenguaje. El significado es una función de las necesidades humanas básicas de comunicación. Es el producto del espacio público de una comunidad cultural. Nos hemos quedado, por tanto, no sólo sin metafísica, pues ésta consiste en un abuso del lenguaje o en un juego lingüístico sin necesidad social, sino sin pensamiento, sin el cual menos aún puede haber metafísica, pues el lenguaje no se origina en el conocer y en la captación y comunicación de este conocimiento, sino en la acción que corresponde y responde a necesidades sociales de relación funcionales, básicas. Al final, pues, del recorrido de la modernidad, el único a priori con que tropezamos parece consistir en la elemental constatación de que todo sucede como sucede, de que la acción de los hombres juntos se basta a sí misma, excluye toda explicación y sólo puede ser descrita con el lenguaje que ella misma se ha inventado. En Wittgenstein, sin embargo, este enfoque aún sirve para dejar al otro lado lo que de verdad vale absolutamente y de lo que hay que vivir para dar sentido a la vida en el lado de acá. Y en este punto coinciden, como se ha dicho, el TLP y las IF. Pronto, sin embargo, se creerá poder prescindir de cualquier trasfondo metafísico en el análisis del lenguaje, como en el caso de J. L. Austin y de J. R. Searle, o sea, en buena parte de la llama filosofía analítica del siglo XX. El lenguaje perderá así no sólo el pensamiento, sino también su densidad humana, pues una vez se ha visto reducido a lo que con él se puede hacer, resulta fácil pensar que no consiste en nada más que en un juego de signos entre muchos otros, incluso más ventajosos a efectos manipulativos, comunicativos o comerciales.

5. El trasfondo metafísico

¿En qué consiste este trasfondo metafísico de que Wittgenstein aún vivía personalmente, a pesar de que según él no pueda formularse teóricamente a la manera de una filosofía del ser y de los trascendentales? Si no alcanzáramos a verlo suficientemente, tampoco entenderíamos sus dos filosofías del lenguaje. Y tampoco podríamos percibir que lo incompatible de ambas contribuye a reforzar aún más su unidad de fondo. Pues bien, los Diarios secretos (1914-1916) abundan en invocaciones a Dios y al Espíritu para poder recogerse en su interior, obtener fuerza ante las adversidades y luchar contra el mundo exterior, aceptar la voluntad de Dios, no perder la propia vida, no olvidarse de Dios, aceptar el cristianismo como único camino seguro hacia la felicidad, cumplir el propio deber por el deber propio, reservar la propia persona para la vida espiritual, vivir en lo que es bueno y bello, recibir la iluminación de Dios ante la proximidad de la muerte, vivir con paz interior, llevar una vida agradable a Dios, etc., etc. Parejas convicciones religiosas, éticas y espirituales a la vez, muestran que para el joven Wittgenstein de la época en que buscaba la esencia lógica de la proposición significativa, o sea, una teoría semántica del lenguaje, Dios era la única cosa que necesita el hombre para ser decente en su humanidad. Ética y vivencia religiosa se dan la mano, en cuanto que la fe verdadera no consiste en una teoría teológica, sino en la transformación de la manera de ver el mundo y la propia vida, en la realización del valor ético absoluto en medio y por encima de este mundo de simples hechos: hay que hacerse mejores dejando que Dios obre en nosotros, para ser dignos de llevar a cabo un trabajo filosófico decente. La luz viene de lo alto y sin ella no valemos nada ni hacemos nada que valga algo.

Pero es que tampoco los Diarios filosóficos (1914-1916) se quedan cortos en expresiones del ideal metafísico del joven Wittgenstein. El cultivo de la ciencia, por ejemplo, activa el impulso del hombre hacia lo que es místico, puesto que la solución a todas las posibles preguntas científicas deja sin tocar las cuestiones vitales. Además, fuera de los hechos del mundo y de las proposiciones que los representan significativamente, ha de haber algo más alto, que ya no puede expresarse mediante el lenguaje, pero que deseamos expresar porque es lo más importante para la vida humana. Es un ámbito allende el mundo como totalidad de hechos, la esfera de lo trascendente. Coincide con Dios y con el sentido y la finalidad de la vida. El hombre lo vivencia en cuanto que es sujeto del límite del mundo, en cuanto hace éticamente buena la voluntad con que afronta los hechos del mundo, puesto que voluntad buena y sentido de la vida están conectados. A este sentido, pues, se le puede llamar Dios, y a Dios se le puede comparar con un Padre. Por ello, quien reza a Dios piensa en el sentido de la vida. Y, con este desapego del mundo, nos hacemos independientes de él y así, paradójicamente, lo dominamos, pues no nos rebaja a un hecho más, sino que lo trascendemos metafísicamente. Quien cree en Dios no sólo comprende la cuestión del sentido de la vida como cuestión, sino que también experimenta que la vida tiene realmente sentido y que él es feliz, pues ya no tiene miedo ni del mundo con sus hechos ni de la muerte con su final. No en vano cabe decir de quien muestra tener miedo a la muerte que vive una vida falsa, una vida en el engaño, una vida mala.

En una carta de 1917 a su amigo Paul Engelmann, Wittgenstein se muestra despreocupado respecto de la posibilidad de expresar lo que es trascendente mediante el lenguaje. Nada se pierde si no podemos decir nada con sentido de lo inexpresable, puesto que existe y se halla contenido en nuestras proposiciones con sentido. Esta doctrina, que distingue claramente entre lo que se puede decir y lo que únicamente se muestra en lo que se dice, es fundamental para entender el pathos metafísico de Wittgenstein. En el prólogo del TLP ya advertía que el libro pretendía trazar un límite a la expresión de los pensamientos, que, como sabemos, son figuras de hechos del mundo o estados de cosas. La noción de límite es dialéctica y atraviesa todo el TLP: una vez trazado, implica que existe algo más allá para cuya preservación se encierra el aquende en un todo autocontenido. Sólo así se puede entender y vivenciar que el sentido del mundo se encuentra fuera de él, pues no puede ser un hecho casual más del mundo, sino algo radicalmente meta-físico, el valor absoluto, que hace de la ética una esfera trascendental, como la misma estética, en cuanto vivencia de lo que es bello en sí, y no sólo relativamente a hechos del mundo. Se soluciona, pues, el problema de la vida, y con él los clásicos problemas filosóficos en general, porque, y sólo cuando, se adopta la forma de la vida correcta éticamente, estéticamente y místicamente.

Una carta de 1919 a su amigo Ludwig von Ficker, famosa porque contiene la clave de lectura de todo el TLP, nos asegura que el sentido del libro, y de la empresa que con él Wittgenstein quería llevar a cabo, es ético. Nos da a entender así que se trata de una ética trascendental, metafísica, aquella en virtud de la cual, como impone la tesis séptima, callamos sobre lo más alto, que es lo más importante, mientras reducimos el uso del lenguaje a lo que puede decirse con sentido. No es posible, pues, elaborar una metafísica como sistema filosófico que contuviera enunciados con sentido. Por eso la filosofía de Wittgenstein es análisis del lenguaje, y no teoría metafísica, filosofía en el sentido más habitual desde Platón. Pero ello porque sólo de este modo se puede salvar lo que la metafísica clásica pretendía con justicia: preservar lo más alto. Y, en una carta a Russell de 1919, le acusa precisamente de no haber comprendido su intención principal, respecto de la cual el tema entero de las proposiciones lógicas es sólo un corolario, cuando ocupa la mayor parte del TLP. Lo que Russell no entendía en profundidad es la distinción referida entre pensar/decir, por una parte, y mostrarse, por otra. De aquí pende la finalidad metafísica de la obra de guerra.

En 1929, de vuelta a Cambridge, Wittgenstein recibió la invitación a pronunciar una conferencia divulgativa en la sociedad Heretics, formada probablemente por profesores y estudiantes avanzados. Escogió por tema la ética y quiso explicar, en el lenguaje de primera persona, el único que dice algo con sentido de lo que no puede decirse, su concepción trascendente de la ética. Para él, ética es búsqueda del sentido de la vida, de lo que hace digna la vida, de la manera correcta de vivir. La ética es sobrenatural, puesto que trasciende todos los hechos del mundo y no es ninguno de ellos. Por eso no puede enseñarse, sino sólo testimoniarse. Y el mismo Wittgenstein indica tres experiencias personales que apuntan al valor absoluto que da sentido metafísico a la vida. La primera consiste en la maravilla o sorpresa ante la existencia del mundo, pues resulta extraordinario que existan cosas. La segunda se refiere a la sensación personal de sentirse absolutamente seguro pase lo que pase en el nivel de los hechos, pues se trata de la experiencia de saberse en manos de lo más alto. Y la tercera contiene la vivencia de la propia culpabilidad moral, como cuando se dice que Dios desaprueba nuestra conducta, pues se trata del valor moral que tiene la propia persona ante lo absoluto. Wittgenstein subraya que estas tres experiencias tienen un valor intrínseco, absoluto, y que no son simples símiles para parafrasear hechos contingentes del mundo. Son, diríamos, vivencias originariamente metafísicas.

En sus conversaciones con Wittgenstein de los años 1929 y 1930, Friedrich Waismann ha dejado escrito que Wittgenstein insistía en que había que dar de lado con el parloteo en ética, puesto que no se puede decir nada que pueda alcanzar la esencia de lo ético, a pesar de los erróneos intentos de Moore por definir la ética en su libro Principia ethica. Por la misma razón también le comentó que no se puede hablar de religión, pues la esencia de la religión no tiene nada que ver con lo que se diga de ella (teología). Solamente podría hablarse de religión si dicho hablar constituyera un componente de la acción religiosa del creyente, y no como teoría, pues entonces se daría testimonio de lo que vale en absoluto para una persona.

Los diarios de los años treinta, conocidos como Movimientos del pensar, ofrecen este testimonio de manera clara y abundante, precisamente cuando Wittgenstein ya había cambiado de método en su análisis del lenguaje. Muestran una clara preocupación crítica por la marcha de la cultura europea, reflexionan sobre el papel de la filosofía y revelan una profundidad de alma que sorprende por su honestidad y por la búsqueda constante de una apropiación existencial de algunos dogmas centrales del cristianismo. Cree, así, que en la civilización de las grandes ciudades al espíritu sólo le cabe refugiarse en un rincón y posarse, cual testigo y vengador de la divinidad, sobre las cenizas de la cultura. Da la razón a Nietzsche cuando éste afirmaba que había llegado el tiempo de la transvaloración de todos los valores. Afirma que el ser humano que está en comunicación con Dios es fuerte. Ve en la música de épocas pasadas formulaciones sobre lo que está bien o mal. Asigna a la filosofía el papel de tranquilizar al espíritu disolviendo cuestiones faltas de sentido. Valora una proposición ética como una acción personal; en ningún caso como la constatación de un hecho. Dice de sí mismo que obra correctamente cuando se mueve en un plano más espiritual en que puede ser persona. Nos invita a todos a conocernos por lo que somos realmente: pobres pecadores. Cree que hay que abrazar a las personas por ellas, no por uno mismo. Reconoce que no se puede designar a Cristo redentor sin llamarle Dios. Para él, la fe no tiene otro arranque que la fe misma, no las palabras, y el cristianismo sólo es accesible a quien se coloca en la alta esfera de su exigencia ética. En el hombre ve una aspiración al absoluto que convierte en mezquina toda felicidad terrenal. Contempla en Cristo al perfecto que ha pagado por la culpa de todos, al que por ello ha de ser amado por encima de todo.

Wittgenstein poseía, pues, una concepción ética trascendente del cristianismo semejante a la de Tolstoy y entendía la fe como una vivencia mística de superación de los límites del lenguaje y del mundo. Su adscripción religiosa era básicamente cristiana, si hacemos abstracción no sólo de los dogmas que era incapaz de apropiarse existencialmente, como el de un Dios creador, sino también de su rechazo de la dimensión cognitiva de la fe, la que se expresa en enunciados que constituyen la fe creída (fides quae) como base teórica de la fe vivida (fides qua). Ciertamente, no era católico, pues entre otras cosas le molestaba profundamente todo intento racional de probar la existencia de Dios y de hacer racionalmente creíble o aceptable la fe, y opinaba que con sus dogmas la Iglesia mantiene a la gente en la tiranía. Admiraba a San Pablo, pero consideraba que él no se hallaba personalmente a la altura espiritual que podría hacer comprensibles sus escritos. En el aislamiento de su cabaña de Noruega, se arrodillaba a rezar ante un Dios invisible, pero también pasó épocas de profunda soledad, desazón espiritual e incapacidad para abandonarse en Dios, además de vanidad intelectual, excitación sensual y nerviosismo rayano en la locura. Por otra parte, casi toda la vida tuvo que luchar con la tentación o la idea del suicidio, que le obligaba a una decisión ética radical sobre si mismo para justificar su continuar viviendo con decencia, pues para él no valía la vida a cualquier precio. Como testimonian sus anotaciones de los años 30 y 40, recogidas en Aforismos. Cultura y valor, vivió el sufrimiento del espíritu en carne propia. Por eso pudo escribir que la solución del problema de la vida es una forma de vivir que haga desaparecer lo problemático. Y en una anotación de 1947 pide a Dios que dé penetración al filósofo para que pueda ver lo que tiene ante los ojos, es decir, los embrujos del lenguaje que han conducido a tantos malentendidos en la historia del pensamiento: no son teorías filosóficas lo que necesitamos para salir del atolladero, sino una forma trascendente de vida. Por eso afirma de su mismo trabajo filosófico terapéutico que todo lo que hace es reconducir las palabras de su utilización metafísica a su uso cotidiano (IF, § 116).

Resulta evidente, para concluir, que Ludwig Wittgenstein vivió toda su vida del pathos de lo metafísico. Y que se dedicó a la filosofía con la finalidad de salvar lo más alto de la hipócrita doble moral de la sociedad vienesa de su infancia y juventud, de la cháchara insulsa del mundo académico, de la decadencia de la cultura europea y americana y de la manipulación religiosa interesada de las iglesias cristianas. Al final encargó decir que su vida había sido maravillosa. Sólo Dios lo sabe. Pero nosotros, que quizá no estemos a la altura de su vivencia ética, estética y mística, ¿podemos poner en cuestión su propio juicio? No olvidemos en qué descansaba. Él mismo nos lo ha dejado escrito: “El ser humano vive su vida habitual con el resplandor de una luz de la que no se hace consciente hasta que se extingue. Cuando se extingue, de repente la vida se queda privada de todo valor, sentido o como quiera llamársele.” (22.2.1937)

6. Retos planteados

Las dos filosofías del lenguaje de Wittgenstein, junto con su intención metafísica, plantean cuestiones tanto a la filosofía en general como a la teología de orientación cristiana. Por lo que respecta a la primera, resulta inevitable preguntarse si tanto la filosofía del lenguaje del TLP como la de las IF dan cumplida cuenta de las dimensiones semiótica, semántica y pragmática del lenguaje. Bien podría ser que, al identificar primero el pensamiento con el lenguaje y luego el lenguaje con reglas sociales, se haya inhabilitado al lenguaje como medio-en-que y no sólo instrumento para la captación de la verdad intelectual. He aquí, pues, algunas cuestiones de filosofía del lenguaje que parecen irrenunciables: ¿no es más respetuoso de las relaciones reales entre lenguaje y pensamiento mantener una insuperable distinción entre ambos planos? ¿No contendrá el giro lingüístico de la llamada tercera modernidad (después de la de Descartes y la de Kant) una excesiva deriva hacia el signo lingüístico con detrimento de su carga semántica? ¿Se puede reducir la teoría del significado a una teoría sintáctica y ésta a una teoría pragmática? ¿No acaba así disolviéndose el lenguaje mismo en un conjunto de simples operaciones instrumentales, de reacciones a necesidades humanas primitivas? Dichas cuestiones sugieren que el llamado giro lingüístico de la filosofía del siglo XX no deja de ser una radicalización del postulado básico de la modernidad: la interpretación del hombre como sujeto que se absolutiza a sí mismo, hasta el punto de que cualquier referencia a una realidad objetiva, anterior e independiente del juego humano de las interpretaciones (Nietzsche) provoca la sospecha de ideología y de limitación inaceptable de la libertad humana, que se quiere omnímoda. Por eso no puede haber nada anterior ni fundacional respecto al hombre, ni siquiera supuestos a priori en el corazón mismo del conocimiento (Kant). Sólo la acción humana, absolutamente originaria, espontánea y no condicionada por nada que le esté por encima, sino sólo por debajo, puede dar cuenta del hombre. Sin embargo, un planteamiento naturalista de este tipo, que da al traste con la metafísica, la teoría del conocimiento y la ética en el sentido de un reino trascendente al hombre, acaba en la paradoja de tener que someter al ser humano al imperio de necesidades materiales e instintivas que no sólo son primarias, sino que se convierten, en el fondo, en el único absoluto existente, ante el cual el mismo hombre acaba perdiendo su condición de sujeto que dispone libremente incluso de lo que le condiciona. Por tanto, ¿no será necesario aprovechar, ciertamente, las intuiciones de Wittgenstein respecto del lenguaje ordinario, pero ir más allá que él a la hora de entender la relación entre lenguaje y verdad, lenguaje y conocimiento, lenguaje y filosofía? ¿No habrá que seguir entendiendo la filosofía como una investigación, lingüísticamente expresable y defendible, de cuestiones como la de qué sea en última instancia la realidad, qué valor corresponda a nuestra captación de la verdad intelectual, en qué consista el valor ético absoluto, en qué plenitud pueda confiar el hombre, cómo haya que entender la historia, cómo se deba identificar y combatir el mal, etc., etc.? Las intuiciones metafísicas de Wittgenstein pueden sernos aquí de gran ayuda, pues todas ellas se escapan a cualquier análisis reductivo del lenguaje, ya que se proyectan directamente sobre el otro lado de todo límite. Sus filosofías del lenguaje, en cambio, probablemente deban ser forzadas contra sus propias limitaciones, y no sólo por encima de los límites del lenguaje con que se expresan.

Todos estos problemas se tornan más agudos en el caso de una teología de orientación cristiana, pues aquí resulta fundamental entender al lenguaje como símbolo y no sólo como signo, o sea, reconocerle la capacidad, bajo determinadas condiciones, de hacer presente, y no únicamente evocar, el mundo trascendente a que se refieren las expresiones de las creencias y sentimientos religiosos. Si no fuera así, una de las afirmaciones fundamentales del cristianismo cual es la de la encarnación del Verbo de Dios carecería de toda plausibilidad. La concepción cristiana del hombre y de Dios requiere que tanto el conocimiento como el lenguaje humanos puedan alcanzar, en un cierto sentido, a la misma divinidad cuando ésta decide asumir las dimensiones esenciales y más humanas de nuestra condición. Por eso le resulta tan difícil a la teología establecer un diálogo constructivo con una postmodernidad que ha disuelto al sujeto en signos, mecanismos, poderes y estructuras que se explican por su propia dinámica, por el juego sintáctico de sus propias interpretaciones. Aunque todavía, por influjo de la tradición metafísica occidental, se viva culturalmente en parte de la ilusión de que el hombre lleva a cabo una obra propiamente humana y hace libremente lo que debe, no parece haber más libertad que las reglas que se nos imponen, como bien nos muestra el lenguaje, que incluso acaba constituyéndonos en sujetos: ¿seríamos personas, es decir, centros conscientes de un yo profundo si el lenguaje no nos lo dijera? ¿Y no nos lo dice acaso para engañar nuestra vanidad y someternos así más fácilmente a sus juegos sintácticos naturalistas? Estas preguntas pueden parecer ciencia ficción, pero recogen en buena parte la sensación de impotencia, anonimato, indefensión, vacío e incluso hastío que tienen no pocas personas ante las dinámicas que acaban imponiéndosenos bajo la apariencia de obras racionales del hombre. Por eso acaso quepa decir que la teología no debería entretenerse simplemente en análisis hermenéuticos del lenguaje religioso, por muy útiles que puedan ser a efectos catequéticos o pastorales, y que debería más bien afrontar, junto con la filosofía, la gran cuestión de fondo: si la filosofía del lenguaje y la hermenéutica pueden declarar innecesaria a la metafísica en un mundo en que el sujeto humano mismo parece innecesario. Pues si el cristianismo no se atreve a aportar a esta cuestión datos extraídos de la revelación y elaborados teológicamente, corre el riesgo de ser entendido como un lenguaje no sólo falto de sentido, sino que parece pervivir como reliquia curiosa de un pasado ya superado de la humanidad, que coincidiría con los siglos de su ensueño metafísico (Comte). Que Dios sea relevante para el hombre, y así que el hombre sea relevante para sí mismo y para Dios, depende también en buena parte de la concepción filosófica que tengamos del lenguaje. Wittgenstein creyó que debía alejar a lo transcendente del lenguaje. Pero así se vio obligado a vivir de lo más importante desde el sufrimiento de una interioridad incomunicable. El cristianismo no puede aceptar que el sufrimiento humano no deba ser compartido, pero por eso mismo ha de luchar porque el lenguaje alcance toda la densidad humana de que sea capaz. Y para eso se precisa una teología fuerte, al lado de la filosofía en el sentido más verdadero de la palabra.

7. Bibliografía

Indicamos aquí una bibliografía mínima y parcial de obras y escritos de y sobre Ludwig Wittgestein. Sin ninguna pretensión de exhaustividad, adjuntamos en un archivo aparte una serie más extensa de referencias, para quien pudiera estar interesado en hacer una investigación seria sobre este autor. [Bibliografia]

a) Ediciones completas de las obras de Wittgenstein

Ludwig Wittgenstein: Wiener Ausgabe (hrsg. von M. Nedo), Springer Verlag, Wien/New York 1993 y ss.

Schriften, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1960-1982, 8 volúmenes.

Werkausgabe in 8 Bänden, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main 1984 y ss.

Wittgenstein’s Nachlass, The Bergen Electronic Edition, Oxford University Press – University of Bergen – The Wittgenstein Trustees 2000.

b) Traducciones al castellano

Aforismos, cultura y valor (trad. castellana de E. C. Frost y prólogo de J. Sádaba; edición de G. H. von Wright con la colaboración de H. Nyman), Espasa Calpe, Madrid 1995, sigue la traducción inglesa de Vermischte Bemerkungen.

Arte, Psicología y Religión, Universidad de San Marcos, Buenos Aires 1974.

Comentarios sobre “La rama dorada”, UNAM, México 1985.

Conferencia sobre ética. Con dos comentarios sobre la teoría del valor (introd. de M. Cruz, trad. de F. Birulés), Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona 1989, 19973reimp.

Diario filosófico (1914-1916) (trad. de J. Muñoz e I. Reguera), Ariel, Barcelona 1982, es traducción de la segunda edición bilingüe: Notebooks: 1914-1916 (ed. al.-ingl. de G. H. von Wright y G. E. M. Anscombe, trad. de G. E. M. Anscombe), Oxford: Basil Blackwell 1961, con texto alemán idéntico al de «Schriften I».

Diarios secretos, (trad. de A. Sánchez Pascual), «Saber» 5 (sept.-oct. 1985) y 6 (nov.-dic. 1985). Edición en formato libro de W. Baum (trad. de los textos alemanes: A. Sánchez Pascual, Cuadernos de guerra de I. Reguera), edición bilingüe alemán-castellano, Alianza, Madrid 1998; 1ª edición en “Alianza Universidad”: 1991.

En torno a la ética y al valor (trad. de Ethics de A. Salazar), Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima 1967.

Estética, psicoanálisis y religión (trad. de E. Rabossi de las Lectures and Conversations on Aesthetics, Psychology and Religious Belief), Editorial Sudamericana, Buenos Aires 1976.

Gramática filosófica (texto establecido por R. Rhees, trad. de L. F. Segura), UNAM, México 1992.

Investigaciones filosóficas (trad. de A. Rossi), UNAM, México 1967.

Investigaciones filosóficas (trad. de A. García Suárez y U. Moulines), edición bilingüe alemán-castellano, Crítica, Barcelona 1988.

Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa (introducción de I. Reguera), Paidós-I.C.E. de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona 1992, incluye notas de R. Rhees de sus conversaciones con Wittgenstein sobre Freud.

Los cuadernos azul y marrón (prefacio de R. Rhees, traducción de la 2ª edición inglesa por F. Gracia Guillén), Tecnos, Madrid 1968, 31998.

Movimientos del pensar. Diarios 1930-1932/1936-1937 (edición de I. Somavilla, traducción de I. Reguera), Pre-Textos, Valencia 2000.

Notas dictadas a G.E. Moore en Noruega, en abril de 1914, en: Diario filosófico (1914-1916), trad. de los diarios: J. Muñoz, y de los apéndices: I. Reguera, Ariel, Barcelona 1982, pp. 187-206.

Notas para las conferencias sobre “Experiencia privada” y “Datos sensibles”, en: E. Villanueva (comp.), El argumento del lenguaje privado (trad. de J. Lascurain y E. Villanueva), UNAM, México 1979.

Notas sobre lógica, en: «Teorema», Valencia, Número monográfico sobre el Tractatus (1972) 7-47, trad. castellana de J. L. Blasco y A. García Suárez.

Observaciones a La Rama Dorada de Frazer (introd. y trad. de J. Sádaba, edición y notas de J. L. Velázquez), Tecnos, Madrid 1992, 21996.

Observaciones sobre los colores (introd. de I. Reguera, trad. de A. Tomasini Bassols), Instituto de Investigaciones Filosóficas (UNAM)-Paidós, Barcelona 1994, edición bilingüe español-alemán.

Observaciones sobre los fundamentos de la matemática (edición de G. H. von Wright, R. Rhees y G. E. M. Anscombe, versión española de I. Reguera), Alianza Editorial, Madrid 1987.

Ocasiones filosóficas 1912-1951, J. C. Klagge y A. Nordmann (eds.), (trad. de Á. García Rodríguez), Cátedra, Madrid 1997.

Sobre la certeza (compilado por G. E. M. Anscombe y G. H. von Wright, trad. de J. Ll. Prades y V. Raga), edición bilingüe alemán-castellano, Gedisa, Barcelona 1988, 3reimp1997.

Sobre la certidumbre (trad. de M. V. Suárez), Tiempo Nuevo, Buenos Aires 1972.

Tractatus logico-philosophicus: a) (trad. e introd. de J. Muñoz e I. Reguera), edición bilingüe alemán-castellano, Alianza, “Alianza Universidad”, Madrid 19956reimp. b) (trad., introd. y notas de L. M. Valdés Villanueva), Tecnos, Madrid 2002, versión sólo en castellano que sigue la catalana de J. M. Terricabras.

Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología. Estudios preliminares para la parte II de Investigaciones Filosóficas (trad. de E. Fernández, E. Hidalgo y P. Mantas), Tecnos, Madrid 1987.

Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología. Vol. II: Lo Interno y lo Externo (1949-1951) (trad. de E. Fernández, E. Hidalgo y P. Mantas), Tecnos, Madrid 1996.

Zettel (trad. de O. Castro y C. U. Moulines), UNAM México 1979, 1985.

c) Biografías

Malcolm, Norman, Ludwig Wittgenstein. A Memoir, with biographical sketch by G. H. von Wright and Wittgenstein’s letters to Malcom, Clarendon Press, Oxford 2001.

McGuinness, Brian, Wittgenstein: A Life. Young Ludwig 1889-1921, The University of California Press, Berkeley-Los Angeles-London 1988.

Monk, Ray, Ludwig Wittgenstein. The Duty of Genius, Jonathan Cape, London 1990; Penguin Books, New York 1990.

Ordi, Joan, Ludwig Wittgenstein: una vida oberta al transcendent, Fundació Joan Maragall – Editorial Claret, Barcelona 2006.

Rhees, Rush (ed.), L. Wittgenstein, Personal Recollections, Basil Blackwell, Oxford 1981.

Wright, G. H. von, Ludwig Wittgenstein: A Biographical Sketch, «Philosophical Review» 64 (oct.1955) 527-544.

Wright, G. H. von, Wittgenstein, Basil Blackwell, Oxford 1982.

d) Obras sobre Wittgenstein

La literatura secundaria es prácticamente inabarcable. Destacamos tan sólo algunas obras importantes, donde se encontrarán muchas otras referencias.

Anscombe, G. E. M., An Introduction to Wittgenstein’s Tractatus, Hutchinson University Library, London 1959, 41971; Thoemmes Press, Bristol 1996.

Barrett, C., Wittgenstein on Ethics and Religious Belief, Basil Blackwell, Oxford 1991.

Black, M., A Companion to Wittgensteins’s Tractatus, Cambridge University Press, Cambridge 1964; Cornell University Press, Ithaca (New York) 1964; 1982.

Bonnin Aguilo, F., Representación, realidad y mundo en el Tractatus de Wittgenstein, en: Villegas Forero, L., Verdad: lógica, representacion y mundo, Universidad de Santiago de Compostela 1996.

Bouveresse, J., Wittgenstein: la Rime et la Raison. Science, éthique et esthétique, Les Editions de Minuit, Paris 1973.

Carruthers, P., The Metaphysics of the Tractatus, Cambridge University Press, Cambridge 1990.

Colombo, G. C. M., Introduzione critica, en: Tractatus Logico-Philosophicus (testo originale, versione italiana fronte di G. C. M. Colombo), Bocca, Milano-Roma 1954.

Copi, I. – Beard, R. W. (editors), Essays on Wittgenstein’s Tractatus, Routledge & Kegan Paul, London 1966.

Deaño, A., El resto no es silencio. Escritos filosóficos, Taurus, Madrid 1983.

Fann, K. T., Wittgenstein’s Conception of Philosophy, Basil Blackwell, Oxford 1969.

Favrholdt, D., An Interpretation and Critique of Wittgenstein’s Tractatus, Munksgaard, Copenhague 1964, 21965.

Finch, H. Le R., Wittgenstein The early Philosophy. An exposition of the Tractatus, Humanities Press, New York 1971.

Fogelin, R. J., Wittgenstein, Routledge & Kegan Paul, London — New York 1976, 21987.

Janik, A. — Toulmin, S., Wittgenstein’s Vienna, Simon and Schuster, New York 1973.

Kenny, A., Wittgenstein, Allen Lane The Penguin Press, Harmondsworth (Middelsex) 1972; Allen Lane The Penguin Press London 1973.

Llano, A., «Metafísica, filosofía trascendental y filosofía analítica», en: Metafísica y lenguaje, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1984, pp. 15-120.

Maslow, A., A Study in Wittgenstein’s Tractatus, University of California Press, Berkeley — Los Angeles: 1961.

Mounce, H. O., Wittgenstein’s Tractatus. An Introduction, Basil Blackwell, Oxford 1981.

Miranda Ferreiro, M., Lenguaje y realidad en Wittgenstein : una confrontación con Tomás de Aquino, EDUSC, Roma 2003.

Nedo, M. – Ranchetti, M., Ludwig Wittgenstein. Eine Einführung, Springer Verlag, Wien 1993.

Nieli, R., Wittgenstein: from mysticism to ordinary language. A study of Viennese positivism and the thought of Ludwig Wittgenstein, State University of New York Press, Albany (New York) 1987.

Ordi, J., «L’ètica és sobrenatural. La Conferència sobre ètica de Ludwig Wittgenstein», en: «Comprendre, revista catalana de filosofia» III/2 (2001) 37-57.

—, L’imperatiu del silenci. Sentit del Tractatus de Wittgenstein a la llum de la tesi setena, Institut d’Estudis Catalans, Barcelona 2008.

Pears, D. F., The false Prison. A Study of the Development of Wittgenstein’s Philosophy, vol. I, Clarendon Press, Oxford 1987.

Prades Celma, J. L. – Sanfélix Vidarte, V., Wittgenstein: mundo y lenguaje, Cincel, Madrid 1990.

Quintana Paz, M. Á., De las normas como compromisos prácticos, y de la locura como incumplimiento de tales compromisos, en: «Isegoría» 34 (2006) 243-259.

—, Piruetas entre la trascendencia y la inmanencia: notas acerca de la ética del primer Wittgenstein, en: Murillo Murillo, I. (ed.), Religión y persona, Ediciones Diálogo filosófico, Madrid 2006, pp. 793-805.

—, Máquinas como símbolos: Kant, Wittgenstein y la tesis disposicionalista en torno a la normatividad, en: Andaluz Romanillos, A. (ed.), Kant. Razón y experiencia, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 2005, pp. 625-636.

Rhees, R., Discussions of Wittgenstein, Routledge & Kegan Paul, London 1970; Thoemmes, Bristol 1996.

Rorty, R. (ed.), The Linguistic Turn, The University of Chicago Press, Chicago 1968.

Schulte, J., Wittgenstein. Eine Einführung, Philipp Reclam jun., Stuttgart 1989.

Stenius, E., Wittgenstein’s Tractatus. A Critical Exposition of its Main Lines of Thought, Basil Blackwell, Oxford 1960, repr1964.

Terricabras, J.M., Ludwig Wittgenstein. Kommentar und Interpretation, Karl Albert , Freiburg-München 1978.

Vicente Arregui, J., Acción y sentido en Wittgenstein, Eunsa, Pamplona 1984.

Winch, P. (ed.), Studies in the Philosophy of Wittgenstein, Routledge Kegan Paul, London 1969.

 
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Publicado por en 9 de septiembre de 2020 en Ensayo, Filosofía, Lengua, Pensamiento, Poesía

 

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Wittgenstein, pensamientos en tiempos de zozobra

Ludwig Wittgenstein

Ludwig Wittgenstein – Moritz Nähr – Austrian National Library

¿Te confundirás entonces con un árbol o un animal
Porque los ves y existes con ellos en el mundo?
¿Debes, por tanto, ser tus pensamientos
Porque habitas el mismo mundo con ellos?

—Carl Jung, Liber Primus

En tiempos de obligado encierro me he encontrado cada vez más inmerso en mis pensamientos. La falta de rutina establecida, de contacto social y la ansiedad propia y la generada por eventos que trascienden mi control, me han forzado a estar conmigo mismo como nunca antes. Así que me he estado cuestionando sobre la naturaleza del pensamiento. ¿Existen diferentes modos de pensar? ¿Estoy en control de lo que pienso? ¿Por qué pienso lo que pienso? En algunos casos pienso de manera activa, pero durante la mayoría del tiempo pareciera que lo hago orgánicamente, sin ningún esfuerzo aparente. Lo poco que sé es que los humanos lo hemos codificado en palabras. Tal vez pueda llegar a sentir de una manera abstracta no lingüística, pero mi entendimiento de esa emoción o sentimiento debe ser procesado vía un lenguaje compuesto por las mismas palabras que usamos en nuestro día a día de manera natural, casi nunca deteniéndonos a preguntarnos la definición de ésta o si la utilizamos en el contexto adecuado.

Somos seres extraordinarios en cuanto se trata de lenguaje, capaces de comunicarnos con miles de palabras en casi infinitos contextos, sin la necesidad de detenernos a desmantelar los componentes de una oración. El entendimiento, al parecer, es casi inmediato, siempre y cuando el receptor conozca las palabras utilizadas. Y creemos que esto se debe, conforme a filósofos como Ludwig Wittgenstein, a la suposición de que subconscientemente conocemos la definición de cada palabra que utilizamos, y de que si alguien nos llegase a preguntar su significado, podemos responder sin mayor impedimento. ¿Pero qué pasaría si nos dijeran que en realidad no tenemos un entendimiento real acerca de lo que es el lenguaje, y por lo tanto, del pensamiento? ¿Cuándo consideramos que estamos pensando concretamente? Deberíamos poder responder esto fácilmente; después de todo, utilizamos la palabra desde la infancia. Pero a la hora de tener que responder esa pregunta, tan sencilla y básica, no nos sentimos tan cómodos. Utilicemos como ejemplo la palabra sentir. Hagamos una lista en la que anotamos los diferentes contextos en los que podemos utilizarla. Sería, probablemente, bastante larga y compleja, en la que resultaría imposible determinar un significado absoluto capaz de ser suplantado por la palabra en cada una de esas instancias.

Wittgenstein sentía una gran preocupación acerca de esta suposición de significados. Durante más de treinta años de estudios, abordó una serie de enigmas filosóficos, destacándose su interés por resolver dudas que han prevalecido desde la antigüedad; preguntas que, como el pensar, parecen tener respuestas sencillas y obvias, pero que una vez analizadas de cerca, se vuelven más abstractas, complejas y paradójicas. En su caso, decidió abordar estas cuestiones existenciales a través del lenguaje y las matemáticas, convencido de que realmente no existen problemas filosóficos sino problemas lingüísticos, los cuales, en su gran mayoría, son malinterpretados por los filósofos y conducen a esferas de pura especulación.

Aunque una persona cualquiera pueda llegar a tener un vocabulario de unas setenta mil palabras, Wittgenstein argumenta que en su gran mayoría no poseen un significado metafísico capaz de abarcar todas las instancias en las que una persona las utiliza; es decir, un rasgo esencial y común, capaz de justificar el uso de la palabra dentro del contexto de la frase. Pero dado que sería imposible analizar todas las palabras del diccionario, decide utilizar algunas específicas, para así desmantelar la noción de un lenguaje metafísico. Un ejemplo muy famoso que nos aporta en sus Investigaciones filosóficas es el de la palabra pensar, donde se dedica a explorar su uso, a qué exactamente corresponde, y cómo puede aportarnos un gran valor terapéutico a nuestras divagaciones filosóficas.

Los juegos del lenguaje

En sus Investigaciones filosóficas, Wittgenstein abre la sección 316 así: «Para esclarecer el significado de la palabra pensar nos observamos a nosotros mismos mientras pensamos; lo que observemos será el significado de la palabra —pero este concepto no se utiliza de esta manera» (Wittgenstein, 111)—. Con este comentario ya nos está señalando que en relación con el lenguaje nada es tan directo como parece. No puedo definir algo porque lo practico o forma parte de mi vida. Eso se debe a que, si limitamos nuestra definición de pensar a exclusivamente esa actividad, inevitablemente tuviésemos que descalificar todas las otras instancias en las que utilizamos esa palabra. No es lo mismo decir «Pienso en ti todos los días» a decir «Pienso que estás tomando la decisión equivocada» o «No pienso ir a clase». Claramente una hace referencia a un proceso mental en el que se le dedican pensamientos a una persona, la otra hace referencia a una conclusión u opinión en relación con un tema y la última denota una intención. Pero aun así, lo que resulta interesante es que entendemos perfectamente cada instancia sin necesidad de esclarecer el significado concreto de pensar en cada oración.

Estas instancias, ambiguas, arbitrarias y comunes, le resultan de mucho interés a Wittgenstein y las denomina juegos de lenguaje. Este término será clave en su trabajo y probará tener un gran impacto en sus teorías. Tal vez su ejemplo más famoso es el de la palabra juego. ¿Cómo pudiésemos definir juego? ¿Qué similitud existe en la palabra juego cuando decimos «deja de jugar con mis emociones», «voy a jugar ajedrez», «voy a jugar a rebotar la pelota», «déjate de juegos» o «es un juego de palabras». Es una palabra tan difícil de definir que en el DRAE existen más de diecinueve entradas intentando abordar todas sus instancias y aun así fracasa; una prueba más de que las palabras no tienen cualidades metafísicas y que sus significados están ligados íntimamente al juego de lenguaje en los cuales operan. Y son precisamente estos juegos los que nuestra mente reconoce, incluso por encima del significado individual de cada palabra. Esto se debe al hecho de que el lenguaje está para relacionarnos con otros, y por lo tanto, existe un entendimiento tácito y común acerca de lo que realmente se refiere. Cuando decimos «no juegues conmigo» sabemos que en realidad estamos diciendo «No manipules mis emociones conscientemente» al igual que cuando decimos «es un juego de palabras» sabemos que hace referencia a un arreglo de palabras que produce una doble significación o una alteración rítmica de manera consciente.

¿Por qué resulta tan revolucionaria esta visión del lenguaje que nos aporta Wittgenstein? Porque hasta ese entonces la filosofía del lenguaje, continuando la trayectoria platónica de San Agustín, aseguraba que, en efecto, el lenguaje sí era metafísico y provenía de una esfera de verdad absoluta (teoría de las formas), idea que incluso fue reforzada por el surgimiento de la ciencia moderna y el deseo de filósofos de abordar su área de estudio de la misma manera que un físico aborda las leyes de la física. Este tipo de aproximación, argumenta Wittgenstein, proviene de la renuencia de admitir que no existe una verdad obtenible detrás del lenguaje, aludiendo también al ensayo de Nietzsche titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

A diferencia de las ciencias positivas, que son capaces de trabajar con fenómenos verificables y desarrollar leyes universales, las palabras revelan algo denominado semejanzas familiares dentro de sus usos y no están ligados a un solo uso o significado. En sus escritos, Wittgenstein nos ofrece una descripción de este concepto, utilizando la imagen de fibra siendo hilada sobre más capas de fibra. «La fortaleza del hilo no reside en el hecho que una sola fibra cubre toda su longitud, sino en la superposición de varias fibras» (Wittgenstein, 36). En este caso, cada fibra es un uso que le damos a una palabra en nuestro día a día. Interesante sería poder ilustrar la abstracta telaraña de hilos residiendo en el fondo de nuestra mente, una biblioteca masiva de significados, accesible en nanosegundos por un ser que también guarda un gran manantial de recuerdos, complejos y traumas, todos alrededor de un Yo existiendo en el presente, un segundo y un pensamiento a la vez.

El lenguaje es el vehículo de mis pensamientos

Cuando pienso en palabras, no tengo significados en mi mente más allá de la expresión verbal, el lenguaje mismo es el vehículo de mis pensamientos.

Este enunciado, corto y sencillo en apariencia, está cargado de significado. Sugiere aproximarnos a nuestros pensamientos de la misma manera que percibimos la expresión oral. Pero existen múltiples instancias en las que el pensamiento y la expresión oral divergen. Podemos pensar una cosa y expresar otra. O incluso, podemos creer que estamos expresando nuestro pensamiento pero éste no es interpretado por nuestro interlocutor de la manera adecuada, ya sea porque no lo expresamos correctamente o porque el juego en que está operando el otro es distinto al nuestro. Wittgenstein ofrece un ejemplo extraordinario sobre este tema en sus investigaciones:

…lo que en realidad querías decir (…) Utilizamos esta frase para conducir a alguien de una forma de expresarse a la otra. Uno está tentado a utilizar la siguiente imagen: lo que esa persona quiso decir, el significado comunicado siempre estuvo presente en algún lugar de su mente, incluso antes de haberse expresado. Y es concebible que varias cosas puedan convencerte de abandonar una frase y adoptar una nueva…

(Wittgenstein, 114)

¿Contradice esta afirmación la noción de que el lenguaje es el vehículo de mis pensamientos? Si existen diferentes usos del lenguaje que se pueden utilizar para describir un pensamiento, entonces el pensamiento mismo no puede existir confinado a una serie de palabras. ¿Entonces, si no está codificado en palabras, qué forma tiene el pensamiento dentro de nuestras mentes? Pudiésemos decir que el pensamiento existe antes de ser declarado, tanto por la mente como por la voz; existiendo como contenido que ordenamos de acuerdo a nuestro propio entendimiento subjetivo, del mismo modo que cada telaraña es única en la naturaleza. Cuando intentamos acceder a esa esfera de significados, lo cual implica compartir el subconsciente con el consciente, ésta debe ser presentada en un orden lógico para ser entendida, lo cual no significa que en ese traspaso se ha traducido toda la información original. Por el contrario, lo que se termina comunicando suele ser la sombra o la superficie de un edificio de significado e intención. Al decir te amo existe detrás una galería en el subconsciente llena de recuerdos, momentos, sufrimientos y gozos… Un te amo es la carátula de un mundo. Lo mismo aplica a otra gran cantidad de frases mensajeras de un mundo vasto y extraño, totalmente nuestro, incluso infinito.

¿No es esto extraordinario? La palabra pensar (y el pensar en sí) es un enigma compuesto por una gran riqueza de juegos lingüísticos. Si nos proponemos aplicar la misma investigación que se hizo a la palabra pensar, a cada palabra, con la intención de crear un plano físico del subconsciente lingüístico, probablemente nos hallaríamos en una situación de delirio. Más irónico aún es que el plano solo sería aplicable a una sola persona, y su objetivo final sería determinar las instancias en las cuales ya utiliza cada palabra. Por lo tanto, no sería una contradicción afirmar que sí lo haría conmigo mismo, lo único que estaría aprendiendo es lo que ya sé.

Uno quisiera decir: La comunicación ocasiona que él sepa que yo siento dolor; ocasiona a este fenómeno mental; todo lo demás no es esencial a la comunicación. Qué es este curioso fenómeno del saber —para ello hay tiempo—. Los procesos mentales son justamente curiosos. (Es como si se dijera: el reloj nos indica el tiempo transcurrido. Qué es el tiempo, eso aún no se ha decidido. Y para qué se determina el tiempo transcurrido —eso no viene al caso—.

(Wittgenstein, 122)

¿Se puede hacer una comparación entre la filosofía de Wittgenstein y el reloj? El reloj serviría como referencia a los usos que puede tener una palabra determinada en un juego lingüístico. El tiempo son las palabras, las cuales no pueden ser completamente examinadas o entendidas sin su contexto correspondiente. El objetivo de saber lo que es el tiempo puede ser interpretado como el por qué los humanos poseemos esta consciencia en particular. Para Wittgenstein lo que importa son los usos cotidianos del lenguaje, para así entender a mayor profundidad la manera en que condiciona nuestras vidas. Su visión tiene un valor terapéutico porque al desistir de la búsqueda de lo metafísico e ilusorio, retornamos a un estado mental filosófico enfocado en la cotidianidad y no en territorios fantásticos. Paradójicamente, al hacer este cambio, terminas indagando con mayor profundidad en tu mente, revelándose los mecanismos lingüísticos y psicológicos en acción, los cuales nos permitirán ser más creativos y jugar más con nuestro lenguaje, estirando su capacidad hacia fronteras de significados inéditos, capaces de revelar con mayor profundidad lo que realmente quiero decir.

 

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Apuntes sobre dos Sonetos de Federico García Lorca

Los Sonetos del Amor Oscuro 

Federico García Lorca

Federico García Lorca

La serie de sonetos así denominados representan para la crítica actual un verdadero laberinto y quizás sea esa la razón que explique la escasa bibliografía a ellos dedicada. Su historia es casi una leyenda y detallarla aquí sería salir fuera de mis propósitos, pero basten unos datos para cerciorarse de ello. El primero que habló de estos poemas fue curiosamente el propio García Lorca quien en una entrevista en abril de 1936 con Felipe Morales confesaba tener cuatro libros por publicar:”Nueva York, Sonetos, la Comedia sin título y otro”, y respecto al que nos interesa apostillaba: “El libro de Sonetos significa la vuelta a las formas de la preceptiva después del amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima. En España, el grupo de poetas jóvenes emprende hoy esta cruzada”.

Un año después de la muerte de Federico será otro poeta, Vicente Aleixandre, quien se refiera a ellos con estos calificativos: “…prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, puro y ardiente monumento de amor, en que la primera materia es ya la carne, el corazón, el alma del poeta en trance de destrucción”. A estos dos testimonios cabe sumar los de otros testigos como Luis Cernuda, Pablo Neruda o Martínez Nadal, testimonios que ha estudiado recientemente el profesor Eutimio Martín. A ellos hay que añadir también otros como los de Luis Rosales, Gabriel Celaya o el periodista argentino Pablo Suero a quien cita detalladamente Mario Hernández en la nota introductoria que precede a la edición crítica de algunos de estos sonetos (125-132). Sin poner en duda la veracidad de estos testimonios todo lo que se deduce de ellos es una cierta contradicción e inseguridad.

Algo parecido ocurre con respecto al título que Lorca iba a poner a su libro. El mismo Vicente Aleixandre reconoció años después que el título de Sonetos del amor oscuro era uno muy provisional que le había confiado Federico. Luis Rosales hace referencia a un proyecto denominado “Jardín de los sonetos”; a estos dos títulos cabe añadir un tercero, el del propio Lorca que habla simplemente de “Sonetos”. En ese “Jardín de los sonetos” Federico quería incluir, según dice Rosales, los de fecha antigua escritos desde 1924 junto a los compuestos en la etapa de Nueva York y la última en España (1935-36). Sin embargo, ninguno de los sonetos de amor fue editado por Lorca pues la muerte le llegó cuando posiblemente los estaba preparando en casa de Luis Rosales.

La historia editorial de estos poemas “del amor oscuro” no es menos interesante. Ya en las Obras Completas de Aguilar aparecieron dos de estos sonetos (“El poeta pide a su amor que le escriba” y “Soneto de la dulce queja”). Años después, en 1980, aparecerá en Barcelona una edición para bibliófilos que contendrá otros tres más: “Soneto gongorino…”, “El poeta dice la verdad” y “El poeta pregunta a su amor por la ciudad de Cuenca”. Esos cinco sonetos y otros tres de épocas anteriores aparecerán juntos en la ya citada edición que para Alianza editorial preparó Mario Hernández. En diciembre de 1983 aparece una edición pirata de los Sonetos del amor oscuro, edición de doscientos cincuenta ejemplares en la que ni el nombre del poeta ni el del editor aparecían por ningún lado. La edición en cuestión contenía once sonetos que al parecer habían salido clandestinamente de los archivos de la familia García Lorca.

Escasamente tres meses después, el 17 de marzo de 1984, en las páginas del periódico madrileño ABC aparecerá una edición autorizada de los sonetos amorosos, edición a cargo de Miguel García Posada y que es la mejor de las realizadas hasta hoy. Tanto es así que un año después, el 24 de marzo de l985, iba a aparecer en el mismo diario una segunda edición con ilustraciones pero sin estudios críticos. Muy interesantes son, en este sentido, las colaboraciones que junto a la edición de los sonetos se incluyeron en la ya referida primera edición. Fernando Lázaro Carreter, por ejemplo, atiende a la cuestión del título, Manuel Fernández Montesinos -el representante de los herederos del poeta- y Francisco Giner incluyen también unos comentarios. Pero de todos ellos García Posada es el que más se ocupa de la cuestión. Analiza el problema del título, el concepto de “amor oscuro” y señala ciertas conexiones de Lorca con Shakespeare, San Juan de la Cruz, Góngora y Quevedo para finalmente cerrar su aportación con los criterios de edición.

El empeño de García Posada es encomiable pero cabe hacer algunas puntualizaciones a sus comentarios. En primer lugar, creo que es excesivo intentar equiparar a Lorca, como hace García Posada, con San Juan de la Cruz por mucha “noche oscura” que Lorca meta en sus sonetos. Tampoco es razonable conectar los sonetos de William Shakespeare con los de Lorca porque entre uno y otro dista un abismo. Por mucho que nos guste Lorca, Shakespeare es en sus sonetos insuperable y las diferencias son más profundas de lo que a García Posada le puedan parecer a primera vista. Por ejemplo, mientras Lorca elogia a los cuatro vientos la esterilidad, un importante tema de los sonetos shakesperianos radica en la tristeza que en el poeta inglés produce la no voluntad de procreación de su amigo homosexual. Por otro lado, la explicación que García Posada da sobre el título de “Sonetos” en relación al título homónimo de Shakespeare no tiene fundamento puesto que don Guillermo no puso título alguno a sus poemas y lo de Sonnets fue un simple invento del editor que lo colocó sin permiso. Por último, García Posada dice que Lorca “siempre rehuyó, en todos los aspectos de su vida, la notoriedad disonante, cualquier forma de exhibicionismo”. Sin que esto desmerezca para nada al granadino, Lorca sabía que dondequiera que fuera él iba a ser el centro de la reunión, y los que lo conocieron en persona así parecen indicarlo. Baste el testimonio que da Dámaso Alonso y que apunta Luis Sáenz de la Calzada: “Federico era la pura gracia que arrebataba todo cuanto pasaba delante de él, y sin esfuerzo alguno también lo arrebataba a su destino. Federico se sentía verdadero director” (55).

Federico García Lorca y Rafael Rodríguez Rapún

Federico García Lorca y
Rafael Rodríguez Rapún

Los Sonetos del amor oscuro son oscuros, y Lorca bien que lo sabía, porque iban dirigidos a un hombre: a Rafael Rodríguez Rapún. Ese matiz homosexual del adjetivo “oscuro” está claro en Lorca sobre todo si pensamos que ese mismo fue el calificativo que el poeta empleó al recordar en una de sus conferencias los “amores oscuros” del conde de Villamediana, aristócrata asesinado por motivos de homosexualidad (123). ¿Por qué entonces en la primera edición de estos sonetos, la de ABC, no se dicen claramente las cosas? No le faltaba razón a nuestro último Premio Nóbel cuando, charlando con J. L. Cano sobre la aparición de estos sonetos, comentaba:

El artículo de García Posada es el mejor, sin duda alguna. García Posada es uno de los mejores lorquistas de hoy. Lo curioso es cómo en todos los artículos que acompañan a los sonetos se evita cuidadosamente la palabra homosexual, aunque se aluda a ello, pues nadie ignora que esos sonetos no están dedicados a una mujer. Se ve que todavía ésa es palabra tabú en España, en ciertos medios, como si el confesarlo fuese un descrédito para el poeta. (284-285)

Y es que Aleixandre, como buen conocedor que era de Federico, acierta plenamente al afirmar que Lorca pensó, al escribir estos sonetos, en una persona concreta masculina porque a fin de cuentas, insiste Aleixandre, no se puede comprender la obra de Lorca sin tener en cuenta su homosexualidad, según le comentaba el poeta a Ian Gibson (394). Efectivamente, ese destinatario masculino no es otro que un estudiante de Ingeniero de Minas, el que será después secretario del Teatro Universitario La Barraca, Rafael Rodríguez Rapún del que entre otras cosas se cuenta que era violento y elemental en ciertas cosas como por ejemplo “en el orgasmo sexual que le sorprendía cuando nuestra furgoneta adelantaba a otro coche en la carretera”, según cuenta un integrante del grupo teatral, Luis Sáenz de la Calzada.

La fecha de redacción de estos sonetos se considera el otoño de 1935. En los cuatro últimos meses del año Lorca reside en Barcelona con la compañía de Margarita Xirgú que estaba estrenando y reponiendo con gran éxito algunas de las piezas teatrales de Lorca. Nuestro poeta hacía, sin embargo, algunas escapadas a Madrid para dirigir a La Barraca. Yerma se estrenó en Valencia en octubre de l935 también por la compañía de la Xirgú y Lorca aun estando en la ciudad del Turia no asistió a la función. Según Antonina Rodrigo, “Federico se trasladó al aeropuerto, acompañado por Mauricio Torra-Balari (un amigo barcelonés del poeta) a esperar a alguien. Luego fueron a la estación pero la persona esperada no llegó” (356). La persona en cuestión a la que aguardaba Lorca era, según Gibson, un “íntimo amigo” (391, n.52), Rafael Rodríguez Rapún. El hecho de no presentarse en Valencia pudo acongojar a Lorca, quien seguramente debió pensar en un abandono de su amante, muy dado por otra parte a actividades heterosexuales. Sólo así se explica que en papel con membrete del hotel Victoria de Valencia —lugar donde se hospedó nuestro poeta— Federico escribiese versos como estos:

Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
 
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
 
Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,
 
No me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi Otoño enajenado.

(“Soneto de la dulce queja”)

Es a ese muchacho que curiosamente, y según dice Sáenz de la Calzada, “solía ir vestido de oscuro” (186), es Rafael Rodríguez Rapún a quien Lorca va a dirigir sus sonetos y entre ellos aquel titulado “Soneto gongorino en que el poeta manda a su amor una paloma”.

Este pichón del Turia que te mando,
de dulces ojos y de blanca pluma,
sobre laurel de Grecia vierte y suma
llama lenta de amor do estoy parando.
 
Su cándida virtud, su cuello blando,
en lirio doble de caliente espuma,
con un temblor de escarcha, perla y bruma
la ausencia de tu boca está marcando.
 
Pasa la mano sobre su blancura
y verás qué nevada melodía
esparce en copos sobre tu hermosura.
 
Así mi corazón de noche y día,
preso en la cárcel del amor oscura,
llora sin verte su melancolía.

Si en el título lo que el poeta manda es “una paloma” en el primer verso se opera el cambio por “este pichón”. Se trata ya de algo más concreto pues se ha sustituido el artículo indefinido por el adjetivo demostrativo. Lorca parece querer indicar algo al sustituir un término por otro. Se trata de un pichón valenciano que bien pudiera evocar aquel otro que Lorca recibió de parte del poeta alcoyano Juan Gil-Albert, según señala Ian Gibson (392). Sin embargo, ese detalle puede servir de generador, de punto de partida del poema, pero pretender hacer una lectura del soneto identificando a la paloma o al pichón con el ave en cuestión no lleva más que a una interpretación ilógica y deslabazada del texto. Una mirada atenta a lo que nos dice Lorca permite hallar otra lectura mucho más coherente aunque no por ello falta de cierto sentido obsceno. Lo que manda Lorca a Rodríguez Rapún es, seamos claros, su propio miembro genital masculino, su pene y con él el placer de un orgasmo, el orgasmo producido por una masturbación.

La voz “paloma” aparece documentada en el Diccionario secreto de Camilo José Cela con varias acepciones. En una de ellas escribe el novelista gallego: “PALOMA: En la acepción que aquí se considera es eufemismo, quizá relacionado con palo, pija, y también polvo, ofrenda seminal” (473). Cela nos remite a buena parte de Sudamérica donde se documenta esta voz, desde Bolivia a Colombia, Ecuador, Honduras, Nicaragua, Perú, Venezuela…y en el ámbito literario no faltan ejemplos del uso de “paloma” como ocurre en Diego San José o Mario Vargas Llosa (474). Aunque no hay duda, pues, de la vigencia de esta voz en algunas partes de España y Sudamérica, mucho mayor es el empleo de la voz “pichón” que equivocadamente Cela indica (105-106) como aumentativo de “picha” o miembro viril y a lo que también hace referencia Victor León (118). Bajo esta metáfora Lorca construye un espléndido soneto cuyo primer cuarteto no revela todavía el verdadero contenido. Lorca parece al principio comedido y por eso juega con la dualidad ave-pene pintándonos una paloma de mirada dulce y de pluma (o piel) blanca. Ese “pichón”, viene a decir Lorca, derrama (“vierte”) y a la vez abrevia (“suma”) sobre el laurel de Grecia una pausada llamarada de amor. Queda, en verdad, un poco confuso aquí lo que quiere decir Lorca pues hasta dos lecturas son aceptables. Por un lado, una primera lectura vendría a darnos la imagen del poeta dirigiendo su llamarada de amor sobre un laurel, es decir, que el poeta se masturba sobre un laurel, un laurel que curiosamente es de Grecia, como el amor griego, el amor homosexual. Si el laurel es símbolo, además, de la poesía —como el propio Lorca indica en otro poema temprano, la “Invocación al Laurel”, de 1919, donde se califica a esta planta de “gran sacerdote del saber antiguo”, “maestro del ritmo”— no parece descabellado pensar que nuestro poeta se estaría masturbando sobre su propia creación poética, sobre su poesía.

La segunda lectura que de estos versos se puede hacer es algo más esclarecedora y vendría a significar que todo lo que el poeta suma y vierte lo hace masturbación y a la vez poesía creando así una tremenda catacresis. La contracción de la preposición de y el adverbio donde en “do” filtra un cierto sentido arcaico al primer cuarteto. En la edición de Mario Hernández aparece “do estoy pasando” mientras que García Posada lee “do estoy parando”. Me parece más aceptable esta segunda lectura, ya que con el verbo “parar” el poeta pudo querer significar “do estoy residiendo”, “do estoy habitando” o quizás siguiendo la quinta acepción del DRAE para este vocablo,”do estoy previniendo”, “do estoy preparando”.Prepararse a un momento especial … justamente el que viene en las dos siguientes estrofas.

En el segundo cuarteto se plantea un problema de transcripción manuscrita, concretamente el vocablo que sigue a la preposición “en” con que empieza el sexto verso del soneto. Miguel García Posada ha leído “limo” mientras que otros como Ian Gibson o M. Laffranque han optado por “lirio” lo que me parece mucho más razonable, como se verá, si tenemos en cuenta la blancura de esta planta. Este segundo cuarteto, pues, se inicia con la utilización de dos cultismos, el sustantivo “virtud” y el adjetivo que lo califica “cándida”. La virtud, la cualidad de ese pichón, es la blancura, el mismo color que la nieve, y que la leche. Blancura y blandura, la del cuello del miembro del poeta que erecto ya en doble lirio, caliente y espumoso, tembloroso y latente de agitación pide la boca del amado. Se trata de un temblor de escarcha, con la connotación del frío que quema y de la blancura; de perla por su dureza y su color blanco; y de bruma porque al poeta se le nublan los sentidos y le envuelve una sensación de calor justo antes de que logre eyacular.

Para ello necesita de la boca y de la mano del amado para que acariciándole su “paloma” surja de ella una armónica melodía de nieve, es decir blanca, cuyos copos, también blancos como el esperma, se esparcirán sobre el hermoso cuerpo del amado. La “llama lenta de amor” vertida en el primer cuarteto sobre laurel de Grecia se ha convertido ya, por fin, en “copos” de “nevada melodía” esparcidos sobre la hermosura física del amado. Esta sensación de blancura se extiende por todo el poema predominando en el plano del vocalismo la presencia de la a y de la e sobre todas las demás.

Después del gozo viene la sombra, la oscuridad que se respira en el último terceto, en el que Lorca, con huella de San Juan de la Cruz, nos presenta su corazón enamorado en una cárcel oscura, lloroso y melancólico por la ausencia de su amigo.

La disposición psicoestructural del soneto está para mí muy clara. El primer cuarteto y el último terceto admiten perfectamente una lectura conjunta. La paloma o el pichón simbolizan la llama, la fuerza del amor del poeta por su amado y por eso, al no poderlo demostrar con hechos reales el corazón del poeta sufre tanto. El segundo cuarteto y el primer terceto dan la verdadera clave de todo el poema porque esos siete versos son incomprensibles si el lector se empeña en ver en la paloma o el pichón simplemente un ave. Y aún más, si se busca cualquiera de las posibles simbologías clásicas y modernas de la paloma (inocencia, sencillez, paz, candor, amor como emblema de la Venus plebeya, resurrección, paz, Jesucristo…). El sentido físico, sexual y connotativo de la paloma en este poema queda para mí perfectamente indicado. Tanto es así que si nos damos cuenta ni la palabra “paloma” ni la de “pichón” aparecen de nuevo en el soneto. De ser cierta mi intuición, Lorca se nos eleva otra vez como un verdadero maestro de la metáfora, de la expresión poética y del sentir más hondo. En esta facilidad para cantar y poetizar lo no poetizable, la necesidad de un orgasmo, es donde Lorca muestra una vez más su genialidad, tal y como Quevedo haría con el amor más allá de la muerte o Miguel Hernández en los últimos versos de su “Canción del esposo soldado”.

Para justificar debidamente esta lectura habría que dirigirse al resto de la producción poética de Lorca para intentar hallar en ella una semejante utilización del término “pichón” o “paloma”. He de confesar que no he encontrado un caso idéntico ni siquiera en la serie de los sonetos oscuros. Sin embargo, el modo en que aparece el término puede iluminar algo las cosas. Por ejemplo, en el “Soneto de la carta” hay una desesperación del poeta por no recibir correspondencia de su amado al que le dice que aunque la piedra y el aire no sientan, él si lo hace, y a modo de exigencia incluye en el primer cuarteto una clara carga sexual: “Pero yo te sufrí, rasgué mis venas, / tigre y paloma, sobre tu cintura / en duelo de mordiscos y azucenas”. Este mismo soneto se cierra curiosamente con una nueva referencia a la oscuridad de la noche, como antes era a la cárcel.

En otro de los sonetos, el titulado “Noche del amor insomne”, los amantes se reúnen hasta llegar en el último terceto a la consumación de su amor mediante un juego metafórico de sol como falo, balcón cerrado como recto anal y coral como logro final. “Y el sol entró por el balcón cerrado / y el coral de la vida abrió su rama / sobre mi corazón amortajado”. En el primer cuarteto de este mismo soneto hay una mención de las “palomas” pero muy lejos del contexto del “Soneto gongorino”: “Tu desdén era un dios, las quejas mías / momentos y palomas en cadena”. En una de las casidas, concretamente la novena, choca el título “De las palomas oscuras” en clara contraposición a la blancura que cruza el “Soneto gongorino”. Aquí las palomas aparecen también cerca de las ramas del laurel siendo una el sol y otra la luna, pero no siendo nada al final del poema: “y las dos eran ninguna”. En el soneto neoyorquino “Yo sé que mi perfil será tranquilo” se habla de “mi lengua de palomas ateridas” calificativo que indica cierta relación con el frío y el temblor del “Soneto gongorino”, si bien dista mucho uno de otro. El elemento del hielo relacionado con la paloma aparece también en el romance que cierra Romancero gitano, el de “Thamar y Amnón”. En el se describe a Thamar pidiendo “copos a su vientre / y granizo a sus espaldas” y a renglón seguido: “Alrededor de sus pies,/ cinco palomas heladas”. Aquí las palomas son mensajeras del amor, la presencia de éste o quizás los cinco sentidos del hermano, Amnón, que la contempla. Si vamos un poco más allá en este romance, Amnón aparece “delgado y concreto”, clara referencia a lo fálico, “llenas las ingles de espuma”, la espuma que delata el deseo al igual que en el “Soneto gongorino”. También en este romance histórico aparecen elementos sexuales como el “sol”, la “parra” y, sobre todo, los “corales”. En el poema más alegre del Romancero gitano, el “San Gabriel”, se nos presenta al arcángel como “domador de palomillas” siendo éstas una metáfora de “palabras inspiradas” o quizás porque en tantas anunciaciones se nos presenta al santo acompañado por esta ave. Ciertamente, en la pintura española los cuadros del tema de la Anunciación como aquellos de Zurbarán o El Greco, por ejemplo, suelen contener casi siempre la figura del arcángel San Gabriel con unas grandes alas y cerca de él la paloma como símbolo del Espíritu Santo. Muy significativa es, en este sentido, “La Anunciación” de El Greco, la de 1575, pues la mano del arcángel está entreabierta, casi con ese gesto de domador al que antes me refería, y junto a esa mano se sitúa una paloma que vuela hacia María. Sobre esa paloma aparecen unos ángeles alados que parecen también supeditados a las órdenes del bienaventurado arcángel.

El elemento sexual elaborado con base en imágenes, metáforas y símbolos aparece a cada paso en los Sonetos del amor oscuro como en el primer cuarteto de “El poeta dice la verdad” donde Lorca anhela “un anochecer de ruiseñores / con un puñal, con besos y contigo”. En “El poeta habla por teléfono con el amor”, por ejemplo, el elemento fálico y el anal quedan perfectamente expresados en el verso “Pino de luz por el espacio estrecho”. Estos son sólo algunos breves ejemplos de la escondida carga erótica de casi todos estos sonetos. Sin embargo, en todos ellos se mantiene una cierta costumbre de establecer metáforas y dejar de lado términos populares. La grandeza del “Soneto gongorino” radica en que Lorca consigue fundir lo popular y lo poético, dándole vida propia a sus versos. Afortunadamente hay varios ejemplos dentro de la producción global de Lorca en los que aparecen con gran facilidad voces obscenas o del argot sobre todo en el teatro. Por ejemplo, en el acto I de Así que pasen cinco años Lorca utiliza “cuca” por dos veces como “pene”. Refiriéndose a este mismo miembro masculino una de las lavanderas de Yerma utiliza “flor” (acto II, cuadro 1) y graciosamente en el Retablillo de don Cristóbal consta la voz “carajorum” procedente del latín macarrónico y sin demasiada significación.

Por citar sólo un ejemplo del libro, en el poema neoyorquino “la luna pudo detenerse al fin” utiliza la voz “falo” referida a unos caballos. De cualquier forma, una explicación lógica de la utilización de “paloma” o “pichón” en su acepción obscena también pudo provenir del estrecho contacto que nuestro poeta tuvo con la cultura hispanoamericana. Aunque con otro sentido y con un calificativo totalmente opuesto, el de “oscura”, el término “paloma” aparece en el cuarto de los “Sonetos Corporales”, serie que inicia el libro de Rafael Alberti Entre el clavel y la espada (1930-40). En él su autor estructura todo el poema a partir del mismo tema que en el caso de Lorca: una masturbación. Por eso dice Alberti al final:”Mas todo se me mancha de alhelíes /por la movida nieve de una mano”.Sorprenden ciertamente algunas analogías entre este soneto de Alberti y el de Lorca. En los dos hay una clara filiación formal gongorina y no faltan algunos conceptos paralelos como los de la blancura, la piel, la nieve y una cierta profusión de elementos vegetales sobre todo en el caso de Alberti: “álamo”, “jazmín”, “azucena”, “carmesíes” y “alhelíes”, frente a los lorquianos “laurel” y “lirio”.

Sonetos del Amor Oscuro, en la primera edición de 250 ejemplares en 1983

Sonetos del Amor Oscuro, en la primera edición de 250 ejemplares en 1983

Como ya se ha dicho antes, durante la estancia de Lorca en Valencia, el poeta de Alcoy Juan Gil-Albert confiesa haberle mandado a su amigo Federico al hotel Victoria un curioso regalo: un pichón comprado en la plaza Redonda de Valencia. La anécdota pudo servir de inspiración a Lorca para elaborar su soneto pero evidentemente el testimonio de Gil-Albert, tan aislado, debe tomarse con prudencia aunque luego en su libro Son nombres ignorados, el poeta valenciano dedique dos sonetos a Federico evocando en uno de ellos la anécdota en cuestión (“Aquel pichón dorado que tuviste…”). Lorca podría haber escrito aquel soneto bajo la inspiración directa del regalo de Gil-Albert y también, cabe pensarlo, del hecho de que éste acababa de leerle alguno de los sonetos amorosos que aparecería poco tiempo después en su Misteriosa Presencia … sonetos en los cuales Gil-Albert en absoluto ocultaba el carácter homosexual de su inspiración (392, n. 55).

Una lectura de los treinta cuatro sonetos de Misteriosa Presencia de Gil-Albert, publicados por Manuel Altolaguirre en 1936, muestra muy a las claras la evidente carga homosexual de sus versos. Hallamos en ellos elementos relacionados con los sonetos lorquianos del amor oscuro. Véase si no el que empieza “Sumar la bella tierra aletargada” cuyo último terceto es desgarrador: “deja que mi hazadón profundo cave / para eterno una vida, amor estrecho, / buscar mis brazos tú en sellado hoyo”. Y por fin el XXVIII es muy significativo:

¡Ay soledad que nubla tu hermosura
ay manos que no tocan tu embeleso,
ay mirar que se pierde sin acceso
ay donoso galán sin tu cintura!
 
Pichón que abrasas tan lejana albura,
inminente es la sombra de tu peso
está hueca la nada donde un beso
dejar quisiera un sol en tu llanura.
 
¡Ay disipa este solo malherido!
haz que mis manos toquen tu primura,
el mirar que me diga que has venido,
 
vuela pichón acógete aterido,
condúceme a la selva más oscura
donde hallemos los dos sol prometido.

¿Escuchó Lorca este soneto de boca de Juan Gil-Albert? De ser así y de ser cierta la anécdota del pichón enviado al hotel Victoria, Juan Gil-Albert tendría el honor de haber inspirado en buena medida el “Soneto gongorino”, uno de los más espléndidos de su serie.

OBRAS CITADAS
Aleixandre, Vicente. Prólogo. Obras Completas. Por Federico García Lorca. Vol.II. Madrid: Aguilar, 1978.
Cano, Jose Luis. Los cuadernos de Velintonia. Barcelona: Seix Barral, 1986.
Cela, Camilo José. Diccionario Secreto. Vol. II. Madrid: Alfaguara, 1968.
García Lorca, Federico. Carpeta Sonetos del amor oscuroEdición de bibliófilos. Grabados de Miguel Rodríguez Acosta Calström. Introducción de Jorge Guillén. Nota textual de Mario Hernández. Barcelona: Maeght, 1980.
García Lorca, Federico. Obras Completas.Vol.II.Madrid: Aguilar, 1978.
—. Conferencias. Ed.Christopher Maurer. Vol. I. Madrid: Alianza Editorial, 1984.
García Posada, Miguel. “Un monumento al amor” ABC, 17 de marzo de 1984.
Gibson, Ian. Federico García Lorca.Vol. II. Barcelona: Grijalbo, 1987.
Gil Albert, Juan. Obra Poética Completa. Vol.I. Valencia: Diputación Provincial, 1981.
Hernández, Mario, ed. Sonetos (1924-36). Por Federico García Lorca. Madrid: Alianza Editorial, 1981.
—. “Jardín deshecho:los Sonetos de García Lorca”. El Crotalón. Anuario de Filología Española I (1984):193-228.
Lázaro Carreter, Fernando. “Poesía de García Lorca recuperada”. ABC, 17 de marzo de 1984.
León, Victor. Diccionario de argot español. Madrid: Alianza Editorial, 1983.
Martín, Eutimio. Federico García Lorca, heterodoxo y mártir. Madrid: Siglo XXI Editores, 1986.
Rodrigo, Antonina. García Lorca en Cataluña. Barcelona: Planeta, 1975.
Sáenz de la Calzada, Luis. La Barraca. Madrid: Biblioteca de la Revista de Occidente, 1976.
 

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El simbolismo como elemento de protesta en ‘Poeta en Nueva York’

Dibujo de Federico García Lorca en Nueva YorkAunque esté muy presente en toda la obra de Federico García Lorca, a partir del libro Poeta en Nueva York, el empleo del simbolismo es aún más intenso; simbolismo que nos coloca a tono con la corriente surrealista, hundiéndose en los problemas del inconsciente. Es preciso señalar que el simbolismo de esta colección es completamente diferente del simbolismo del resto de su obra poética, que evoca una realidad concreta y objetiva.

Poeta en Nueva York generalmente se ha considerado obra surrealista, aunque García Lorca afirmó que es un libro de “clara conciencia”. El poeta evoca repetidas veces los rasgos arquitectónicos, sobre todo aristas, ventanas, etcétera. Un ejemplo de la apreciación del poeta de la arquitectura de Nueva York nos lo da en una conferencia pronunciada el 16 de diciembre de 1932, en el Hotel Ritz de Barcelona a su vuelta de Nueva York:

Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría para el ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las aristas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de Gloria… Ejércitos de ventanas, donde ni una sola persona tiene tiempo de mirar una nube o dialogar con una de las delicadas brisas que tercamente envía el mar, sin tener jamás respuesta.

 Refiriéndose a las escaleras, vemos cómo la aurora, en el poema del mismo nombre, busca sentido humano por entre las aristas de la ciudad de Nueva York:

La aurora de Nueva York gime

por las inmensas escaleras

buscando entre las aristas

nardo de angustia dibujada.

«La aurora de Nueva York»

Las ventanas tienen para el poeta algo de amenaza. En el poema «Danza de la muerte» encontramos los siguientes ejemplos bajo la misma línea temática: El cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas (…) Enjambres de ventanas acribillan a un muslo de la noche. A pesar del cúmulo de ventanas, jamás las ventanas de Nueva York colocan al hombre en contacto con la naturaleza. La geometría de la ciudad aparta al hombre de ella. No sólo Nueva York se aparta de la naturaleza sino que es la madre de un sacrificio monstruoso de los animales:

Todos los días se matan en Nueva York

cuatro millones de patos,

cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos…

«Nueva York. Oficina y denuncia»

Para el poeta Nueva York fue una ciudad de números, y de colectividades. Poco se alude al individuo sino a lo colectivo negros, niños, marineros, soldados, etc. Vemos que para el poeta el trabajo que se efectúa en la ciudad la mayor de las veces resulta ser inhumano:

No hay más que un millón de herreros

forjando cadenas para los niños que han de venir.

No hay más que un millón de carpinteros

que hacen ataúdes sin cruz.

No hay más que un gentío de lamentos

que se abren las ropas en espera de la bala.

«Grito hacia Roma»

En Poeta en Nueva York, Lorca se convierte en la voz de protesta social, por la situación infrahumana del negro y por la deshumanización del hombre en esta ciudad americana, donde vemos las destructoras fuerzas en contra de la naturaleza y de los valores humanos. La poesía de Poeta en Nueva York encierra entonces un mensaje muy importante, mensaje de denuncia social en la época moderna. Es, lógicamente, uno de los libros más difíciles de interpretar de la poesía lorquiana. Las imágenes nacen de una visión diferente del resto de su poesía: el tema de la máscara, por ejemplo, tiene una significación amplia, una muy profunda y misteriosa, puesto que lo equívoco y lo ambiguo se producen en el mismo momento, en el que algo se modifica lo bastante para ser ya otra cosa sin dejar de ser lo que realmente es. Así que la metamorfosis tiene que ocultarse; de ahí la máscara. En el poema «Danza de la muerte», la muerte lleva una máscara, pero debajo de ella está la cara de un negro:

En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio.
El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
!Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

Refiriéndose al negro y a la máscara en Poeta en Nueva York, Edwin Honig (García Lorca, Barcelona: Laia, 1974) considera que “es una raza aparte, martirizada por su pureza ceremonial y por su inocencia primaria. Ocurre así que, por una curiosa inversión de los términos, la encarnación de la vida llega oculta por la máscara de la muerte para liberarse a la humanidad. Cuando vive y se mueve en la tierra es el ritmo de la sangre del negro. Solo él no necesita aprender el secreto del acero, conoce la música de la pasión que es eterna”.

De modo que tenemos los versos siguientes del poema «Oda al rey de Harlem»:

¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem!

No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,

a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

a tu violencia granate sordomuda en la penumbra

a tu gran rey prisionero, ¡con un traje de conserje!

Julio Ortega refiriéndose a la posición de Lorca en Poeta en Nueva York considera que

…hay que verla en función de la angustia del hombre (no de la persona empírica), cuya subjetividad supone un cuestionario de las premisas que la razón y la ciencia ha instituido en el orbe. El yo personal del poeta, más que como individuo, opera como artista que aplica distintos medios transformadores de la fantasía al mundo real. La actitud escéptico-contemplativa e histórico-social del Nueva York de la Gran Depresión. La visión del hablante lírico supone en este poemario lorquiano un nuevo modo de enfrentarse y estar en el mundo partiendo de una soledad no integral, sino solidaria en el otro, es decir la historia.

«García Lorca, poeta social: los negros (Poeta en Nueva York)», Cuadernos Hispanoamericanos, 1977)

Lorca reemplaza entonces al gitano mítico y varonil del Romancero gitano, que representa un símbolo de natural vitalidad, por el negro de Harlem, que se convierte en una nota trágica, en una expresión de sufrimiento, de miseria y de opresión por una civilización capitalista que desconoce el amor, la caridad y la naturaleza. Refiriéndose al símbolo del gitano y del negro, y especialmente señalando su diferencia, comenta José Ortega: “Así como en el Romancero Gitano encontrábamos una síntesis síquica entre la percepción del mundo y la subjetividad del primitivo, en Poeta en Nueva York prevalece la meta del desarraigo o desintegración entre el ‘yo’ y el mundo” (op. cit.).

El hombre se encuentra enajenado de su naturaleza genérica en los planos individual (psicológico) y social, provocando desequilibrios psicosociales típicos de una sociedad en que lo material es la norma de valor suprema. Esto implica el carácter desmitologizador del poemario neoyorquino contra el mito del capitalismo, ya que no existe enajenación sin mistificación. Es una sociedad dominada por las relaciones de cambio, donde cada ser humano no es lo que es, sino lo que vale; el negro, por su raza, se ve sometido a una doble enajenación. La preocupación por la deshumanización del negro es, como vamos a ver, fundamental en los versos escritos en Nueva York. «Norma y paraíso de los negros» se abre con estos versos:

Odian la sombra del pájaro

sobre el pleamar de la blanca mejilla

y el conflicto de luz y viento

en el salón de la nieve fría.

Odian la flecha sin cuerpo,

el pañuelo exacto de la despedida,

la aguja que mantiene presión y rosa

en el gramíneo rubor de la sonrisa.

Aman el azul desierto

las vacilantes expresiones bovinas,

la mentirosa luna de los polos,

la danza curva del agua en la orilla.

La primera estrofa crea una clara antítesis entre el deseo de libertad del negro y las fuerzas represivas, dando una tonalidad vital a través de todo el poema. La segunda estrofa acentúa la aversión del negro por la falta de meta en su vida que se refleja en el verso “Odian la flecha sin cuerpo”, o sea riguroso control de los blancos sobre los negros, sin que el mecanismo de defensa de éstos surta efecto. La tercera estrofa contrapone el “Aman” de los negros humillados y completamente enajenados en ese falso paraíso, para lo cual sólo tienen como medio de alegría y de liberación emocional el ritmo furioso de la danza. Para Julio Ortega, en Poeta en Nueva York el compromiso personal, social, triunfa como poesía por su transmutación en algo distinto a la experiencia subjetiva o inicialmente comprometida. Sin perder su fuerte carácter simbolista, este poemario se conecta directamente con una realidad social o contexto de una humanidad doliente.

Vista de la isla de Manhattan en 1931

Vista de la isla de Manhattan en 1931

 El lenguaje rompe con la línea empleada por Lorca en sus obras anteriores. Denuncia la tecnología y los valores de la racionalidad científica. Lejos de glorificar la máquina, rechaza su hegemonía universal, reconociendo de algún modo que la expansión de los poderes técnicos de la industria significa, al mismo tiempo, la destrucción de los medios naturales de subsistencia, y que sus consecuencias sociales no son ni la libertad ni el bienestar, sino el hambre y la miseria.

«Oda al rey de Harlem» es en el fondo un enfrentamiento directo del negro contra el medio social que lo oprime. La quinta estrofa pide que se tome una acción rápida: “Es preciso” una rebelión de los negros oprimidos contra la terrible acción del blanco:

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente,
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

El deseo del poeta radica en que algún día el negro tenga la oportunidad de vivir con la naturaleza, con “luna” y “amianto”, es decir con plena libertad y con una luna sin mancha, y que pueda crear una nueva realidad bajo el amparo de la naturaleza. El poema continúa con esa protesta constante contra el dominio del blanco, y aparece de nuevo la denuncia del negro oprimido:

Ellos son

Ellos son los que beben el whisky de plata

junto a los volcanes

y tragan pedacitos de corazón

por las heladas montañas del oso.

El pronombre “ellos” personaliza a los blancos, quienes con una pobreza espiritual son los responsables de la tragedia del negro. El poema sigue con una constante protesta en favor del negro, que llega a convertirse en una rebelión de los oprimidos:

Los negros lloraban confundidos

entre paraguas y soles de oro,

los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,

y el viento empañaba espejos

y quebraba las venas de los bailarines.

La sangre en el poema es el símbolo de muerte, que va ascendiendo progresivamente hasta desembocar en el deseo de una reivindicación universal y terminar con la opresión, reivindicación que aparece bajo la “aurora de tabaco y bajo amarillo”:

Es la sangre que viene, que vendrá

por los tejados y azoteas, por todas partes,

para quemar la clorofila de las mujeres rubias,

para gemir al pie de las camas ante el insomnio

de los lavabos

y estrellarse en una aurora de tabaco y

bajo amarillo.

En la segunda parte del poema, el poeta repite “Negros. Negros. Negros”, como si fuera un tema conductor de una sinfonía, o como si fuera un ritmo de tambor marcando una orgía ritual. El negro se convierte en un símbolo recurrente de dolor, de opresión y de muerte en medio de un río de sangre:

Negros. Negros. Negros

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.

No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,

viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,

bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

En la tercera parte del poema, el poeta evoca el pasado, y anima a los negros a buscar el gran sol del centro, que sirve de oposición a la civilización mecánica que ha destruido la capacidad del negro y lo ha conducido a una enajenación permanente:

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,

se levanta el muro impasible

para el topo, la aguja del agua.

No busquéis, negros, su grieta

para hallar la máscara infinita.

Buscad el gran sol del centro

hechos una piña zumbadora.

El opresor marca un momento de excitación provocado por la esperanza de los negros de liberarse de la explotación física y moral a que han sido sometidos durante siglos. El clímax se aprecia en un liberador triunfo con la danza final:

Entonces, negros, entonces, entonces

podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,

poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas

y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas

asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

La última estrofa del poema muestra los efectos destructivos que los objetos deshumanizados obran en el hombre, y en los dos versos finales aparece el mar como símbolo del futuro y de la abolición del dominio de la opresión histórica.

Me llega tu rumor,

Me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,

a través de lágrimas grises,

donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes,

a través de caballos muertos y los crímenes diminutos,

a través de tu gran rey desesperado,

cuyas barbas llegan al mar.

El mismo Federico García Lorca fue quien dio clave para señalar el simbolismo de la ciudad en Poeta en Nueva York. El mundo significado de la ciudad se transforma en el mundo en general. En el poema «Navidad en el Hudson» dice: “El mundo sólo por el cielo sólo”, y en el poema titulado «Ciudad sin sueño» profesa “No duerme nadie por el mundo”.

En la «Oda al Santísimo Sacramento del altar», nos muestra simbólicamente dos niveles: lo social y lo ontológico. La ciudad representa el sistema socioeconómico y a su vez intuye el drama de la existencia humana:

Mundo, ya tienes meta para tu desamparo.
Para tu horror perenne de agujero sin fondo.
¡Oh Cordero cautivo de tres voces iguales!
¡Sacramento inmutable de amor y disciplina!

Un nuevo símbolo primitivo y al mismo tiempo de denuncia, que a su vez se convierte en arquetipo, se halla en el poema «Danza de la muerte» bajo el símbolo recurrente de mascarón, que viene de África a Nueva York:

El Mascarón ¡Mirad el mascarón!

¡Como viene el mascarón del África a Nueva York!

En este poema, el baile se halla dominado por la máscara africana, cuyo significado está expresado por el mismo Federico García Lorca en la conferencia citada arriba:

Por eso yo puse allí esta danza de la muerte. El mascarón típico africano, muerte, verdaderamente muerta, sin ángeles ni resurrexit, muerte alejada de todo espíritu, bárbara y primitiva como los Estados Unidos que no han luchado ni lucharán por el cielo. Muerte alejada de todo espíritu, bárbara y primitiva como los Estados Unidos, que no han luchado ni lucharán por el cielo.

Poeta en Nueva York. 1ª ed. de José Bergamin en ed. Séneca. México. 1940

Poeta en Nueva York. 1ª ed. de José Bergamin en ed. Séneca. México. 1940

El poema «Nueva York. Oficina y denuncia», mientras tanto, es una condena de la ciudad por la falta de espiritualidad de sus habitantes. García Lorca denuncia a menudo la muerte de millones de animales, muertos por las grandes máquinas “para el gusto de los agonizantes”. El fondo del poema es el de presentar la denuncia mediante el antagonismo entre la naturaleza y la ciudad. El poeta se ofrece al finalizar el poema a ser comido “por las vacas estrujadas” como solidaridad con las víctimas, con los otros animales sacrificados para aumentar el capital de los ricos. Grita contra los capitalistas que se bañan en sangre a través de las matemáticas:

Debajo de las multiplicaciones

hay una gota de sangre de pato.

Debajo de las divisiones

hay una gota de sangre de marinero.

Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;

un río que viene cantando

por los dormitorios de los arrabales,

y es plata, cemento o brisa

en el alba mentida de New York.

Existen las montañas, lo sé.

Y los anteojos para la sabiduría,

lo sé. Pero yo no he venido a ver el cielo.

He venido para ver la turbia sangre,

la sangre que lleva las máquinas a las cataratas

y el espíritu a la lengua de la cobra.

El poeta denuncia al vulgar negocio de enriquecerse destruyendo y matando la naturaleza:

Yo denuncio a toda la gente

que ignora la otra mitad,

la mitad irredimible

que levanta sus montes de cemento

donde laten los corazones

de los animalitos que se olvidan

y donde caeremos todos

en la última fiesta de los taladros

os escupo la cara.

El poema es una denuncia del público en general; la mitad de la gente que ignora la otra mitad de la población son los ricos y los poderosos, mientras que la obra mitad son los explotados que construyen los rascacielos donde se entierran los valores de la naturaleza. Lorca se une al pueblo explotado que trabaja día y noche para aumentar los grandes capitales americanos:

La otra mitad me escucha

devorando, cantando, volando en su pureza

come los niños de las porterías

que llevan frágiles palitos

a los huecos donde se oxidan

las antenas de los insectos.

No es el infierno, es la calle.

No es la muerte, es la tienda de frutas.

Hay un mundo de ríos quebrados y distancias inasibles

en la patita de ese gato quebrada por el automóvil,

y yo oigo el canto de la lombriz

en el corazón de muchas niñas.

Óxido, fermento, tierra estremecida.

Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina.

El poeta sigue el mismo curso de denuncia contra la gente que destruye la naturaleza, y denuncia también a sus promotores que habitan las grandes oficinas:

No, no, no; yo denuncio.

Yo denuncio la conjura

de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías

que borran los programas de la selva.

En la conferencia citada arriba, el poeta describe a los negros de Harlem como personas llenas de fe, religión y espiritualidad:

Pese a quien pese son lo más espiritual y delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pureza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actuales: “Lo que yo miraba, paseaba, y soñaba era el gran barrio negro de Harlem (…) donde lo lúbrico tiene un acento de inocencia que lo hace perturbador y religioso.

Dos poemas de la sección de los negros están dedicados completamente a su mundo: «Norma y paraíso de los negros» nos habla del amar y del odiar bajo el contraste de color de sus imágenes. En la ya comentada «Oda al rey de Harlem» hallamos de nuevo la misma simbología: “En el laberinto de biombos es mi desnudo el que recibe/ la luna de castigo y el reloj encenizado”. En el poema titulado «Paisaje de la multitud que orina», mientras tanto, vemos el símbolo de trajes rotos igual que muertos, el cual está rodeado de muertos y sufrimiento:

Es inútil buscar el recodo

donde la noche olvida su viaje

y acechar un silencio que no tenga

trajes rotos y cáscaras y llanto,

porque tan sólo el diminuto banquete de la araña

basta para romper el equilibrio de todo el cielo.

Walt Whitman

Walt Whitman

La «Oda a Walt Whitman», uno de los poemas que se hallan al final del libro, contiene otra protesta social contra el capitalismo industrial. La tecnología y la industrialización engendran una alienación en la que la máquina obra como eje destructor de la unión entre el hombre y la naturaleza:

Por el East River y el Bronx,

los muchachos cantaban enseñando sus cinturas,

con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.

Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas

y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.

Posteriormente vemos la misma línea temática dándole una forma antagónica:

Por el East River y el Queensborough

los muchachos luchaban con la industria

y los judíos vendíán al fauno del río

la rosa de la circuncisión

y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados

manadas de bisontes empujadas por el viento.

Del canto del poeta hacia los seres colectivos de la ciudad, los que más le interesan a Lorca eran los negros. Él mismo así lo advirtió en otra conferencia:

Yo quería hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros en un mundo contrario; esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas.

Este dolor del negro radica para el poeta en la condición de la esclavitud de su vida; en la «Oda al rey de Harlem» pronuncia:

Es por el silencio sapientísimo

cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua

las heridas de los millonarios

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

 

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Alfredo Alvar: Vida de don Miguel de Cervantes Saavedra

Repaso a la historia de la vida de don Miguel de Cervantes Saavedra

Es la iglesia de Santa María de Alcalá de Henares, domingo 9 del mes de octubre de 1547. En la sacristía, el bachiller Bartolomé Serrano acaba de anotar en el libro de registro que ha bautizado a un tal Miguel, hijo de Rodrigo de Cervantes y de su esposa, Leonor, y que han actuado como padrinos Juan Pardo y otra persona que no recuerda; además, los testigos fueron Baltasar Vázquez, el sacristán y el propio bachiller Serrano.

En definitiva, pues, el 9 de octubre de 1547 se bautizó a un Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares. No hay más. Si le llamaron así pudo haber sido porque el alumbramiento hubiera tenido lugar en ese día, y así esperaban que el santo arcángel le protegiera.

Poco se esperaba de aquella criatura, como poco era lo que se podía esperar entonces de un recién nacido: sólo un puñado de ellos llegaba a cumplir el año de edad; de éstos, más morían en la infancia y, en fin, sólo sobrevivían los más fuertes, de tal manera que ya con cuatro o cinco décadas de existencia a las espaldas eran, o afortunados —si es que ésa es vida de fortuna—, o envejecidos.

Poco se esperaba de aquella criatura. Tan poco que ni el cura, al anotar el bautizo, recuerda el nombre del segundo padrino; tan poco que uno de los testigos es el sacristán, él, que estaba por allí. Poca fiesta, desde luego. Tal vez el bachiller Serrano, aun dentro de la mecánica y rutina de tal acto, hubiera tenido un momento de piedad y se hubiera alegrado de haber rescatado el alma de ese Miguel de los infortunios del limbo, y, si hacía méritos dentro de la libertad de albedrío que iba a tener, podría ir algún día al cielo. Vida de descanso la del más allá, entre tantas turbaciones en la tierra.

Luego, Rodrigo y Leonor se irían a casa, a penar entre tanto crío: Andrés había muerto nada más nacer, y no se sabe, claro, nada de él. Su nombre se le puso a la segunda hija del matrimonio, Andrea, mujer de rala moral, pero hábil en el engatusar y sacarle dinero a aquellos que le daban palabras de matrimonio que luego, ¡oh casualidad!, no se cumplían y tenían que indemnizarla. Tuvo una hija y acabó formando parte de la Venerable Orden Tercera de San Francisco, aunque sin profesar. Luisa era una cría nacida en 1546 que a los 19 años se metió a carmelita descalza; ahora, Miguel; luego ya vendrían Rodrigo (1550), valeroso guerrero, del que tampoco consta que se casara, y Magdalena (1552), que también sacó algo de dinero con sus destrezas de mujer, pero que, a diferencia de Andrea, sí que conocemos mejor algo de su humanidad: entró como la hermana mayor en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, y al testar deja todo lo que hubiera que hacer en manos de Don Miguel, al que adoraba; también en el testamento llora por el otro hermano, Rodrigo, de quien recuerda perfectamente su muerte: “Mi hermano, que le mataron en Flandes en la jornada de dos de Julio del año de seiscientos y uno”. Murió pobre: así consta en la partida de enterramiento, y así también en el testamento. Lega todos sus escasísimos bienes para la redención de cautivos, y asevera, con el alma hundida: “Aunque declaro no dexo bienes para mi enterrar”. Y otra vez lo dice: “No dejo herederos de mi hazienda […] por no tener bienes nengunos ni quedar de mí cosa que valga nada”. No, Magdalena, de ti vale mucho tu alma, tu generosidad, tu bondad. Miguel te llorará. Tú nos has demostrado una vez más que la solidaridad horizontal familiar es un don tan preciado como la libertad que, Sancho, nos dieron los cielos. Y es que, a fin de cuentas, no hay más mísero indigente que el que ha perdido hasta los referentes familiares.

En esa casa, en la que el padre era un pobrecillo y un cirujano —oficio más bien de poca monta por aquel entonces; algo más que sanador, mucho menos que médico—, el 20% de los hijos había muerto antes de cumplir un año, el 80% no había contraído matrimonio (sólo Miguel lo hizo), el 66% de las mujeres de la casa había mantenido vida amancebada, el 100% de los hijos varones había ido a la guerra, el 20% eran monjas profesas y el 80% había ingresado en una orden religiosa, aunque como seglares. Y de todos, sólo el 40% había tenido hijos (Andrea y Miguel), aunque los tres hijos (Constanza, de Andrea; Isabel y un ignoto en Nápoles, de Miguel) habían sido extraconyugales La madre, Leonor, aparece a los ojos de todos como el nexo de unión, fuerte, encardinadora de tantas voluntades divergentes. Es la heroína. Era la matriarca.

Claro que el mundo de la religión y la moral tenía que desembarcar para rescatar las almas de los fieles, ¡no eran los papas los únicos pecadores. Ésta es una de las causas de la trascendencia en todos los órdenes, de los aspectos disciplinares del Concilio de Trento. Que, por lo demás, acababa de inaugurarse (1545-1563) tras mil zozobras: precisamente un par de años antes de que tuviera lugar la militante victoria contra los luteranos (Mühlberg), y de que naciera Miguel, anécdota insignificante para aquella Europa que a sí misma se estaba desgarrando, como escribió el médico converso segoviano Andrés Laguna.

La vida de aquella criatura de Alcalá se iba a ver muy influida, aunque aún no lo supieran, por los discursos remoralizadores y triunfantes contra herejes e infieles, que habían demostrado con creces que eran un peligro político. Y como ocurre siempre que se impone un innovador discurso social, político o cultural, los desviados sociales o los marginados son cientos, y Don Miguel puede ir abriendo el saco en el que entraron otros muchos, que les va a hacer buena compañía.

Cervantes se mueve entre el amor, los celos, el matrimonio, el embaucamiento, como nadie. No es un creador, es un transmisor de amargas experiencias, de sentimientos.

Aquella familia hubo de abandonar Alcalá allá por 1552 y buscó nuevos aires en Valladolid. No era la primera vez que el linaje andaba recorriendo España de arriba abajo. Ya lo había hecho el hosco abuelo Juan. En fin, por un problema de deudas, acabó en la cárcel en Valladolid, salió de allí y se marchó a Córdoba solo, sin la mujer ni los hijos, pero sí con la madre. A la altura de 1566, Rodrigo vuelve al centro, a donde está el dinero, a la corte: Madrid. Ahora sí que le acompañan la esposa y los hijos. Parece ser que sobrevive trapicheando con dineros y préstamos. Su esposa le declara, por dos veces, muerto. Ella, así, espera mover a conmiseración y conseguir ayudas para el rescate de Miguel y Rodrigo. En fin, la lastimera existencia de este individuo concluyó en 1585; la de la fortaleza de su esposa, en 1593.

Y fue en la estancia del padre en Andalucía, entre 1564 y 1565 (escasean las pruebas documentales), cuando probablemente fue por vez primera Cervantes a Córdoba y Sevilla. Allá pudo conocer el genio teatral de Lope de Rueda y quedar cautivado por él. Los problemas existenciales obligan al padre a abandonar Sevilla y se instala en el anonimato cortesano. Pero al poco se hospeda con los Cervantes un fiel seguidor de Lope de Rueda, Alonso Getino de Guzmán. Él fue, en la formación desestructurada y sin concierto de Cervantes, una pieza clave. Sobre él se ha escrito poco, muy poco. Este Alonso Getino era un individuo medio en el Madrid de Felipe II. Era alguacil y, muchas veces, encargado de aderezos urgentes municipales: la villa de Madrid le encargó la organización de las fiestas del alumbramiento de la hija del rey, Catalina Micaela, y participó en la celebración de la entrada de Ana de Austria en 1570.

Superaba Cervantes los 20 años, y sin duda que conoció a López de Hoyos como preceptor; pero tal vez en clases particulares, como era costumbre. Alrededor de López de Hoyos pulularon Cervantes, Getino, Pedro Laínez —hombre de corte, pues era camarero del príncipe don Carlos—, López Maldonado, Luis Gálvez de Montalvo.

El 15 de septiembre de 1569, el frágil camino de una vida se tuerce. Un tal don Miguel de Cervantes ha dado una cuchillada a un alarife real, Antonio de Segura, al cual deja herido. Se le condena a cortarle la mano derecha y a destierro. No se da con él en la corte. Se sospecha que está en Sevilla, habrá que buscarle allí. Pero otro Miguel de Cervantes aparece en esas fechas, por poco tiempo, en Roma al servicio del cardenal Acquaviva. Todos hemos dado por supuesto, aunque se pueda dudar de ello, en que hay relación directa entre la orden de caza y captura y la fuga de don Miguel a Roma.

Su estancia en Roma es trascendental en su formación cultural y en cuanto le acontecerá: en efecto, el “Cervantes en Italia” o “Italia en Cervantes” son temas de lectura e investigación bellísimos. El alcalaíno se ha descrito muchas veces en sus escritos. Se inspiró en su vida para dársela a sus personajes. Es el caso del enamorado Periandro, creado al final de su vida: “Periandro, en tanto que era buscado, procuraba alejarse de quien le buscaba; salió de Roma a pie, y solo, si ya no se tiene por compañía la soledad amarga, los suspiros tristes y los continuos sollozos: que éstos y las varias imaginaciones no le dejaban un punto” (Persiles, Lib. IV, Cap. XI).

A los pocos meses de estar en Roma se traslada a Nápoles, a enrolarse en los tercios. Cuando entra a formar parte de los ejércitos del Rey Católico no sabe, claro, lo que le viene encima. Para empezar, el hondo conocimiento de la vida militar en tierra o en las galeras, que, a su vez, inspira obras, individuos, situaciones o reflexiones: ¡qué importante es su comparación entre las armas y las letras! La vida militar, a un castellano del siglo XVI, le podía fascinar: era la carrera de la fama y de la defensa de su tronco cultural, amenazado por el otro imperio y la otra religión. Hay que tener en cuenta que, en aquellas fechas y por el Mediterráneo, el turco empujaba, ora sobre Viena (dos veces en tiempos de Carlos V), ora en tantas y tantas plazas del norte de África conquistadas desde tiempos de Cisneros y Carlos V. Además, el islam tenía muchos practicantes en la Península, a los que se les permitió vivir en el reconquistado Reino de Granada y en la Corona de Aragón. Por aquellas fechas, la práctica de la religión era concesión real, y en ningún caso un derecho. En estas fechas, sin embargo, a los cristianos les incomodaba la presencia musulmana en España, y a los musulmanes, otro tanto. En 1569 se sublevan contra el Rey Católico los musulmanes de Granada, por segunda vez (la primera había concluido en 1502). Tal es la virulencia de la situación que el rey Felipe se traslada a Córdoba para estar cerca de sus tropas, y hay que movilizar a los tercios, desde Italia y al mando de don Juan de Austria, para sofocar la rebelión. Concluida, se piensa que la mejor manera de lograr la paz será por la vía —intentada desde 1492— de la asimilación. Ésta, a su vez, sería más fácil de lograr si se mezclaran cristianos y musulmanes: se decide mandarlos a poblaciones del interior de la Península. El fracaso de este nuevo intento de asimilación, en un mundo en el que no había lugar para la convivencia, concluyó en 1609, cuando se ordenó su salida de España.

La presencia de los otomanos por el mar campando a sus anchas, o la fortificación en todos los sentidos de Argel lanzando sus galeras contra los pueblos ribereños del Mediterráneo norte, no era tranquilizador para el mundo católico. Si, además, en España los había por decenas de miles y en armas contra su legítimo rey, no es de extrañar que las campañas de defensa antiislámicas se hicieran en la Península y en el mar.

En medio de este ambiente, Miguel de Cervantes, cristiano convencido, se enrola en los tercios. Y no sólo participa en la batalla de Lepanto, aquella que él recordará a lo largo de toda su vida y, sobre todo, al revolverse en la segunda parte del Quijote contra los insultos de Avellaneda en el falso Quijote: “Lo que no he podido dejar de sentir es que me mote de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pasase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas, a lo menos, en la estimación de los que saben dónde se cobraron; que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga; y es esto en mí de manera, que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella acción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella”.

Repuesto de las heridas en Mesina, anduvo un lustro por el Mediterráneo en escaramuzas por el Mediterráneo oriental y por el occidental. Existen descripciones de acciones, paisajes, acontecimientos que nos demuestran claramente que Cervantes no sólo es testigo visual, sino cronista de su época. Un ejemplo: en la correspondencia entre Felipe II, Granuela y don Juan de Austria, éste informa a su hermano que derruirá el castillo de Túnez (Archivo General de Simancas; Estado, Italia). Escribe Cervantes: “El año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan” (Quijote I, xxxix, 276a).

En muchas ocasiones hemos pensado que si Cervantes decide volver a España es porque debe haber considerado concluido su ciclo en el Mediterráneo. Ahora, tras la lectura de algunos legajos de Simancas, empiezo a pensar que se licencian él y su hermano Rodrigo acaso incitados a hacerlo porque los enormes costes de mantener la flota en el Mediterráneo a solas —sin los otros aliados— indujeron a don Juan a favorecer el que se volvieran a su casa muchos soldados. Por entonces debió de conocer a aquel soldado Luis de Saavedra —del que hasta hoy, que yo sepa, nadie se ha acordado, y cuyas hojas de méritos junto a don Juan están en Simancas; Estado, Italia— o a su familiar el poeta Gonzalo de Cervantes y Saavedra.

El 26 de septiembre de 1575, la galera Sol era cautivada por los berberiscos argelinos. En ella, entre otros, iban Miguel y Rodrigo de Cervantes. Fueron llevados a Argel, “gomia y tarasca de todas las riberas del mar Mediterráneo, puerto universal de corsarios, amparo y refugio de ladrones”. Allí pasaría cinco penosos años, en los baños, que, lejos de ser un balneario, como podría llevarnos a pensar la supina ignorancia, eran la cárcel: “Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos” (Quijote I, XL).

Allá pasó un lustro completo, desde el 26 de septiembre de 1575, en que fue capturado, hasta el 19 de septiembre de 1580, en que fue rescatado por fray Juan Gil. En el entretanto, cuatro intentos de fuga y otras tantas delaciones. Se ha escrito que si no se le ejecutó cuando se le detenía era porque tenía tratos carnales con su amo. Vaya. Tal vez sea más fácil pensar que no se le ejecutaba porque era “preso de rescate”, porque era un importante valor económico. Él lo dice: “Yo, pues, era uno de los de rescate […] pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella; y así, pasaba la vida en aquel baño, con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate. Y, aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver, a cada paso, las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos” (Quijote I, XL).

Su precio se fijó en 500 escudos (un escudo era moneda de oro de ley de 22 quilates y 3,4 gramos), que su familia no pudo conseguir ni aun vendiendo todas sus pertenencias. La durísima vida en Argel pudo sobrellevarla por el mundo de relaciones que hizo con gentes de letras, que continuaron agrandando la imaginación creadora de Cervantes.

El caso es que ese cautivo, ignoto personaje de su sociedad, estaba ya amarrado a una galera rumbo a Constantinopla cuando apareció fray Juan Gil, que logró conseguir el dinero en monedas de oro para abonar el pago del secuestro. Desde mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVIII se rescató a unos 15.500 cautivos cristianos, y que sólo en Argel había de 15.000 a 25.000 al año.

Estando preso fue rescatado su hermano Rodrigo, en una heroica muestra de solidaridad de Miguel. Y Rodrigo acudió a implorar por él ante Mateo Vázquez de Leca, el todopoderoso secretario, tal vez conocido de la juventud en Sevilla y con el que compartió existencia en Madrid. Ocurrió todo esto mientras Cervantes estaba en Argel. Y no supo calibrar que los que ascendían eran los contrarios a López de Hoyos y lo que su erasmismo o antijesuitismo representaba. En estos años incluso se alteró el retrato de Sofonisba Anguissola de Felipe II (hasta hace poco atribuido a Sánchez Coello) que está en el Museo del Prado. Viste ahora el rey bonete y capote ancho negro; antes, como se pudo ver por los rayos X durante el proceso de restauración, su figura era menos de bulto, y en vez de rosario llevaba una cadena de oro en la mano izquierda, mientras que la derecha, en vez de estar mayestáticamente sobre el brazo de un sillón real, la tenía en el abdomen. Desde aquellos años en adelante, rosario en vez de cadena de oro.

A Mateo Vázquez, el ingenuo Miguel de Cervantes le escribe una epístola, en elegiaco verso, solicitando el amparo para con los cautivos. Y claro, no hubo respuesta. Aún más: cuando Cervantes volvió a la Península se dirigió a Madrid y a Lisboa; allá tras la corte, tras la unión de las dos Coronas. Iba a pedir merced, y se la dieron: que fuera en breve misión de espionaje a Orán. ¡Otra vez atravesando esas tierras hacia esos malditos recuerdos! He revisado las cédulas de paso de esas fechas que están en Simancas y no he localizado nada de Cervantes.

Vuelto de Orán, adonde ha ido a recoger informaciones de la zona que le daría el gobernador, las lleva a Lisboa, y allí, preso tal vez de un importante desencanto por la vida que ha llevado, solicita por vez primera un oficio en Indias. Vuelven a quitárselo de encima, esta vez otro secretario real, deudo de Mateo Vázquez, pero con fina sensibilidad cultural: Antonio Gómez de Eraso. Sin conseguir un puesto de trabajo que le garantice un sueldo, regresa a Madrid: estrena comedias, conoce las mieles de cierto éxito, pasa penurias; en fin, edita La Galatea.

Corría el año de 1585. Cervantes tiene ya 38 años. Es posible que en su juventud haya herido a un alarife real; ha recorrido Italia y el Mediterráneo; ha perdido la movilidad en la mano izquierda, le han dado dos disparos en el pecho; ha sido cautivo durante cinco años, espía, aspirante palaciego a alguna merced real, no entra en el grupo de poder; ha estrenado comedias, y ha escrito, al fin, una novela pastoril que se reeditará en 1590.

Por los corrales de comedias de Madrid, Cervantes acababa de estrenar alguna obra. El trato de Argel o Numancia, sin duda; de otras hemos perdido el rastro (La batalla naval). Pero, por otro lado, no eran buenos años para los tablados: según la recopilación de Cotarelo de 1904, entre 1586 y 1600 hubo más de una veintena de impresos en los que se hablaba de la licitud —moral— o no de las comedias. Años, pues, de remoralización. En 1586 se prohibió que hubiera actrices, y se echó marcha atrás con las casadas en 1587; en 1589, Felipe II ordenó a sus autoridades de Castilla que velaran por los contenidos morales de las comedias; aún vendrían más años calamitosos desde 1597 en adelante.

Y además, este Cervantes —tal vez de lejanos antepasados conversos, vinculado a López de Hoyos, aunque autor teatral, en parte, como gustaría a Mateo Vázquez— tiene un grave desliz: deja embarazada a una mujer casada, Ana de Villafranca. Corre el mes de febrero de 1584. Al mes siguiente muere el poeta Pedro Laínez, y su viuda se retira a Esquivias. Allá llama a Cervantes, amigo de ambos (no digo, conscientemente, “amigo del matrimonio”), que le encarece que se encargue de la edición del Cancionero del fallecido. Cervantes acepta; va y viene de Madrid a Esquivias, y, al fin.

Catalina de Salazar es una doncella de 19 años cuyo padre acaba de morir y sus dos hermanos son muy pequeños. De ese matrimonio nacieron cinco críos, y la parca hizo los consabidos estragos: dos murieron siendo niños, y el 60% restante hizo lo consabido: dos se metieron a fraile y sólo una entró en el circuito de la reproducción biológica (se casó), aunque sin lograrlo. Cuando Cervantes empieza a aparecer en Esquivias, uno tiene siete años, y el otro, tres. Sin duda que la viuda, ante este panorama, siente desasosiego. Y entonces pone en marcha la estrategia familiar: los Salazar ofrecen —a quien se case con Catalina— prestigio social, pues son cristianos viejos y son habidos por señores (esto es, hidalgos rurales al menos bien hacendados); ella es joven, ella es doncella; de los dos hermanitos no hay que preocuparse, pues la madre los cuidará mientras fructifiquen las rentas de la tierra.

El escritor teatral que aparece por allí, avezado soldado y hombre entrado en años, parece transmitir seguridad. Es un gran seductor, por lo que sabe, por lo vivido, por cómo lo cuenta. Para sus adentros se callará sus lejanos orígenes, que estigmatizan, y, mucho más, el que en camino está un fruto de sus pasiones. Y acaso más adentro aún guardará una sonrisilla al ver que, con las rentas familiares, podrá, por fin, sobrevivir.

En 1588 muere la suegra. Parece ser que, entre las capitulaciones dotales y la herencia, los Cervantes Salazar percibieron unos 596 ducados, a los que hay que sumar los 100 que aportó Miguel y la casa que cedió la viuda. No era un fortunón, como alguno podría haber pensado. Pero es que, además, al abrirse el testamento, se descubre que las deudas contraídas por los suegros ascendían a 541 ducados. A Cervantes le habían engañado con ese matrimonio de conveniencia.

El 12 de diciembre de 1584, la iglesia de la Asunción de Esquivias está de fiesta. Una vecina va a desposarse con un forastero. Él tomará el timón de una casa que puede perder el rumbo; ella reproducirá en su seno el linaje, y entrambos harán que tradiciones, normas y valores pasen a una nueva generación. Se casan Miguel de “Serbantes” o de “Zerbantes” con doña Catalina de Palacios. Los casa el tío de ella, cura titular de Esquivias, Juan de Palacios. De momento se desposan. Más adelante se velarán, concluyendo así el ritual. De la partida de velación, si es que la hubo, no sabemos nada: entonces se permitía la convivencia marital desde el desposorio hasta la velación. Mas como en Trento se remoralizó el mundo católico, lo que se hizo fue fundir en una ambas ceremonias para evitar vidas a medias tintas.

Poco después, Cervantes parte a Sevilla, Madrid, Toledo. Son años de contratos de obras y de estrenos, de cierto éxito., y de miedo ante el futuro: en 1587 abandona a su esposa, abandona Esquivias y se va a Sevilla. Aprovecha para ello las fiestas del traslado de las reliquias de santa Leocadia, que llegan a la Ciudad Imperial en abril de 1587. Todo es contrarreforma.

No se sabe bien por qué abandona su fructífero mundo de las letras. Acaso, roces con Lope; acaso, la búsqueda de una estabilidad económica que no le da Esquivias —algunos detractores entonces insinúan que la esposa le es infiel—; tal vez se hiciera alguna risa contra los conversos en un pueblo, Esquivias, que era muy sensible a estas banderías. A saber. El caso es que, de nuevo, busca el amparo cortesano: esta vez se pone al calor de Cristóbal Mosquera de Figueroa, presidente (corregidor) de uno de los ayuntamientos más importantes de Andalucía, el de Écija; hombre de enorme proyección en tanto en cuanto es fiel servidor de don Álvaro de Bazán, el marqués de Santa Cruz.

El corregidor había nacido en Sevilla en 1547 (el mismo año que Cervantes), se licenció en Cánones en 1575, y al tiempo que se dedicaba a cosas de la justicia, fue escritor. Me gustaría resaltar su vinculación con el marqués de Santa Cruz, al que acompañó en la expedición de las Azores —en calidad de auditor general de la Armada—, y para el que preparó, por encargo del aristócrata, su Comentario en breve compendio de disciplina militar, en el que se narra la expedición y la participación de Rodrigo de Cervantes en el desembarco de la Muela. Aunque la obra se edita en 1596, se escribió antes. Unos versos de Cervantes, incluidos en la obra en alabanza del autor y del marqués, sirven para garantizar la amistad de Cervantes con este corregidor. También Cervantes loa al autor en La Galatea (en el ‘Canto de Calíope’), y los piropos a la intervención de Rodrigo se manifiestan así como una subjetiva alabanza, producto de la amistad, por lo menos, con el hermano Miguel.

En cualquier caso, en Sevilla, donde hizo la primera parada, se alojó en la posada de Tomás Gutiérrez. No sabemos de qué vivió en aquellos meses, pero en Sevilla fluía el dinero de Indias, y un personaje hábil en el manejo de las cuentas podía subsistir bien. No será la primera vez que Cervantes aparezca vinculado al mundo del trapicheo y del microcrédito, como veremos. Es mi particular punto de vista, y estoy seguro de que así se ganó la vida.

Pero como las cosas de palacio no solían irle bien a Cervantes, en septiembre de 1587 su amigo tenía que dejar el cargo de corregidor: sólo disponían de unos meses para arreglarle la situación económica. A finales de 1587, Cervantes ha empezado a requisar grano para la Gran Armada.

Después del asalto de Drake a Cádiz y su saqueo (en los días 29 y 30 de abril de 1587), en la corte se decidió dar un escarmiento a los ingleses. Para ello se movilizaron todos los efectivos económicos, militares y burocráticos de que se disponía. La idea era excelente: invadiendo Inglaterra se asfixiaría la rebelión de Flandes, tan alimentada desde las islas. Por otro lado, todo parecía indicar que el Rey Católico, con el que estaba el Dios verdadero, vencería: aniquilada la mediocre flota francesa en las Azores y anexionado Portugal, todas las fachadas del mar le pertenecían: el Atlántico en ebullición, el eclipsado Mediterráneo, el venturoso Pacífico, el dinámico Índico

Había que escarmentar tanta insolencia inglesa. Y se tomó la determinación de poner en marcha la construcción y equipamiento de esa Gran Armada, nunca “Armada Invencible”, mote puesto por los ingleses para hace mofa de los del sur. A principios de 1588 muere Santa Cruz y es rápidamente sustituido por Medina Sidonia. Zarpa la flota desde Lisboa: 130 buques, casi 2.500 piezas de artillería, casi 20.000 soldados, 8.050 marineros y 2.088 remeros Van a moverse cerca de 58.000 toneladas. Tal maquinaria bélica se mueve pesadamente y se ha organizado con deficiencias. Recalan en A Coruña, donde se reparan 59 naves. Van pasando los meses, llega y se va el verano. Zarpan, de nuevo, 127 buques con 28.000 hombres a bordo. Y Cervantes escribe:

“Canción nacida de las varias nuevas / que han venido de la católica armada / que fue sobre Inglaterra, / de Miguel de Cervantes Saavedra.

“Bate, Fama veloz, las prestas alas, / rompe del norte las cerradas nieblas, / aligera los pies, llega y destruye / el confuso rumor de nuevas malas / y con tu luz desparce las tinieblas / del crédito español, que de ti huye; / esta preñez concluye / en un parto dichoso que nos muestre / un fin alegre de la ilustre empresa, / cuyo fin nos suspende, alivia y pesa, / ya en contienda naval, ya en la terrestre, / hasta que, con tus ojos y tus lenguas, / diciendo ajenas menguas, / de los hijos de España el valor cantes, / con que admires al cielo, al suelo espantes”.

Lo demás, ya se sabe: los temporales y el hostigamiento en Calais siembran el desconcierto en una flota que (es importante repetirlo hasta la saciedad) sólo pierde 28 bajeles, más de la mitad de navegación mediterránea. Si se ha oído alguna vez otra cosa es porque en 1588 nació una conciencia nacional, la inglesa, a costa de otra, la española.

En ese tiempo, y durante 13 años, Cervantes recorrerá Andalucía de arriba abajo, en la delicadísima misión de embargar alimentos para la Armada y para el rey. Momentos difíciles a los que supo sobreponerse con su carácter, su carisma y su vara de justicia. Luego llegaron los aciagos días del echar cuentas. Y como unas cosas no encajaran acá ni otras allá, dio con sus huesos en la cárcel. Adviértase que entonces daban con los huesos en la cárcel de manera preventiva, por cualquier sospecha de falta o delito. Son años ásperos. Poco o nada sabemos de su vivir diario. Pero tantas posadas retratadas en sus obras, tantas habitaciones mal compartidas, tal calidad en la descripción de las sensaciones del viajero que atrás ve alejarse el pueblo del que sale y de frente nada más que el inmisericorde paisaje del secano al mediodía, exponen a un Cervantes, cuya imaginación no ha parado de crecer. Sólo faltan la pluma, el papel y las letras de molde.

El caso es que, tras la Jornada de Inglaterra, Cervantes siente, como todos los españoles, el latigazo de la vulnerabilidad. Ésa fue la gran consecuencia de los acontecimientos de 1588: el revés psicológico. Pero, lejos de acobardarse o amedrentarse, cada cual a su manera, intentó insuflar ánimos al de al lado:

“Del mismo, canción segunda, / de la pérdida de la armada / que fue a Inglaterra.

Abre tus brazos y recoge en ellos / los que vuelven confusos, no rendidos, / pues no se escusa lo que el cielo ordena, / ni puede en ningún tiempo los cabellos / tener alguno con la mano asidos / de la calva ocasión en suerte buena, / ni es de acero o diamante la cadena / con que se enlaza y tiene / el buen suceso en los marciales casos, / y los más fuertes bríos quedan lasos / del que a los brazos con el viento viene, / y esta vuelta que ves desordenada / sin duda entiendo que ha de ser la vuelta / del toro para dar mortal revuelta / a la gente con cuerpos desalmada, / que el cielo, aunque se tarda, no es amigo / de dejar las maldades sin castigo”.

Confusos, no rendidos. Pero para alumbrar el camino se encendieron las candelas, de nuevo, de la remoralización no ya de los ambientes cortesanos, sino del reino entero. Son los años más implacables del nuevo proyecto ideológico, que se frenó con la muerte del rey. Empezaba a extenderse la idea, desde los años de 1590, de que el reino, otrora victorioso, empezaba a sufrir. Nadie como Cervantes, ningún arbitrista con sus largos memoriales, tuvo la habilidad de explicitarlo así; un chulo sevillano, ante el túmulo de Felipe II: “Y luego encontinente / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”. Fuese y no hubo nada ¿ante el túmulo de Felipe II? Qué lejos, pues, quedaban ideológicamente la Numancia o las dos canciones a la Jornada de Inglaterra. Hundidos los valores sociales, la creación literaria tendría que ir por otros derroteros. No eran tiempos de caballerías ni de grandes alharacas

Había vencido la fase de su existencia en Andalucía, en donde sirvió a tantos administradores vascos, como nos delatan sus apellidos: sobre todo, Isunza. Corre el año de 1599. Cervantes vuelve a Madrid. A finales del verano, una niña, Isabel de Saavedra, entra al servicio de Magdalena de Cervantes. Miguel empieza a arropar, aunque sea una adolescente, a su hija, huérfana de padre y madre biológicos. Luego, nueva y breve estancia en Sevilla y vuelta a Madrid.

Los filólogos cervantistas no tienen dudas: la novela del ingenioso hidalgo ya está en marcha. Tal vez bien perfilada como novela corta, que podría darse por concluida con el “donoso escrutinio” antes de la segunda salida, o a saber en dónde. El caso es que en enero de 1601 se pregonó el traslado de la corte de Madrid a Valladolid. Cervantes permaneció en Toledo y Esquivias, también en el despoblado Madrid, hasta que se mudó a Valladolid. Pero antes de que esto ocurriera, ya había compuesto su Quijote corto, pues antes de 1604 se ha podido constatar que se sabía de la existencia de un Quijote que tal vez concluyera, como decía antes, en el “donoso escrutinio”. Podía circular en alguna copia manuscrita, o en algún libelo impreso: testimonios de su existencia se han podido recoger en Alcalá, Toledo y Madrid. Sin embargo, a finales de 1604, ya está terminada e impresa la primera parte del Quijote tal y como la conocemos hoy día. Sólo falta una dedicatoria: en efecto, en septiembre, Felipe III concede a Cervantes permiso para imprimirlo y las licencias pertinentes para su explotación. A primeros de diciembre ya está tirado, por cuanto, con esa fecha, Murcia de la Llana da el plácet tras cotejar que no hay erratas; en fin, con el libro concluido, se le puede poner precio: esto se hace el 20 de diciembre de 1604, a 290,5 maravedíes. Sería su valor “en papel”; esto es, vendido como era costumbre, sin encuadernar. Los días siguientes fueron frenéticos: ir a Valladolid a presentarle la dedicatoria de circunstancias al duque de Béjar, volver a Madrid, tirar el pliego correspondiente y sacarlo a la venta, en los primeros días de 1605. Esto es lo que conmemoramos ahora.

El prólogo es fascinante por demoledor: su sola explicación necesita más de un párrafo. Valga una idea: es un ataque brutal contra Lope. La envidia en uno y la vanidad en otro chocaron, y seguirían haciéndolo frontalmente. A pesar de la vieja amistad. A pesar del recíproco respeto (¿miedo literario?) que se tenían.

El éxito del Quijote fue rotundo: tanto que empezó a haber ediciones piratas en la Corona de Aragón y en Portugal. En cualquier caso, en 1605 se preparó una segunda impresión; se mandaron en ese año acaso mil ejemplares a Indias, y eso que el libro está cargadísimo de erratas, mal terminado.

En el verano de 1604, los Cervantes, junto con los Garibay (a Esteban de Garibay le financia su Compendio historial, en Amberes, Isunza, el protector en Andalucía de Miguel) y otros muchos, dejan Madrid y se van a Valladolid. Esto quiere decir que Cervantes no está al tanto del proceso final de edición de su libro.

La vida en Valladolid transcurre sin que sepamos bien cómo. Ni de qué vivió. Una mala noche hieren de muerte en la puerta de su casa a un tal Gaspar de Ezpeleta, hombre un tanto calavera. Muere en casa de la viuda de Garibay. Como el juez instructor descubriera que le han asesinado por tener amores ilícitos con la esposa de un escribano real, Melchor Galván, emborrona todo el proceso, llama a declarar a los testigos varias veces y persigue una finalidad: crear contradicciones para poder encausar a gentes inocentes. A los dos días de recibir las heridas muere Ezpeleta, y al día siguiente, el alcalde de corte mandaba meter en la cárcel “a Miguel de Cervantes e doña Isabel —su hija—, e doña Andrea y doña Constanza —su hija—, e Simón Méndez, y doña Juana Gaitán, doña María de Argomedo y su hermana y sobrina, y doña Mariana Ramírez e don Diego de Miranda” Pasada la presión por el asesinato, todo se fue diluyendo. De ese proceso sacó Canavaggio valiosísimas conclusiones: entre otras, las relaciones de Cervantes con Simón Mendes, hombre de negocios portugués, recaudador de los diezmos de la mar entre Castilla y Galicia Y, por cierto, en la casa había más de una pareja amancebada y otros en vías de estarlo.

Concluido el episodio, y acabada la estancia experimental de la corte en Valladolid, Cervantes volvió a Madrid algo más tarde: nuevamente se le pierde la pista durante un tiempo. En fin, entre 1608 y 1611 da el penúltimo empujón literario a su existir. Es la época de Los baños de Argel; luego redactó El gallardo español (recordando su misión de espionaje de 1581) y La gran sultana. Formaban éstas el ciclo llamado seudohistórico-oriental. Para el autor de comedias Nicolás de los Ríos escribió Pedro de Urdemalas: «se trata de una obra en la que el actor va a representar su propia vida, escrita por otro».

Siguieron los entremeses. El primero, El retablo de las maravillas, inspirado en el cuento de los paños de El conde Lucanor, del príncipe don Juan Manuel. El entremés es una obra deliciosa contra las ridiculeces de la sociedad de cristianos viejos y cristianos nuevos. Luego escribió El juez de los divorcios; el tercero, el sin par La elección de los alcaldes de Daganzo. Siguió El viejo celoso, genial escrito sobre la realidad de ciertas necesidades de refortalecer la vida que tienen los varones de edad. Corría el año de 1608. Seguiría escribiendo comedias y entremeses; le era dificilísimo editarlas y más aún representar; anduvo por Barcelona en el verano de 1611 a la expectativa de volver a Italia con el virrey Lemos; se le había traducido al francés y al inglés; 10 ediciones del Quijote rubricaban su éxito (Milán, 1610); prepara las Novelas ejemplares; es la época de la gran expulsión de los musulmanes de España, por los que, colectivamente, Cervantes siente enorme desprecio, aunque, a título individual, sincero cariño: entre “la vida desta morisca canalla” (El coloquio de los perros) y las reflexiones del morisco Ricote (Quijote II, LIV) oscila el pensamiento de Cervantes.

En fin, como la vida se acaba, empuja para llegar a lo más alto: en 1613, al fin, publica las Novelas ejemplares; en 1614, Viaje del Parnaso; en 1615, las ocho comedias y los ocho entremeses; en ese año también, la segunda parte del Quijote

Presiente que ha de ir cerrando la maleta, en la cual, aunque quisiera, no caben más atuendos (la segunda parte de La Galatea, por ejemplo, anunciada desde el “donoso escrutinio”). En 1616 entra como seglar en la Venerable Orden Tercera de San Francisco, siguiendo el ejemplo de sus hermanas, ahondando más que cuando estuvo en los Esclavos del Olivar. Ser tercero tiene la ventaja de que a los pobres les costean el entierro

La diabetes, al parecer, es la causa del desenlace final. Desearía, buen lector, que cogieras una edición del Persiles y Sigismunda y leyeras silente, concentradamente, aquella dedicatoria, que toda ella es alma, vida, sentimiento:

“Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan ‘puesto ya el pie en el estribo’, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta te escribo.

“Ayer me dieron la Estremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia; que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y por lo menos sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aun más allá de la muerte, mostrando su intención. Con todo esto, como en profecía me alegro de la llegada de Vuesa Excelencia, regocíjome de verle señalar con el dedo, y realégrome de que salieron verdaderas mis esperanzas, dilatadas en la fama de las bondades de Vuesa Excelencia. Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de Las semanas del jardín, y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía, que ya no sería ventura, sino milagro, me diese el cielo vida, las verá, y con ellas fin de La Galatea, de quien sé está aficionado Vuesa Excelencia. Y, con estas obras, continuando mi deseo, guarde Dios a Vuesa Excelencia como puede. De Madrid, a diez y nueve de abril de mil y seiscientos y diez y seis años”.

En efecto, recibida la extremaunción el 18 de abril, como Cervantes era creyente, aquella situación le tranquilizó, le dio vida. Lo he visto en otra ocasión Y así, a trancas y barrancas, escribió o dictó lo anterior. Era el 19 de abril. Luego, poco más. Acaso en la agonía le reconfortó ver a su esposa, ahora de nuevo con él. Le debió doler no encontrar a su hija, que llevaba una vida poco envidiable. En aquella estancia de la calle León con Francos terminaba el linaje de Miguel de Cervantes. Fue enterrado en una modesta casa de religión, hoy convento de las Trinitarias: no sabemos dónde están ni sus huesos ni los de Catalina.

Sobre Cervantes, que ya es un mito, se ha dicho todo y de todo. He tenido la inmensa fortuna de leer tantas biografías sobre él y ver con preocupación que, aunque sea el personaje del que más documentos se han editado (junto a Isabel la Católica o Felipe II), hay periodos de su vida que permanecen en la sombra. Dos motivos se me antojan para explicarlo: que se haya perdido el rastro documental y que no se hayan buscado las pistas correctamente. En el cervantismo contemporáneo, no cabe duda de que la biografía de Astrana marca un hito; la de Canavaggio, otro. Quiere esto decir que, sin duda, hemos delineado las líneas maestras de la investigación del futuro sobre Cervantes. Ahora es cuestión de esperar los resultados, algunos de los cuales van a ver la luz inmediatamente en la Gran enciclopedia cervantina del Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares.

Desocupado y querido lector, me toca despedirme de ti. A buen seguro que nos puede unir el respeto y la admiración por el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, el regocijo de las musas. Algo es algo, en este mundo de insensibilidades e individualidades extremas. Él nos espera con la misma paciencia que esperó por todo en la vida. Cayéndose, levantándose, mirando del soslayo, y volviendo a andar, como si no pasase nada. Lector paciente, leámosle tranquilamente, que se lo agradeceremos.

“¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”.

 

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Perspectiva lírica en Rosalía de Castro

Rosalía de Castro

Rosalía de Castro

Notas Previas

1. Para el texto de los poemas utilizaré como fuente primaria la edición de Poesías, publicada por el Patronato Rosalía de Castro, en edición preparada por la Cátedra de Lingüística y Literatura Gallega de la Universidad de Santiago, con prólogo de su titular, Ricardo Carballo Calero. Esta edición es la que sigo para todas las citas, mientras no se indique lo contrario. Por primera vez, se ha planteado críticamente la edición de los textos rosalianos fundamentales (Cantares gallegos, Follas novas y En las orillas del Sar). Como explica el prologuista, ha partido siempre de las ediciones hechas en vida de la autora, procurando respetar al máximo los textos de Rosalía. En general, la ortografía es la académica vigente, salvo cuando exigen otra cosa razones de métrica o el deseo de conservar el sabor original de algunos dialectalismos. Se ha revisado a fondo la puntuación, que muchas veces era incongruente. Esta edición me parece un avance muy notable en los estudios rosalianos y retrasé la entrada en imprenta de este estudio para seguir sus lecturas. Sin embargo, hay que recordar que no es completa, pues no recoge los primeros libros de Rosalía ni los poemas añadidos a sus obras después de muerta su autora. En estos casos, recurro a la edición de Obras completas de Ed. Aguilar.

2. En toda obra literaria es un elemento esencial la actitud que el autor adopta con respecto a la materia que va a tratar, es decir, la perspectiva. Aparte de las cuestiones de tipo teórico que se plantean, esto suele cristalizar en la adopción de una serie de técnicas perspectivísticas que han sido estudiadas especialmente en la novela contemporánea: por ejemplo, narración en primera, segunda o tercera persona; limitación de la autora; empleo del monólogo interior en sus diferentes modalidades. Este problema y estas técnicas concretas no son exclusivas de la novela sino que pueden y en muchas ocasiones deben ser estudiadas en el campo de la poesía narrativa e incluso, lírica. Esto es lo que hemos intentado con Rosalía de Castro.

En la obra de Rosalía de Castro se pueden distinguir sus distintas posturas ante la obra, distintos puntos de vista. Hay poemas en los cuales la subjetividad de la autora encuentra un cauce directo e inmediato de expresión a través de la   primera persona y poemas en los que se da un primer intento de objetivación mediante el uso de la tercera persona tomada de la poesía narrativa. Y hay también infinidad de poemas en los que el yo que habla no es la poeta; son monólogos de personas que aparecen un momento para desaparecer al acabar sus palabras; diálogos de unos seres ante los que la poeta desempeñó una función puramente transmisora: escuchar y reproducir.

Dentro de la poesía lírica, Rosalía de Castro muestra una cierta tendencia hacia la dramática. Mientras que los elementos narrativos, la poesía épica, carece prácticamente de representación en su obra —y no le faltó tema con la emigración gallega— hay claros indicios de una dramatízación de la lírica. Algunos de sus poemas o fragmentos de otros podrían pasar por cortas escenas dramáticas o diálogos de una pieza teatral. Creo que esta tendencia no obedece a un deseo de objetivar los hechos contados, que estaría en contradicción con la subjetivación que hemos podido observar, por ejemplo en las descripciones, sino a un deseo de dar animación y vivacidad a la realidad mediante la utilización de distintas perspectivas.

En los poemas puramente líricos, es decir, en aquellos en que la autora habla de sí misma en primera persona, encontramos ya un intento de introducir una nueva perspectiva mediante la implicación del lector. Rosalía de Castro no se limita, generalmente, a hablar, a decir lo que siente o piensa, sino que quiere entablar un diálogo con el lector y esto que, como aspiración, se encuentra en todo poeta, en ella adopta dos formas: la interrogación y el uso del vosotros.

Las interrogaciones son frecuentísimas en toda su obra y en muchas ocasiones su función es ampliar la pura referencia individual mediante la respuesta implícita en la pregunta. La poeta habla de sí y por sí misma, pero la pregunta —y su respuesta— nos hace sentirnos implicados en aquello. Supone un asentimiento o una negación por nuestra parte: nuestra respuesta que se añade a la de la poeta.

¿Quén ó pasado volve

os ollos compasivos? ¿Quén se lembra dos mortos, si inda non poden recordarse os vivos?

(F. N. 189)

¿Por qué ten a maldade forza tanta?

(F. N. 267)

¿Qué es al fin lo que acaba y lo que queda?

(O. S. 320)

¿Qué es soledad?

(O. S. 323)

¿por qué, pues, tanto luchamos

si hemos de caer vencidos?

(O. S. 357)

Mediante el uso del tú o del vosotros Rosalía de Castro hace intervenir de forma directa al lector en el poema. Éste no es una parte de la vaga e indeterminada masa para la cual, en definitiva, escribe la poeta, sino unos seres concretos a quienes habla, pregunta, aconseja, escucha y responde; a quienes, en ocasiones, dice cosas molestas. Veamos algunos ejemplos:

Diredes destes versos, i é verdade,

que tén estrana insólita armonía…

[…]

Eu diréivos tan só que os meus cantares

así sán en confuso da alma miña…

(F. N. 166)

Busca estes amores…, búscaos,

si tes quen chos poida dare…

(F. N. 181)

   Vosotros, que lograsteis vuestros sueños,

¿qué entendéis de sus ansias malogradas?

Vosotros, que gozasteis y sufristeis,

¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?

(O. S. 328)

   No murmuréis del que rendido ya bajo el peso de la vida

quiere vivir y aún quiere amar.

(O. S. 353)

Otro medio de enriquecer la perspectiva única de la poeta es introducir en un poema de fondo narrativo las palabras de uno o más personajes en estilo directo y en forma de monólogo o diálogo. Esta técnica es la característica de los romances históricos y de las leyendas de la época romántica. Rivas y Zorrilla debieron de darle la pauta a Rosalía de Castro ya que en su primer libro encontramos dos ejemplos de esta técnica: en los poemas «Un desengaño» y «La rosa del Camposanto». El primero comienza con la presentación del ambiente y el relato de lo sucedido: el amante ha prometido a Argelina que irá a buscarla al día siguiente y ella ha esperado en vano. Convencida de que ha sido engañada, la joven inicia un planto que el poeta reproduce en estilo directo:

Mirando el bien que se aleja

 con su fugitivo encanto,

 dijo en tristísima queja:

 ¿Por qué tan sola me deja,

 cuando yo le amaba tanto?

(O. C. 216)

La intercalación de monólogos no plantea ningún problema a la autora. Tras las palabras introductorias deja paso libre al personaje que habla en primera persona. Así, en «La rosa del Camposanto», después de la presentación del ambiente —noche tormentosa— y de la protagonista, se pasa al estilo directo:

Y, sin embargo, velando

una mujer algo espera…

[…]

Y exclama con triste queja:

«Ya son las doce. ¡Dios mío!

Ya mi esperanza se aleja…»

(O. C. 231)

Dijo, exclama, son las fórmulas que abren el camino al monólogo. Más problemáticos son los diálogos intercalados, ya que el autor vacila entre respetar la independencia de los discursos de los personajes con peligro de que no sepamos bien quién habla, o repetir las fórmulas introductorias «dijo ella», «contestó él», etc. Hay ejemplos de las dos técnicas.

En «La Flor»:

   «¿Por qué la noche has faltado

que aquí venir me juraste?»

«Porque la fortuna al traste

dio con mi intento soñado…»

(O. C. 233)

   «¡Es su recuerdo, no lo dudo,

cuando la niegas a mi afán…!»

«Tómalas, Inés —él le responde—;

¡sus hojas, ¡ay!, te abrasarán!»

(O. C. 241)

En Cantares gallegos:

Dille estonces, mentras tanto

 que en bicalo se recrea:

     —Miña xoia, miña xoia,

 miña prenda, miña prenda,

 ¿qué fora de ti, meu santo,

 si naiciña non tiveras?

 ¿Quén, meu fillo, te limpara,

 quén a mantensa che dera?

 

     —O que manten ás formigas

 e ós paxariños sustenta.

 Dixo Rosa, i escondéuse

 por antre a nebrina espesa.

 (C. G. 87)

Respetando la independencia de los discursos:

—Acóchame co eses trapos,

que estou tembrando de frío.

—Non vexo trapos nin toldo

con que te poída tapare,

arrímate ó pe do lare

ou métete antre o rescoldo.

—Seica teño calentura…

¡Bruu!, seica vou morrere.

—Non te afrixas, ña mullere,

que che irei catalo cura…

(O. C. 382)

Véase también cómo este respeto a las palabras de los personajes sin incisos aclaratorios ocasiona a veces confusión al no poder distinguir, en la animación del diálogo, las frases que dice cada personaje:

¡Coló, coló! —Ben nos preste,

 porque sin estos consolos

 andivéramos máis solos

 os vellos do que anda a peste.

 —¡Ten un piquiño! —¡Qué noria!

 Con pique ou non, compadriño,

 dempois de Dios ¡viva o viño!

 —¿E haberá viño na groria?

 ¡Coló, coló! —¡Cousa boa!

 ¡Cólase como xarabe!

 —Meu compadre, ó que ben sabe

 corre sin trigo nin broa.

 —O viño de quente pasa,

 mais é mellor o que eu teño.

 ¿Como qué?—A probalo, deño,

 vas vir ora a miña casa.

(O. C. 383)

En Follas novas no faltan ejemplos de fórmulas introductorias:

—Sé astuto si é que sabes,

víngate das ofensas si é que podes…

[…]

    Esto un gallego montañés e rudo…

[…]

ó agonizar lle aconsellaba a un fillo…

(F. N. 227)

Pero es muy frecuente un tipo de diálogo en el que cada personaje menciona el nombre del otro con quien está hablando, evitándose así la posible confusión:

—¿Quén te pragueóu, ña filla?

¿Qué males, meu ben, fixeras?

—Non mo preguntés, mi madre,

vale máis que nunca o sepas.

[…]

—Fala, rapaza, que sinto

ferverme o sangre nas venas.

—Que eu non vexa a luz do día,

que a luz a min no me vexa…

Mi madrina, mi madrina,

non me maldizás cal ela.

(F. N. 202)

 Téngase en cuenta que la poesía no ha de ser leída sino oída. Los signos que indican el diálogo pueden ser una aclaración para el lector pero, en realidad, la técnica del diálogo ha de juzgarse “al oído”. Y estas repeticiones del nombre o apelativo de los personajes son los índices de cambio para el oyente. Vamos a prescindir en un ejemplo de los signos de puntuación que señalan la transición y veremos claramente cómo ésta viene indicada por los apelativos:

Ña nai, a vaca marela

tembra coma vós na corte.

¿Fixo algún pecado ela?

¿Virá un raio a darlle morte?

    Si ela non fixo pecado,

mal cristiano, ti o fixeche;

que es pecador rematado

mesmo dendes que naceche.

(F. N. 253)

«Ña nai» y «mal cristiano» son los índices de comienzo del diálogo y del cambio de persona.

Más escasos son los ejemplos de perspectivismo en el último libro de Rosalía de Castro, pero entre los que hay se encuentran las dos técnicas que venimos señalando:

Con fórmulas introductorias:

Arreglando su hatillo, murmuraba

casi con la emoción de la alegría:

—¡Llorar! ¿Por qué? Fortuna es que podamos

abandonar nuestras humildes tierras…

(O. S. 344)

…y allí otra voz murmura al mismo tiempo…

(O. S. 382)

Sin fórmulas, presentando las palabras de cada personaje independientemente:

  —Quisiera, hermosa mía,

a quien aún más que a Dios amo y venero,

ciego creer que este tu amor primero

ser por mi dicha el último podría.

Mas…

          —¡Qué! ¡Gran Dios, lo duda todavía!

 —¡Oh virgen candorosa!

¿Por qué no he de dudarlo al ver que muero,

si aun viviendo también lo dudaría?

   —Tu sospecha me ofende,

y tanto me lastima y me sorprende

oírla de tu labio,

que pienso llegaría

a matarme lo injusto del agravio.

  —¡A matarla! ¡La hermosa criatura

que apenas cuenta quince primaveras!

¡Nunca!… ¡Vive, mi santa, y no te mueras!

   —Mi corazón, de asombro y dolor llenas.

    —¡Ah!, siento más tus penas que mis penas.

—¿Por qué, pues, me hablas de morir?

—¡Dios mío!

¿Por qué ya del sepulcro el viento frío

lleva mi nave al ignorado puerto?

    —¡No puede ser!… Mas oye: ¡vivo o muerto,

tú solo, y para siempre!… Te lo juro.

(O. S. 356)

Rosalía de Castro, por  Benito M. Vázquez (1980)

Rosalía de Castro, por B. M. Vázquez (1980)

Observamos una diferencia entre la primera obra de Rosalía de Castro y las restantes. En La Flor, monólogos y diálogos aparecen engarzados en un contexto narrativo. Son como paréntesis o ventanas abiertas en el poema para ofrecer una nueva perspectiva. Desde Cantares gallegos, estos monólogos o diálogos aparecen muchas veces al comienzo del poema, yendo en segundo lugar la parte narrativa que, a veces, se reduce a un corto comentario de la autora. Esta presentación tiene sobre la primera la ventaja, desde el punto de vista de la perspectiva, de una mayor independencia. Hasta   tal punto que en alguna ocasión la parte narrativa que contiene la opinión del poeta sobre los hechos nos sorprende, por contrastar con la opinión que nosotros nos habíamos formado por las palabras precedentes. Así en el poema siguiente:

—Para a vida, para a morte
e para sempre en jamás,
pedinte a Dios, e Dios dóuteme
por toda unha eternidá.

 

—Para a vida, para a morte
e para sempre en jamás,
quero ser vosa, e que séades
o meu señor natural.

 

—Mais a que así querer sabe,
non debe ter pai n’irmán;
nin home, si é que é casada;
nin fillos, si acaso é nai.

 

—Espantada o que estás decindo…
Mais eu sinto que é verdá;
lévame, señor, que irei
onde me queiras levar…

 

—Pois vente… ¿Qué importa o mundo
a quen ten a eternidá?
Xuntos hemos de vivir,
xuntos nos han de enterrar,

 

e os nosos corpos aquí,
e as nosas almas alá,
quer Dios que en unión eterna
estén pra sempre jamás…

 

Cal ó paxaro a serpente,
cal á pomba o gavilán,
arrincóuna do seu niño
e xa nunca a el volverá.

(F. N. 220)

El diálogo entre los dos amantes nos ofrece una imagen de ellos distinta a la que nos presenta la poeta en su comentario final. Por las palabras de la mujer vemos que ella se ofrece al hombre y él, por su parte, nos parece sincero en sus promesas de amor. Por eso, cuando la poeta dice que fue arrancada de su nido, sus palabras representan un punto de vista nuevo y sorprendente para nosotros.

Algo similar sucede en el poema siguiente:

¡Ánimo, compañeiros!

Toda a terra é dos homes.

Aquel que non veu nunca máis que a propia

a iñorancia o consome.

¡Ánimo! ¡A quen se muda Diolo axuda!

¡I anque ora vamos de Galicia lonxe,

veres desque tornemos

o que medrano os robres!

¡Mañán é o día grande, ¡á mar, amigos!

¡Mañán, Dios nos acoche!

¡No sembrante a alegría,

no corazón o esforzo,

i a campana armoniosa da esperanza,

 lonxe, tocando a morto!

(F. N. 280)

Las palabras iniciales, llenas de aliento y esperanza, nos presentan la postura de algunos de los emigrantes gallegos. Los cuatro versos finales, narrativos, nos ofrecen la visión que de los hechos tiene el poeta; visión pesimista y desalentadora. Ambas visiones se contrarrestan. Las palabras del emigrante sentimos que, en gran parte, son verdaderas: las grandes gestas, las grandes conquistas fueron llevadas a cabo por hombres que abandonaron sus tierras para lanzarse hacia un mundo desconocido. Las palabras de la poeta también nos parecen verdaderas: la experiencia demuestra que las esperanzas de los emigrantes están en su gran mayoría condenadas al fracaso. Optimismo y pesimismo; dos visiones del mundo que, en definitiva, enriquecen nuestra percepción de la realidad. Esta doble visión está favorecida por la forma de presentar en primer término y en estilo directo, sin fórmulas introductorias, el discurso del personaje.

No parece, sin embargo, que Rosalía de Castro fuese consciente de que esta manera de presentar monólogos o diálogos en primer término constituía un avance en la técnica de la perspectiva, ya que, si bien es más tardía en su aparición, no desplazó a la técnica primera, que convive con ella hasta su último libro. Así, en unos poemas nos presenta primero las palabras de los personajes («¡A probiña, que está xorda!», F. N. 253; «Tanto e tanto nos odiamos», F. N. 270; «A la sombra te sientas de las desnudas rocas», O. S. 363…) y en otros la parte narrativa («Vendéronlle os bois», F. N. 278; «No craustro», F. N. 296; «Con ese orgullo de la honrada y triste», O. S. 382).

Como ejemplo excepcional de técnica perspectivisticas señalamos el poema «O forno está sin pan» que a continuación reproducimos. En él, la transición de la parte narrativa que contiene la visión de la poeta a la parte que contiene la visión del personaje se hace sin recurrir a fórmulas introductorias y sin índices que señalen el cambio. De forma gradual se pasa de una a otra visión. Veamos el poema:

O forno está sin pan, o lar sin leña, non canta o grilo alí

e se non é a pena que o consome, o probe sólo está co seu sufrir.

Sin que comer e sin abrigo tembra, porque os ventos son sutils

húmedos inda silban entre as pedras i as portas fan xemir.

 

¡Qué ha de facer, Señor, si o desamparo ten o redor de sí!
¿Deixar a terra en que nacéu i a casa en que espera ter fin?
¡Non, non, que o inverno xa pasou i hermosa primavera vai vir!
Xa os árbores abrochan na horta súa, xa chega o mes de abril,
i aunque a torrentes chove en horas tristes, en outras o Sol ri;
xa a terra pode traballarse; a fame dos probes vai fuxir!
¡Ai! o que en ti naceu Galicia hermosa, quere morrer en ti

(F. N. 283-4)

Desde el verso en que dice «¡Non, non!, que o inverno xa pasóu…» hasta los dos últimos versos, el poema está reproduciendo la visión de los hechos del campesino. No sus palabras, puesto que dice «Xa os árbores abrochan na horta súa», es decir, en la huerta de él; si fuera estilo directo diría «en mi huerta». Sin embargo, a partir de ese momento, en los cinco versos siguientes nada nos indica si habla el campesino o el poeta, pero el sentido nos hace atribuirlas al primero. Sobre todo porque los dos versos finales, con su ¡ai! conmiserativo, parecen contener la opinión del poeta sobre las frases anteriores. De forma gradual la autora pasó de reproducir los sentimientos a reproducir las palabras y con ellas la visión del mundo del campesino.

De todos los libros de Rosalía de Castro los más ricos en técnicas perspectivisticas son Cantares gallegos y Follas novas. En ellos, la poeta abandona sus preocupaciones, su propia voz, para reproducir con una gran fidelidad las preocupaciones, los sentimientos, el modo de ver la vida de las gentes que la rodeaban. No es que en estos libros no haya poemas puramente subjetivos, expresivos de su intimidad, que sí los hay, pero, comparándolos con En las orillas del Sar, la proporción es mucho menor.

En Cantares y Follas nos encontramos con poemas enteramente dialogados. Como en un fragmento teatral, la poeta se limita a escuchar y reproducir. No hay elementos descriptivos, no hay comentarios a los hechos: sólo palabras de unos seres que por su modo de hablar van adquiriendo un perfil definido ante nosotros. Son como cortas escenas teatrales, pequeños sainetes, piezas costumbristas. Así, aparecen ante nosotros la vieja vagabunda, pobre pero bien hablada, rica en experiencia y buen sentido, resignada y agradecida, y la joven campesina, generosa y compasiva, que se admira de los saberes de la vieja, de sus buenas palabras y conocimiento del mundo, que acepta sus consejos y le ofrece albergue y comida por una noche (C. G. 28); así, los jóvenes amantes que como Romeo y Julieta se separan al llegar el alba (C. G. 33); la costurerita deseosa de bailes y la santa que se niega a enseñárselos y la reprende severamente (C. G. 36); la pareja de jóvenes que no acaban de entenderse y se acusan mutuamente de veleidosos y traidores (C. G. 119); los amantes furtivos que buscan la oscuridad y el silencio para realizar sus deseos (F. N. 208); los amantes que huyen (F. N. 218); la joven que sigue amando al hombre que la abandonó y el cortejo de personas que opinan sobre el hecho (F. N. 288); dos novios que se encuentran tras larga ausencia y con distintos sentimientos, pues ella sigue enamorada, mientras él considera el pasado como una aventura más, sin trascendencia, totalmente olvidada (F. N. 292); dos emigrantes, uno de los cuales regresa a la patria y escucha las cínicas palabras de despedida del otro, que ha abandonado a su mujer y sólo piensa regresar cuando ya no pueda con sus huesos (F. N. 299); el matrimonio que escucha acongojado el paso de los alguaciles que hacen los embargos en la aldea (F. N. 306)… Toda una galería de tipos humanos cruza así, brevemente, por las páginas de estos dos libros.

En la mayoría de estos poemas el diálogo se presenta de forma alternante, es decir, habla un personaje, después el otro, de nuevo el primero y así sucesivamente. Pero hay algún poema que adopta la forma de dos monólogos: dos largos parlamentos pronunciados por cada uno de los personajes. Aunque por el sentido sean pregunta y respuesta, la forma es la de dos monólogos escasamente relacionados. Así, en el cantar XXVI, habla primero el hombre declarando su amor y preguntando las causas del alejamiento de la mujer; a continuación responde ella, pidiendo respeto para su dolor, pues su marido murió y ella busca la soledad. En el XXVII, una joven se interroga sobre las causas de las veleidades de su pretendiente. La segunda parte del poema es la respuesta del mozo, acusando a la chica de los mismos defectos.

Aparte de los poemas dialogados en los que alguno de los personajes es un hombre, hay otros en los cuales el punto de vista es solamente masculino; es decir, las palabras del poema están puestas en boca de un hombre. ¿Qué motivos tiene el poeta para adoptar el punto de vista masculino? En los poemas dialogados de carácter amoroso aparecen claramente diferenciadas las posturas de los dos protagonistas: en «Cantan os galos pra o día» (C. G. 33) la joven prudentemente aconseja la retirada del galán antes de que llegue la luz, mientras que él insiste en quedarse. En «¡Nin as escuras!» (F. N. 208) uno de los hablantes (suponemos que el varón) lleva la iniciativa de la aventura, mientras su acompañante da muestras de miedo y vacilación. En «¡Valor!, que anque eres como branda cera» (F. N. 218) es también el hombre quien lleva la iniciativa. En «N’ é de morte» (F. N. 292) contrasta la constancia amorosa de la mujer con el donjuanismo del hombre. Se trata, pues, de ofrecer dos puntos de vista sobre una realidad. El hecho amoroso, al ser presentado objetivamente —mediante el diálogo—, exige la presencia de los dos protagonistas. Pero ¿a qué obedecen los monólogos de hombres? ¿Se trata de vivencias exclusivamente masculinas? En absoluto; son poemas en los que se declaran sentimientos amorosos, esperanzas traicionadas, decepciones que carecen de sexo y de las que tenemos también en la obra de Rosalía de Castro la versión femenina. En algún caso, el cantar o refrán popular que glosa el poema condiciona el sexo del protagonista, pero esto no es general. Creo que la elección del punto de vista masculino es voluntaria y obedece al deseo de ofrecer una perspectiva más sobre la realidad: a través de su obra oímos hablar a jóvenes y viejos, ricos y pobres, optimistas y pesimistas. No podía faltar la categoría más amplia y general del sexo; tiene que haber hombres y mujeres hablando sobre hechos muy similares; ofreciendo su versión masculina o femenina de la realidad.

Sin pretender clasificaciones rigurosas, veamos la similitud de sentimientos expresados por hombres y mujeres, veamos la versión masculina y femenina de los hechos.

Ante la traición amorosa, el dolor en el hombre se hace violencia y rencor («Quíxente tanto, meniña», C. G. 57):

[…] Dempóis que sí me dixeches,

en proba de teu amor, décheme un caraveliño que gardín no corazón. ¡Negro caravel maldito, que me firéu de dolor! Mais, a pasar polo río, ¡o caravel afondóu…! Tan bo camiño ti leves como o caravel levou.

La mujer sigue amando al que la olvidó («Cuando a luniña aparece…», C. G. 135):

[…] ¡Coitada de min! ¡Coitada!

Que este meu peitiño nobre

foi para ti deble xunco

que ó menor vento se torce.

¡I en recompensa ti olvídasme!

Dasme fel, e dasme a morte…

¡Que este é o pago, desdichada,

que á que ben quer dan os homes!

Mais ¡que importa! ben te quixen…

Querreite sempre… Así cómpre

a quen con grande firmesa,

vidiña i alma entregouche.

Ahí tes o meu corazón,

si o queres matar ben podes,

pero como estás ti dentro,

tamén si ti o matas, morres.

 

O comenta con amarga ironía la inconsistencia de las promesas amorosas («Vivir para ver», F. N. 291).

El amor platónico tiene también la doble versión. Menos problemática en el hombre («Acolá enriba», C. G. 67) que se limita a cantar la belleza de la mujer amada, su creencia —engañosa— de que ella le llama; su deseo de que el padre se la dé por esposa. En la mujer se complica con trabas morales («Díxome nantronte o cura», C. G. 53) y sociales, ya que su condición femenina la obliga a una actitud de pasividad que contrasta con la violencia de sus sentimientos.

Los ataques a Castilla proceden de una mujer cuyo marido murió a consecuencia del mal trato recibido en aquella tierra a donde había ido a trabajar («Castellanos de Castilla», C. G. 122) y de un hombre que ha sido desdeñado por una castellana («Castellana de Castilla», C. G. 97). Aunque los motivos son distintos, en el fondo alienta un mismo sentimiento:

Dice él:

Din que na nobre Castilla

así ós gallegos se trata: mais debe saber Castilla, que de tan grande se alaba, que sempre a soberbia torpe foi filla de almas bastardas;

Dice ella:

Castellanos de Castilla,
Tratade ben ós gallegos.
Cando van, van como rosas,
cando vên, vên como negros

[…]

En trós de palla sentados,
Sin fundamentos, soberbos.
Pensás qu’ os nosos filliños,
para servirvos naceron.

La saudade amorosa tiene también doble intérprete. Dice el hombre («Queridiña dos meus ollos», C. G. 100):

Nada me distrái, Rosiña,

 da pena que por ti sinto;

 de día como de noite

 este meu corazonciño

 contigo decote fala

 porque eu falar ben o sinto;

 un falar tan amoroso

 que me estremeso de oílo.

 ¡Ai!, qué estrañeza me causa

 e soidás e martirio,

 pois así cal el che fala,

 quixera falar contigo,

 cal outros tempos dichosos,

 dos nosos amores finos.

Dice la mujer («Pasa río, pasa río», C. G. 82):

¡Si souperas qué estrañesa,

si souperas qué sofrir

desque del vivo apartada

o meu corasón sentíu!

Tal me acoden as soidades,

tal me queren afrixir,

que inda máis feras me afogan,

si as quero botar de min.

El refrán gallego «eu por vós, e vós por outro» fue desarrollado por Rosalía de Castro en un poema en el que un galán ve salir por la noche, sola, a la dama de sus pensamientos. Llevado de su amor la sigue dispuesto a protegerla de cualquier peligro hasta que se da cuenta de que ella acude a una cita con otro hombre. Aunque las circunstancias sean distintas, la vivencia de amar a una persona que no le corresponde es también expresada por una mujer.

Así habla el hombre:

   Sin que sepás que vos sigo,

iréi tras de vós agora,

por si vos tenta o enemigo;

i entanto non sai a aurora

non vos deixaréi, señora.

 […]

    Embárgame o asombro a ialma…

¡Ai amor tolo…, amor tolo!…

Ben di aquel refrán sabido:

eu por vós, e vós por outro.

(F. N. 218)

Así habla la mujer:

   O meu olido máis puro

dérache si eu fora rosa;

o meu marmurio máis brando

si é que do mar fora onda;

o bico máis amoroso

se fose raio da aurora,

sí Dios…, mais ben sei que ti

non qués de min nin a groria.

(F. N. 294)

Hay algunos monólogos masculinos para los cuales no hemos podido encontrar el correlato femenino, quizá porque representan posturas típicamente masculinas. Hay dos, agrupados bajo el título de «Las canciones que oyó la niña» (O. S. 350). En el primero, un enamorado confiesa a su amada cómo con el pensamiento penetró en su alcoba, y cómo «el aroma purísimo» que exhalaba su pecho disipó sus «malos deseos». En el segundo, declara que no quiere que ella ame a otro con la misma pasión con que él la ama. Con evidente egoísmo concluye:

Antes que te abras de otro sol al rayo

véate yo secar, fresco capullo.

En otro monólogo un hombre lamenta la pérdida de la buena fama de la mujer a quien en otro tiempo amó («Vinte unha crara noite», C. G. 62).

El monólogo masculino que nos parece más curioso es el del poema que comienza «Pois consólate, Rosa» (F. N. 307). En él un hombre, dirigiéndose a esta mujer llamada Rosa, le cuenta su teoría sobre el amor —muy similar a la stendhaliana de la cristalización—, que ha construido partiendo de su propia experiencia amorosa. Comienza recordando los tiempos en que estuvo muy enamorado:

¿Non te acordas daquéla?

Todo nela era encanto e fermosura,

 todo inocencia pura;

 […]

¡Todo ós meus ollos era santo nela!

Pero pasó el tiempo. Ella se fue para El Ferrol y él para Cambados. Un día coinciden en la feria «do Campelo» (obsérvese el realismo localista de las referencias). Y el hombre constata asombrado la nueva realidad:

…i eu busca que te busca na súa cara,

e no seu xeito todo,

o encanto que nun tempo me encantara,

e n’o poiden topar de ningún modo.

Podríamos pensar que el paso de los años ha desfigurado a la que en otro tiempo fue hermosa. Pero el cambio ha sido más sutil. Lo que él busca en vano es el encanto. La belleza no ha cambiado:

I ela era a mesma, tan lanzal e hermosa,

tan fresca e colorosa

e dose coma a mel dos seus cortisos;

mais a tantos feitisos,

eu estaba insensibre

e do pasado en vano perseguía

un volubre fantasma que fuxía

libre de amor e de cadeas libre.

Meditando sobre estos hechos, el hombre llega a la conclusión de que el encanto no procedía de las perfecciones físicas o morales de la mujer, sino que era algo que él mismo le prestaba:

Meditéi un momento,

e con certo remorso e sentimento

ó cabo comprendfn, ña Rosa cara,

que tanto ben i encanto que namora,

hada para mín fora

si aló cando eu a amara

outros o meu amor non lle emprestara.

Y, elevándose de su caso particular a consideraciones generales, llega a la conclusión de que lo propio del amor es no ver la realidad, sino crear una realidad nueva; es como una nube o transparente gasa que envuelve al objeto amado, que se interpone entre él y el enamorado. Y cuando el amor se desvanece nada se puede hacer por retenerlo:

i o que antes nos miróu tras dunha nube

ou trasparente gasa,

desque a gasa se rompe e a nube pasa,

Rosa, val moito máis que non nos mire.

(F. N. 309)

Nos parece que la postura reflexiva, teórica de este monólogo, responde a lo que Rosalía de Castro considera masculino. Las mujeres no teorizan, aunque sí pueden experimentar vivencias cuya base teórica es la misma. Así, la joven del cantar IX, sabe que el hombre a quien ella ama es considerado feo por las demás; dicen que parece un pájaro desplumado; tiene un apodo que insiste sobre su falta de atractivo: «cara de pote hendido». Ella se limita a decir: «si ellas te miraran como yo…» y nos da su versión del amado. En definitiva, es la puesta en práctica de la teoría anterior: el amor como prisma deformador de la realidad; como un punto de vista nuevo sobre ella.

Finalmente nos falta señalar aquellos poemas que están puestos en boca de personajes distintos al autor, aunque pertenecientes al mismo sexo. Los poemas son monólogos de personajes que aparecen caracterizados por su lenguaje, en general, muy expresivo, lleno de interrogaciones, admiraciones, diminutivos, interjecciones. El vocabulario y los giros sintácticos suelen ser índices de la clase social del hablante. Así, expresando en alta voz sus preocupaciones, o a través de retazos de conversaciones con amigas, vemos aparecer a la jovencita que pide un novio a San Antonio (C. G. 65), a un ama de casa (C. G. 130), a una muchacha de servicio (C. G. 137), a una devota de Santa Margarita (C. G. 147), a una mujer que abandona su casa para seguir a su amor (F. N. 219), a una viuda que pretende vivir un nuevo amor (F. N. 281), a la esposa de un emigrante (F. N. 287)…

En una ojeada retrospectiva podemos observar que la riqueza de puntos de vista en la obra de Rosalía de Castro depende fundamentalmente de su mayor o menor interés por la realidad exterior. En su primer libro de poemas se equilibran el egocentrismo del escritor novel, en el que predominan absolutamente el yo y la subjetividad, con la tendencia romántica a la poesía histórico-narrativa, y así, junto a íntimas confesiones líricas encontramos narraciones de hechos legendarios. En A mi madre el motivo que inspiró los versos —la muerte de su madre— eliminó toda referencia a otra realidad que no fuese el sentimiento del poeta. Por el contrario, Cantares gallegos supone una actitud de preocupación por el mundo exterior, lo cual se manifiesta en la riqueza de puntos de vista distintos que inciden sobre la realidad; no es la poeta, es el pueblo de Galicia el que habla en sus páginas. En Follas novas se equilibran la tendencia subjetiva y la objetiva (los mismos subtítulos en que se divide el libro indican el predominio de una u otra: «Vaguedás», «Do íntimo», son subjetivos; «Da terra», «As viudas dos vivos e as viudas dos mortos», tienen como tema la realidad exterior; «Varia» tiene poemas de las dos tendencias). En las orillas del Sar supone una vuelta a la intimidad del la poeta, una interiorización, en la que raramente y brevemente asoman todavía algunos personajes con su voz propia, con su personal punto de vista. Cuando la preocupación por la realidad exterior es predominante, las técnicas perspectivísticas proliferan: aparecen los poemas enteramente dialogados, los poemas de punto de vista masculino, los retazos de conversaciones, los monólogos sin introducción narrativa; se intenta por diversos medios una presentación lo más rica posible de esa realidad. Cuando el interés decae, monólogos y diálogos aparecen introducidos por la poeta mediante un preámbulo narrativo. Por eso, como hemos visto, los libros más interesantes para el estudio de la perspectiva son los Cantares y Follas novas.

 

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Se ha cumplido: Margallo cierra el Instituto Cervantes de Gibraltar

Ayer, el Consejo de ministros consumó por decreto lo que denunciamos hace unos meses:

El Consejo de administración del Instituto Cervantes aprobó el lunes 25 el cambio en la dirección de doce de sus centros ofreciendo claras señales de que el centro de Gibraltar cerrará antes de acabar el verano.

Instituto Cervantes Gibraltar

El ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, en una comparecencia en la Comisión de Asuntos Exteriores y de Cooperación, había anunciado el pasado mes de febrero que cerraría el Instituto Cervantes de Gibraltar, pero la clausura aún no se ha efectuado de forma efectiva. Con la confirmación del traslado de su actual director, Francisco Oda, a Inglaterra, todo apunta que el centro instalado en la colonia será cerrado tras el verano, a pesar de las iniciativas parlamentarias de la oposición, con una proposición no de ley presentada por el PSOE.

El Instituto Cervantes de Gibraltar abrió sus puertas el 4 de abril de 2011, fruto del Foro Tripartito de Diálogo de Gibraltar, que se plasmaron en los acuerdos de Córdoba de 2006. Por el Cervantes gibraltareño han pasado más de 4000 estudiantes desde que se abrió, siendo aproximadamente el 75 por ciento gibraltareños, y eran cerca de 300 estudiantes los que estaban aprendiendo español. De hecho, el 65 % de los demandantes de cursos en español son alumnos gibraltareños desde los 4 a los 17 años.

Francisco Oda Ángel se hará cargo de dos centros, Manchester y Leeds. El de Leeds fue inaugurado en abril de 1993 y fue el primero en tierras inglesas, mientras que Manchester abrió algunos años después, el 19 de junio de 1997.

Oda Ángel nació en La Línea en el año 1970. Es doctor en Sociología. Además, desde 2004 y hasta su nombramiento en 2011 para el centro de Gibraltar, fue jefe de Estudios de la Escuela Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, centro creado en 1942 que tiene entre sus cometidos la preparación de aspirantes a la función pública internacional. También es profesor titular de Sociología en la facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Rey Juan Carlos ubicada en la comunidad de Madrid. Es autor de numerosos artículos y libros entre ellos, Gibraltar: la herencia oblicua. Un estudio sociológico sobre el contencioso. Experto en Sociología de las fronteras y en cuestiones como la cooperación transfronteriza, cohesión social, inmigración, Gibraltar, construcción de la Unión Europea o relaciones internacionales, sobre las que ha escrito varias publicaciones.Es periodista -estuvo en la plantilla del centro de Radio Nacional de España en La Línea antes de su cierre en 1992- y es un gran conocedor del Campo de Gibraltar, fue director del Instituto Transfronterizo del Estrecho de Gibraltar desde 1999 hasta su cierre, en 2003. Fue vicepresidente de la Asociación de la Prensa del Campo de Gibraltar (2001-2004) habiendo participado en diferentes Congresos de Periodistas del Estrecho.

Por otra parte, en cuanto a los centros de Marruecos, el director de Estocolmo, Joan Álvarez Valencia (Mislata, Valencia 1953), dirigirá Casablanca. Licenciado en Filosofía y Letras, fue director de la Filmoteca Valenciana. También María Dolores López Enamorado (Llerena, Badajoz, 1963), actual directora de Casablanca y antes de Marraquech, pasa a dirigir el Cervantes de Tetuán, cuya vacante data de 2012 cuando dejó el cargo Luis Moratinos. Es profesora titular de Filología Árabe de la Universidad de Sevilla y traductora.

Actualmente el Cervantes cuenta con seis centros en Marruecos (Tánger, Tetuán, Fez, Rabat, Casablanca y Marraquech), así como siete extensiones (Chauen, Larache, Alhucemas, Nador, Agadir, Essaouira y Mequinez). Hay que recordar que hace apenas una semana el Instituto Cervantes anunció la apertura de una unidad —dependiente de Rabat— para desarrollar programas relacionados con la enseñanza del español en El Aaiún, capital del Sáhara Occidental, a principios de 2016. Las clases se llevarán a cabo en las instalaciones del Colegio La Paz de El Aaiún, que forma parte de las propiedades que el Estado español aún posee en la capital de la antigua colonia y que alberga actualmente una pequeña escuela española que imparte únicamente enseñanza primaria.

Del mismo modo también se anunció tiempo atrás, aunque no se ha concretado, un centro de español en los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf. El Sáhara es el único país del Magreb donde el español es el segundo idioma oficial tras el árabe hassania, a diferencia de Marruecos donde lo es el árabe clásico —aunque se habla el dialecto, árabe dariya— y el francés, si bien en la zona norte el español está muy implantado en la sociedad como segundo idioma.

En 2010 la Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS) solicitó a los responsables del Instituto Cervantes que abrieran un centro y una biblioteca en los campamentos de refugiados.Hay que recordar que España no reconoce legalmente la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, y lo considera, en línea con la ONU, un territorio en disputa.

Estimado Sr. Ministro

José Manuel García-Margallo

 «Salvo los simios, todos hablan español»

Para que el señor Margallo se sitúe, hay que recordar que, dentro de los acuerdos adoptados en el Foro de Diálogo sobre Gibraltar en 2006 entre España, Reino Unido y Gibraltar, concretamente los emanados de la Declaración de Córdoba, se contemplaba la puesta en marcha del Instituto Cervantes en la colonia para difundir la lengua y cultura españolas. La sede del Instituto fue inaugurada finalmente en 2011, convirtiéndose en  la primera institución oficial española en la colonia desde que se cerró el Consulado General de Gibraltar el 1 de mayo de 1954. Esta decisión no fue fruto del capricho de un Ministro, en connivencia con un Gobierno, para satisfacer alguna extravagancia en el contexto de unas negociaciones de buena vecindad, ni tampoco una concesión gratuita. Y es que el proceso de retroceso del español en la colonia desde mediados del pasado siglo ha ido en aumento de una manera alarmante.

Desde la toma del Peñón por los ingleses en 1704, los contactos entre la población del Peñón,  militares británicos en su mayoría y escasa población civil, y el Campo de Gibraltar, surgieron casi inmediatamente dadas las necesidades de abastecimiento del territorio recién conquistado. Según los historiadores campogibraltareños Torremocha y Humanes, la colonia británica se abastecía de víveres de manera habitual en el norte de Marruecos. Pero cuando, por alguna circunstancia, el comercio con el norte de África se interrumpía, los militares ingleses recurrían a las autoridades españolas para que se les suministraran los productos desde Algeciras.

El Tratado de Utrecht permitía que la colonia pudiera comprar, siempre con dinero, todo lo que requiriese la población para su abastecimiento. Así, gran parte de la población civil del Campo de Gibraltar fue estableciendo mediante el contrabando, un sistema de intercambio que implicaba comunicarse con los vecinos ingleses.

Y, ciertamente, esta dependencia determinó históricamente el avance del español en la colonia, dando lugar al llanito, una modalidad de spanglish (al igual que se han introducido multitud de términos ingleses en el habla del Campo de Gibraltar). Por otra parte, la intensa actividad comercial de la plaza como puerto franco, lejos de propiciar el asentamiento de británicos civiles, atrajo a una población civil de genoveses, malteses, judíos sefarditas y españoles, fundamentalmente, que convivían con la población militar británica. Esta nueva población masculina que se iba asentando, además, se casaba con mujeres españolas, dado que las familias de las gibraltareñas aspiraban, por una cuestión social, a que éstas se casasen con soldados británicos. Por tanto, la mayoría de las madres de familia en Gibraltar, hasta bien entrado el siglo XX, eran españolas. Es a partir de ese momento, cuando el español comienza su retroceso histórico en la colonia.

Varios han sido los factores para que, desde mediados del siglo pasado, el español se hable cada vez menos en la Roca. Francisco Oda, director del Instituto Cervantes en Gibraltar, en un artículo titulado  “Gibraltar a un año de la Declaración de Córdoba: la recuperación de la confianza”, señala como culpables principales al proceso de ‘britanización’ tras la Segunda Guerra Mundial, el cierre de la verja o el cambio en el sistema educativo gibraltareño.

En cuanto al proceso de britanización, en 1940, a causa de la II Guerra Mundial, los gibraltareños fueron evacuados  con destino a campos de refugiados en Marruecos primero y en Gran Bretaña, Irlanda del Norte, Madeira, Jamaica, Trinidad e Isla Mauricio después. En estos asentamientos, las autoridades británicas constataron que la población de la colonia apenas si sabía  inglés. Ante esta situación, los británicos hicieron lo imposible porque estos desplazados sólo hablasen inglés,  prohibiendo a los escolares hablar español durante las clases e incluso eligiendo al personal que debía instruir a los niños por su inglés fluido antes que por sus méritos académicos, según cuenta Levey en su libro Language change and variation in Gibraltar. Pero, a pesar de estas medidas, los niños seguían hablando español en el seno de sus familias.

El cambio en la actitud de los gibraltareños frente a la lengua de la metrópoli se produjo tras la guerra y la experiencia traumática del exilio. Los cimientos estaban ya puestos para que el cambio idiomático se produjese con éxito. De este modo, las autoridades británicas decidieron dar un vuelco drástico en el sistema educativo gibraltareño, introduciendo el inglés en los centros de enseñanza. En 1950, mediante la promulgación de la Ordinance of Education se prohibía el uso del español en las escuelas y se implantaba el inglés como lengua vehicular del sistema educativo.

El proceso de cierre de la verja fue también determinante. Y esto es así dado que, después de la promulgación de la Constitución Gibraltareña en 1964 y el posterior cierre de la verja en 1969 por el régimen franquista, se produjo una situación de bloqueo, también lingüístico, que fortaleció el nacionalismo gibraltareño y una actitud de su población ante el inglés como elemento principal de su identidad. El drama humano que supuso el cierre de la frontera a uno y otro lado, aumentó la distancia entre Gibraltar y el Campo en pro de la britanización del Peñón y del rechazo a todo lo español. Este fenómeno ha favorecido las preferencias de la población gibraltareña por el uso del inglés en las últimas décadas.

Recientemente, Francisco Oda comentaba la creciente demanda que existe en el centro por parte de familias que desean que sus hijos recuperen el español, casi desaparecido en los nuevos hogares gibraltareños. A esto hay que añadir además, la masa de trabajadores procedentes de todos los países que, atraídos por el fenómeno del gaming, trabajan desde hace un tiempo en el Peñón, sede del juego internacional, que desean aprender a hablar nuestro idioma.

Si estos argumentos no son suficientes,  también podemos señalar,  si le resulta de utilidad al representante de la diplomacia española, que el universo simbólico compartido que surge en el proceso de conformación de las identidades colectivas, el conjunto de representaciones sociales que forman parte de ese universo, se transmiten en una comunidad a través del lenguaje. Los rasgos distintivos del habla o la forma en que esa comunidad se expresa son, además, un componente esencial de la identidad colectiva. Por tanto, que se hable español en Gibraltar es una forma pacífica y muy hermosa de integrar el territorio y a las personas que viven en él.

Visto lo visto, señor Margallo, tal y como dice un campogibraltareño de Los Barrios, según su criterio, habría que cerrar también el  Cervantes en Madrid dado que todo el mundo habla español excepto los patos del Manzanares.

 

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Códices medievales: los ‘Beatos’. Introducción

Se designa con el nombre de Beatos a los manuscritos que nos transmiten los Comentarios al Apocalipsis atribuidos a Beato de Liébana, redactados por vez primera en el año 776. Aportan frecuentemente, aunque no siempre, una copia del Comentario al Libro de Daniel de San Jerónimo y algunos otros textos íntimamente adheridos a ellos.

Beato de Liébana

De su hipotético autor Beato de Liébana han llegado escasos datos biográficos hasta nosotros. Sabemos que fue presbítero y que posiblemente profesó la vida monástica en un monasterio de Liébana (Santander), probablemente el de San Martín, llamado más tarde de Santo Toribio. La única fecha concreta de su biografía es la del 26 de noviembre del año 785, en la que está presente en la profesión monacal de Adosinda, viuda del rey Silo. Su celebridad personal se debe sobre todo a haber sido uno de los principales defensores de la ortodoxia, junto con Eterio, obispo de Osma, frente a la herejía adopcionista profesada por Elipando, primado de Toledo, y el obispo Félix de Urgel. Contra ésta escribió Beato, en colaboración con Eterio, un opúsculo: De Adoptione Christi Filii Dei. El otro tratado que se le atribuye es el Comentario al Apocalipsis.

Reúne en esta obra su autor a modo de Summa los comentarios que hasta entonces habían sido hechos sobre el Apocalipsis. Entre las razones por las que Beato pudo llevar a cabo este enorme trabajo de compilación, se ha supuesto que influyera lo dispuesto en el IV Concilio de Toledo, del año 633, en cuyo canon 17 se hizo obligatorio el reconocimiento de su autenticidad, hasta entonces muy discutida, incluso en Occidente, así como su atribución a san Juan Evangelista.

Este concilio había exigido además que el Apocalipsis fuera leído en los oficios en toda la Cristiandad hispánica, desde Pascua a Pentecostés, y que los sacerdotes conociesen la totalidad de las Escrituras. Como el Apocalipsis era uno de los libros de más difícil comprensión necesitaba de mayor grado de explicación. Así, en el prólogo al Comentario insiste Beato en este aspecto intencional de su obra: Quiere facilitar la inteligencia del libro de la Revelación”.

Pero su propósito iba todavía más allá, ya que Beato no concibió su obra sólo a modo de breviario exegético de carácter intelectual, sino “ob aedificationem studii fratrum”, de modo que sus destinatarios debían leer su obra como un “opus devotionis” y no como simple “opus eruditionis”. Para algunos autores es posible que a ello hubiere contribuido además el sentimiento de un próximo fin del mundo, de modo que los comentarios al Apocalipsis habrían constituido un buen instrumento para mejor disponer los espíritus para ese final.

En el estado actual de nuestros conocimientos sobre la composición de los Comentarios al Apocalipsis, la mayoría de los autores admite la existencia de varias redacciones o ediciones de la obra de Beato, frente a Neuss y otros estudiosos, que habían propuesto un arquetipo único, del cual el mejor representante sería, a su juicio, el Beato de Saint-Sever, del siglo XI. Según Sanders, los Comentarios han sido redactados tres veces en vida de Beato, la primera en el año 776 (Beatos de la Biblioteca Nacional de Madrid vitr. 14-1 y Saint Sever), la segunda en el 784 (Beatos de El Escorial, Osma y Lorvao) y la tercera, definitiva, en el año 786 (Morgan MS. 644), y añade una cuarta posterior a su muerte que se reflejaría en códices como el Beato de Gerona.

A pesar de la divergencia de sus reconstrucciones de la genealogía de los Beatos, Neuss y Sanders clasificaron los manuscritos en los mismos tres grupos (las familias I, IIa, y IIb de Neuss). Klein ha admitido recientemente estas cuatro redacciones y las fechas de las dos primeras, pero ha postergado la fecha de la tercera hasta después de la muerte de Beato. Es decir, que según este autor la familia I representa las dos ediciones textuales hechas en vida de Beato (776 y 784) mientras que la familia IIa refleja una larga recensión textual del siglo X, de la cual se nos da una versión revisada en la familia IIb.

Los Comentarios al Apocalipsis —siguiendo al profesor Manuel C. Díaz y Díaz— se componen de las siguientes piezas:

A) Un Prólogo general en el que se describen las intenciones del autor, se ofrece el método de exposición que se seguirá y una larga relación de los principales escritores cuyas obras se utilizan.

B) La interpretación, llamada también Prefacio, es una especie de resumen previo del Comentario.

C) El Comentario propiamente dicho distribuido en 12 libros, de desigual extensión, siendo más ricos los seis primeros. Constituye el núcleo mismo de los manuscritos. Generalmente, se adopta el sistema de presentar primero el texto bíblico apocalíptico (Storia), seguido de su correspondiente explicación (Explanatio), donde se insertan las diversas interpretaciones de escritores anteriores relativas a un versículo o parte de él. Dos excursos se han intercalado: uno es el amplio prólogo al Libro II, “De Ecclesia et Sinagoga”, y el otro, el Capítulo sobre el Anticristo (extraído de la Ciudad de Dios de san Agustín) que suele figurar generalmente en el Libro VI. Todos los manuscritos presentan además al final del Libro II el “Tratado sobre el arca de Noé” de Gregorio de Elvira.

D) “Comentario al profeta Daniel” de San Jerónimo, la más importante de las obras que se acumulan a los Comentarios al Apocalipsis, si bien no lo incorporan todos los códices. Entre ambos Comentarios algunos manuscritos presentan el texto:

E) “De adfinitatibus et gradibus” (De las afinidades y grados de parentesco), derivado de las Etimologías de Isidoro de Sevilla, lo mismo que el siguiente.

F) Algunas breves definiciones de códice, libro, volumen, folios y páginas que figuran a continuación de los Comentarios.

G) Finalmente, algunos códices presentan al comienzo las tablas genealógicas de personajes bíblicos propias de los manuscritos de la Biblia, de donde han pasado a nuestros Beatos.

 

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Sobre Theodor Adorno: La polémica entre el progreso y la humanidad

Theodor AdornoTheodor Ludwig Wiesengrund Adorno (1903-1969), filósofo ante todo, pero también sujeto activo, opinante y sensible a la sociología, la musicología o la psicología, fue un pensador en líneas generales sorprendente, despierto, deslumbrante y con una capacidad filosófico-analítica realmente extraordinaria que le ha encumbrado actualmente como uno de los autores de crucial reclamo para aproximarse a casi cualquier cuestión manifestación de la vida humana.

La editorial Biblioteca Nueva publicó en 2011 este libro que recoge varios escritos en torno a la interpretación de la obra del filósofo alemán, pieza clave en el eje fundacional de la conocida Escuela de Frankfurt. El volumen compila una serie de conferencias pronunciadas en el año 2008 que fueron llevadas a cabo conjuntamente por el Instituto Alemán de Madrid, el Departamento de Filosofía IV de la Universidad Complutense de Madrid y la Fundación Xavier Salas.

 Dicha escuela filosófica estaba integrada, entre otros, por personalidades de la talla de Max Horkheimer (1895-1973), Leo Lowental (1900-1993), Herbert Marcuse (1898-1979), Friedrich Pollock (1894-1970) o Erich Fromm (1900-1980). Todos ellos pusieron en práctica una metodología particular conocida con el nombre de Teoría Crítica, un planteamiento filosófico que tomaba como punto de partida la influencia teórica de Marx, Freud, varios aspectos de Hegel y sobre todo Walter Benjamin. A partir del dolor al que están expuestos los individuos frente a la irracionalidad y el inhumanismo, dicha teoría es esencialmente consecuencia de la vivencia de la nueva barbarie materializada en los campos de concentración de Auschwitz (1940-1945), y, como el propio Adorno pretendía, destinada a ayudar al hombre moderno a evitar que tan terrible episodio se repitiese.

 Integrado en el Institut für Sozialforschung, centro fundado durante la República de Weimar, cerrado en 1933 y reabierto después de 1950, Adorno fue un personaje ajeno a la etiqueta fácil, huidizo de las generalidades: inclasificable, si se quiere. Detestó el determinismo subjetivista (psicologista) y cifró, en palabras de Jacobo Muñoz, “lo esencial de esta tarea en el empeño de sacar a la luz la interdependencia entre el contenido objetivo de la obra —de toda obra— y su lugar histórico”. A través de dicho instituto, la pretensión era desarrollar una reflexión en la que el análisis social se conjugase en la elaboración de un diagnóstico del presente; empeños por otra parte en los que la Teoría Crítica —no nos olvidemos de Walter Benjamin— demostraría ser la máxima valedora. Y todo ello a pesar de que ésta última fue amplificando y certificando la dificultad añadida de la imposibilidad en el mundo moderno de encarnar dicha reconciliación de los individuos entre sí. Los teóricos críticos formulaban, procedente de Hegel, la idea de que en las sociedades modernas —por definición, escindidas— los valores de autonomía y solidaridad ya se encuentran presentes. Esta misma convicción fue la que Adorno asumió como irrenunciable, y la que le permitió mantener vivas las expectativas esperanzadoras como idea regulativa de su programa.

 Desde este punto básico Adorno desarrolló una profunda crítica del optimismo metafísico en sus diversas variantes, es decir, cuestionó aquellos valores que suponían el progreso en palabras mayúsculas sometiendo a análisis la resolución de lo negativo como el verdadero resultado de la historia universal (Hegel). Asimiló, como Benjamin, el camino de la historia como un proceso que minimiza el sufrimiento humano, sobre todo el de las víctimas. Fue siempre, nos dice Muñoz, fiel a la contundencia benjaminiana, como bien puede comprobarse en el comentario que Benjamin hiciera del Angelus Novus de Paul Klee, esa suerte de encarnación de la mirada del ángel de la historia:

Angelus Novus - Paul Klee 1920Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que mira fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, tiene la boca abierta y además las alas desplegadas. Pues este aspecto deberá tener el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, una tempestad se enreda en sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja incontenible hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciencio hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad.

Walter Benjamin

Adorno volvería más tarde sobre el sentido de progreso señalando que el problema no radica en el progreso en sí, sino en la confusión entre éste y la humanidad. El encuentro con Benjamin y el repudio de todo optimismo metafísico han de interpretarse no obstante en unas coordenadas históricas concretas, éstas son, las del ascenso de los fascismos en Alemania e Italia, las dos grandes guerras, la subsiguiente desaparición de un número escandaloso de personas, la evolución de la revolución soviética hacia el sistema estalinista, la creciente manipulación de las conciencias por los medios de comunicación de masas y, en general, la industria cultural. Lo que a priori podría constituir un engranaje de conflicto pasado de tiempo o moda, desgraciadamente vuelve a repetirse en el presente, de ahí la profunda y enorme actualidad de la obra de Adorno incluso hoy.

A lo largo de esta compilación podemos degustar también otros capítulos dedicados a la filosofía moral de Adorno, al maridaje entre sujeto y naturaleza en su obra, a la crítica política, al antisemitismo, así como al derecho, a la ontología o a la estética. Para clausurar dicho volumen, a modo de apéndice, se recoge un capítulo inmensamente interesante firmado por José Luis López de Lizaga que versa sobre la recepción de Adorno en nuestro país, con un análisis útil y profundo de toda la bibliografía aparecida en torno a la figura de este magnífico pensador. Este “escritor entre funcionarios”, tal y como lo definió Jürgen Habermas en 1963 (a la sazón integrante de la Escuela de Frankfurt pero perteneciente a su segunda generación), de pensamiento totalizador que pretendió abrazar la inmensa humanidad, arrastró en condición de testigo la angustia de un momento histórico crucial para entender la modernidad, hizo suyo el señuelo del malestar en la cultura y la vida, y dedicó todo su afán a hacernos ver y comprender que la historia no necesariamente ha de repetirse en los mismos términos de denigración del individuo. En definitiva, una obra, que tal y cómo indica el subtítulo, nos invita a leer con paciencia y meditación a uno de los más comprometidos y arraigados pensadores de la cultura occidental.

Estudios sobre Theodor Adorno. Melancolía y verdad. Jacobo Muñoz ed.   VV.AA.

   Jacobo Muñoz (ed.)

   Melancolía y verdad. Invitación a la lectura de Th. W. Adorno

   Madrid, Biblioteca Nueva, 290 p., 2011.

 

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