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Unamuno, el viajero. Los paisajes del alma

09 Mar

Miguel de Unamuno

El viaje en Unamuno no es una salida, sino el punto de llegada de una experiencia que se proyectó a lo largo del tiempo y en muy variados espacios, que ahora me propongo explicar y exponer con algún detalle, tomando como corpus principal los textos reunidos en el primer tomo de la Obras Completas, Paisaje, pero sin descuidar otros que, diseminados en obras de muy distinta naturaleza, abordan y refieren la experiencia del viaje, experiencia que desde unas primeras andanzas más próximas a la jocosa ironía postromántica, a los cuadros o relaciones de corte costumbrista y a los arabescos modernistas, acaban forjando la imagen mucho más honda, esencial y permanente del viajero como peregrino de la belleza y de la inmortalidad. Porque si bien es indiscutible la tesis de Luciano Egido, cuando en Salamanca, la gran metáfora de Unamuno, afirma que Salamanca es la cita permanente de Unamuno y que éste, «irremediablemente, fue a todas partes con la imagen de Salamanca en los ojos», mostrando con todo tipo de detalles los múltiples recuerdos salmantinos que a lo largo de la vida del autor irrumpen aquí y allá, también es innegable la poderosa presencia e influencia de otros lugares recorridos y sentidos por don Miguel, hasta el punto de llegar a constituir constelaciones casi permanentes en su universo viajero.

Es hacia esas otras constelaciones hacia donde apunta mi trabajo, donde pretendo ver por dónde anduvo, y quién fue y qué sintió y pensó o soñó en esos lugares. Analizaré, por tanto, las geografías que recorre, los motivos que le llevan a ellas, los medios de que se vale para esos viajes, y la actitud o los modos y maneras con que el viajero mira y sueña y escribe, porque estamos ante un escritor que muestra una clara conciencia de las razones y designios que le impulsan a emprender sus gozosas andanzas, aunque de vez en cuando se autorretrate como un «forzado del cálamo» y se deslicen en sus páginas leves quejas del tipo «Es cosa terrible esto de ver algo para escribir de ello, más bien que escribir porque se ha visto. Pero el oficio…», lamento no exclusivo del escritor-viajero, sino constante en el Unamuno articulista o publicista, como es bien sabido, y que, en lo referido a las relaciones de viaje, irá desapareciendo con el paso del tiempo.

… durante el verano y en las siempre breves vacaciones de que durante el curso puedo gozar, salgo a hacer repuesto de paisaje, a almacenar en mi magín y en mi corazón visiones de llanura, de sierra o de marina, para irme luego de ellas nutriendo en mi retiro. Así como también llevo al campo el recuerdo de las espléndidas visiones de esta dorada ciudad de Salamanca […]. Así llevo la ciudad al campo y traigo el campo a la ciudad. Pero la ciudad que es a su vez campo, la ciudad hecha naturaleza serena, impasible y notable.

Tal declaraba Unamuno en 1911, en un texto —«Ciudad, campo, paisajes y recuerdos»— que puede considerarse un verdadero manifiesto-programa del viajero en tanto que excursionista o peregrino de la belleza que una y otra vez —hasta los últimos años de su vida— emprende pequeños viajes o excursiones a puntos concretos de nuestra geografía, parajes naturales de Castilla, Extremadura, Portugal, Aragón, Mallorca, Canarias, Galicia, Cantabria, La Mancha o el País Vasco, porque para este infatigable peregrino de la belleza no hay paisaje feo —según sostiene en más de una ocasión—, en parte porque no admite ponerle puertas ni etiquetas a la belleza —una y otra vez niega determinadas analogías y, como buen romántico, rechazará que se confunda tristeza con fealdad, por ejemplo— y en parte porque se enfrentará a lo nuevo con una mirada virginal y desprejuiciada, aniñada, actitud adoptada ya en un temprano trabajo, «Las procesiones de Semana Santa» (1891), cuya materia u objeto obliga al viajero-narrador a plantearse cuál debe ser la actitud adecuada para representarse lo poético de cualquier solemnidad, respondiéndose que habrá de ser el regreso a la infancia, el aniñarse de espíritu, cuando todo era nuevo, siempre nuevo, y «toda impresión venía humeante y chorreando vida». Creo que tenemos aquí una clave para entender el principal quiebro del viajero Unamuno: esa disposición auroral o virginal propia de la niñez que sólo el radical cambio que supuso el traslado a Castilla pudo propiciar.

Estamos ante un viajero que, en los tiempos en que viajar era ya una moda y casi una vulgaridad, elegirá para sus andanzas parajes muy alejados de la rutas frecuentadas por los turistas, porque rechaza al prototipo «superficial y cómodo» que simplemente aspira en sus viajes «a matar unos días viviendo con la sobrehaz del alma»; censurará a quienes viajan más por ostentación y vanidad en vez de «para recordarlo y paladearlo a solas y para encender con el recuerdo de esos viajes a ajenas tierras el tibio y recalentador apego al rinconcito en que se nació o en que se vive en nido propio». Por eso defenderá siempre la lentitud frente a la moderna superstición de la aceleración y gustará de aproximarse a su destino «por camino largo, tomándolo a sorbos, a modo de quien lo saborea», sabedor de que «no se mueve por sí aquel a quien su automóvil lo lleva a cien kilómetros por hora, y sé más, y es que no se entera por el camino por el que va». Por eso, viajará a pie, a caballo, —(«Dejaba a mi cabalgadura rienda al cuello, que fuese a su talante […] iba leyendo entre las cumbres y en los desfiladeros la lección eterna de la Naturaleza»)— o en carros de trajinantes y arrieros, ligero de equipaje, «sin arqueólogo alguno ni más cicerone que un chiquillo cualquiera que topáramos al azar en las calles»; un viajero que lleva los ojos del alma bien abiertos porque, cuando se llega a un lugar, «importa más penetrar en la idea que sus moradores, sobre todo los naturales, tienen de ella, que no aferrarnos a nuestra propia visión inmediata». Y así, arremeterá contra aquellos de sus compatriotas que, o bien sucumben ante el vértigo de la velocidad, alterando sustancialmente el sentido de las salidas al campo, o eligen para sus escapadas otros destinos, cegados como parecen estarlo por reclamos de tarjeta postal:

Es una lástima que la ramplonería de la rutina española lleve a tantas gentes a pueblecillos triviales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera del tiempo.

De hecho, no abunda en las páginas unamunianas el autorretrato del viajero visto desde fuera, aunque son numerosas las estampas o visiones íntimas, las del hombre interior. Aun así, contamos con algún pequeño esbozo, como el citado en la nota 19, donde se observa la extrañeza que ese hombre, o ese grupo de amigos, entregados a esfuerzos físicos e incomodidades varias sin propósito material ni lucrativo alguno causa entre los lugareños, por lo que éstos deducen que a tales penalidades les moverán motivos expiatorios:

La España pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida que lo es —por los españoles, se entiende— si tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación o si fuésemos más entusiastas y menos comodones. Entre nosotros, el amor a la hermosura y a la tradición no ha llegado aún a formas de piedad. Y así, cuando hace aún pocos días marchaba yo con dos amigos a visitar el célebre monasterio de Guadalupe, las gentes sencillas de aquellas tierras no se explicaban las molestias que soportábamos sino atribuyéndolo a que lo hiciésemos por promesa o votos religiosos.

Son ciertamente otros los motivos que lo llevan de aquí a allá: estéticos, sensuales, cordiales, intelectivos o simplemente físicos. «Para recreo de los ojos y sugestión del corazón» le parece estar hecha la visión que se extiende ante él cuando en 1909 recorre el valle canario de Tejeda, dado el reposo que aquel paraje que parece carecer de materialidad tangible le proporciona. En otra ocasión, tras la subida a la cumbre del Teix, en Mallorca, comentará exaltado:

Esto de ascender a las cimas de las montañas, y más si son rocosas, es un placer que tiene tanto de sensual como de estético, es una voluptuosidad de la fatiga. No cabe decir en qué tal cima es distinta de la otra, como no cabe expresar en qué se diferencia el gusto de un manjar del de otro manjar cualquiera. […] cada cumbre es como otra música que nos pide otra distinta letra. Y yo espero que con el tiempo me brote en la fantasía la planta de la semilla que me dejó en ella el haber puesto el pie en la cumbre del Teix y el haber respirado en ella el aire que como entre sus dos manos batió el Señor entre el cielo y el mar henchidos de luz de aquella isla de oro.

Y es que, para este impar viajero, tanto como «las sacudidas del cuerpo» que le deparan dichas salidas, cuentan las sacudidas del alma causadas por la novedad de las visiones, que le agitan y cansan incluso más que el ajetreo del caballo. Consuelo, descanso, limpieza o depuración y restauración de alma y cuerpo, la obtención de «aluviones de energía», y múltiples enseñanzas de distinto tipo son otros de los motivos que le llevan a emprender esas excursiones cuya práctica, ya desde su juventud, le permite transformar la experiencia sentimental en sensitiva, el amar en querer, y recuperar así el impulso natural y la espontaneidad característicos de la niñez, condición de la libertad. Por ello, cuando esas excursiones se realizan dentro de la propia patria, aprendemos así a quererla: «Cóbrase en tales ejercicios y visiones ternura para con la tierra, siéntese la hermandad con los árboles, con las rocas, con los ríos; se siente que son de nuestra raza también, que son españoles. Las cosas hacen la patria tanto o más que los hombres».

Ejercicios llama Unamuno a sus peregrinaciones. Ejercicios estéticos y espirituales, porque esas salidas en que se lanza a leer en el libro de la Naturaleza y a educar el sentimiento de la misma, el amor inteligente y cordial al campo, le parecen «uno de los más refinados productos de la civilización y la cultura». Tarea ardua y difícil que llega a constituirse en designio permanente del viajero desde que en su infancia bilbaína experimenta una de sus primeras emociones románticas ante el panorama asombroso que se le reveló en los Caños, «con aquel ceñudo fondo del oscuro Arnótegui, y el río saltando entre pedruscos y la Isla y toda la hoz aquella…».

Miguel de Unamuno. Por tierras de Portugal y de España«Estética montesina», un monodiálogo de 1902, me parece otro de esos textos programáticos en que se cifra todo el sentido de este modo de viajar. El texto tiene un arranque más narrativo que ensayístico y en él relata una experiencia fundamental acaecida cuando ya el monte le era familiar y «mantenía con él comunicación amigable». Vemos allí al viajero en una situación bastante común y reiterada en estos escritos: saliendo al campo una tarde y durmiendo la siesta al pie de un mesto. Durante el sueño se produce una revelación tras la cual despierta «adoctrinado, preñado mi ánimo de vagas ideas que pedían luz, expresión y libertad». Todo este relato es el recuento de un merodear ocioso —«Nada tenía que hacer; el tiempo era mío»—, durante el cual observa las mil formas vivas, animales y vegetales, de la Naturaleza, la gran variedad que reviste el deseo de vivir, que concluye con un canto a la Belleza en tanto que verdadero motor o impulso vital en lo que ésta tiene de «eternización de la momentaneidad».

No recuerdo haber visto convenientemente destacada esta «Estética montesina» de 1902 —la fecha es significativa— que contiene importantes claves para entender la actitud del viajero unamuniano —alpino y excursionista, o no— según veremos enseguida, al abordar los motivos y fines de estas excursiones que he calificado de ejercicios estéticos y espirituales porque Unamuno admite la máxima byroniana según la cual «un paisaje es un estado de conciencia» —pero también, a la vez, un estado de conciencia es un paisaje— y aspira en sus escritos a convertir esa máxima en sello personal inconfundible, lo cual situará al narrador–viajero en el extremo opuesto de los pintoresquistas o descripcionistas:

El descripcionismo es un vicio en literatura y no son los más diestros y fieles en describir un paisaje los que mejor lo sienten, los que llegan a hacer del paisaje un estado de conciencia, según la feliz expresión de lord Byron. Este mismo lord Byron sintió el mar como nadie, y no necesitó largas y prolijas descripciones para comunicarnos su sentimiento. ¿Es que se ha dicho acaso sobre el mar nada más sugerente y profundo que las últimas estrofas del Child Harold y, sobre todo, aquellos tres versos de la estrofa 182 del canto IV y último?

Unchangeable save to thy wild waves, play;
Time writes no wrinkle on thine azure brow
Such as creation’s dawn beheld, thou rollest now.

Esto es: «Incambiable excepto al juego de tus salvajes olas; el tiempo no traza arrugas en tu frente azul; ruedas hoy tal como te vio el alba de la creación».

Por entender de este modo la expresión literaria del paisaje, Unamuno — como Azorín— hablará de la ausencia del mismo en nuestra literatura, aun siendo el paisaje el principal estímulo para la creación artística, verbal o no, porque ciertos paisajes «nos meten al ánimo el ansia tormentosa de decir lo indecible, de dejar en la alada palabra que vuela sonora, y pasa, y se pierde, lo que no pasa ni se pierde: la visión que queda», declara en una ocasión, formulando acto seguido su personal aspiración al deseado sincretismo artístico tan anhelado ya por los románticos: «Decir lo que se ve y decirlo de modo que se vea oyéndolo; ver lo que se oye: he aquí todo el secreto del Arte». Por ello en sus novelas excepción hecha de Paz en la guerra, la ausencia de «color temporal o local»es rasgo destacado, no sólo debido al propósito de darles la mayor intensidad y el mayor carácter dramático posibles (al reducirlas a diálogo y relato de acción y sentimientos) sino por realzar el paisaje literario, que para el autor tenía un valor estético independiente y no una mera función ancilar o decorativa, y por ello a ese elemento lo dotaba de una forma literaria específica: el poema o la relación de viaje.

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La unamuniana expresión paisajes del alma debe entenderse en el más hondo sentido espiritual porque ella traduce la convicción del viajero de que el paisaje vivido y sentido —y específicamente aquellos en «que se amamantó nuestro espíritu cuando aún no hablaba»— nos acompaña hasta la muerte y forma «como el meollo, el tuétano de los huesos del alma misma». Y por ello, esta íntima comunión o lazo indisoluble afectará también al lenguaje y al carácter moral del ser, según veremos más abajo. Las excursiones, por consiguiente, serán ejercicios estéticos y espirituales pero también políticos porque, al cabo, recorrer España de ese modo, conocerla así, desde las cumbres a sus entrañas, acabará siendo requisito o medio para la acción. No será casual que en el texto que venía parafraseando,

«Excursión» —y que también puede considerarse como programático o declaratorio—, se refiera a Castelar y a Cánovas en estos términos:

Siempre que oigo del ardiente patriotismo de Castelar, de aquel culto apasionado que profesó a España —¿quién sabe si por eso permaneció célibe, por no distraer ese amor con otro?—, se me ocurre que aquel hombre, aquel gran español, fue uno de los que mejor conocieron de vista su patria, de los que más viajaron por ella. Apenas hay rincón adonde vaya, lugarejo que retenga algo de historia o de leyenda, en que no oiga decir: aquí estuvo Castelar. Apenas hay álbum de esos que se ponen en monumentos y lugares curiosos en que la firma de Castelar no aparece.// Otro hombre que entre nosotros tuvo también esta pasión fue Cánovas. Cuando fui a visitar la antiquísima iglesia de San Pedro de la Nave, a unos veinte kilómetros de Zamora, en la hoz del Esla, lugar desconocido y remoto, me encontré con que había estado allí Cánovas.

Y a continuación formula expresamente ese programa de incuestionable transcendencia o repercusión política al que me refería, convencido de que para conocer una patria y un pueblo no basta conocer su alma y es necesario conocer también su cuerpo; es decir, su suelo, su tierra. Pero para que ese ejercicio resulte eficaz, debe hacerse según un determinado modo y con una definida actitud:

… es preciso salirse de las grandes rutas ferroviarias por donde circulan los turistas deportivos, baedeker en mano, que no saben dormir, ¡pobrecillos!, sino en cama de hotel, ni saben comer sino con una cualquiera de esas infinitas aguas embotelladas que tienen perdido el estómago a todos los tontos, y una comida internacional, que es la peor de las comidas. Para estos desgraciados, unas horas de diligencia, de carro, a caballo, en burro y nada digo a pie, son el peor tormento. Esos pobres jamás conocerán el mundo.

El fundamental texto «Frente a los Negrillos» (1915) contiene lo esencial del ideario del viaje al servicio o en función de una acción política (o, si se prefiere, patriótica) atendiendo a las tres caras de esa pirámide esencial que componen país, paisaje y paisanaje, ya que «la primera honda lección de patriotismo se recibe cuando se logra cobrar conciencia clara y arraigada del paisaje de la Patria, después de haberlo hecho estado de conciencia, reflexionar sobre éste y elevarlo a idea». Por consiguiente, para Unamuno el viaje obedece a un designio concreto: sentir, conocer, querer y obrar. Ya desde sus tempranas aventuras andariegas cobró plena conciencia de cuanto le aportaba la experiencia del viaje (y admitamos que el primero, el que lo alejó del seno o claustro materno-nativo, de la matria-patria, fue el fundamental): pasar de lo sentimental a lo sensitivo, del amar al querer, noción, esta última, clave en el pensamiento unamuniano.

Viajar será la tarea o el deber del hombre de acción pero también un beneficioso y fecundo ejercicio para el hombre contemplativo, pues, invirtiendo el sentido de la expresión acuñada en el acervo común, del «dicho decidero popular» vivir para ver, defenderá el ver para vivir —«Vivir para ver, sí, pero también ver para vivir»—, reconociéndose en otra de sus numerosas dualidades. Y por supuesto, el ser viviente incluye al pensador. Y a este hombre le hubiera resultado imposible vivir su pensamiento —y por tanto ser yo o serse— sin haber participado de esas visiones y andanzas por las tierras de España:

… ¿cómo podría vivir una vida que merezca vivirse, cómo podría sentir el ritmo vital de mi pensamiento si no me escapara así que puedo de la ciudad, a correr por campos y lugares, a comer de lo que comen los pastores, a dormir en cama de pueblo o sobre la santa tierra si se tercia? A sacudir, en fin, el polvo de mi biblioteca. Si yo fuera el hombre de libros que me creen los que no me conocen; si yo no anduviera de un sitio a otro, hablando con todo el mundo; si el sol no me hubiese mudado muchas veces la piel de la cara, ¿creéis que podría conservar esta caudal de pasión de que a las veces se vierte, dicen, en injusticia? No, no ha sido en libros, no ha sido en literatos donde he aprendido a querer a mi patria: ha sido recorriéndola, ha sido visitando devotamente sus rincones. En todo país deberían preocuparse los que lo rigen y conducen de que sus hijos lo conocieran de visión y de contacto.

Porque peregrinajes o ejercicios son el medio excelente para alcanzar ese consuelo —o sosiego—, del que hablaba antes en tanto que en esos parajes terminales o recónditos o alpinos vivirá y sentirá «la inmovilidad en medio de las mudanzas, la eternidad debajo del tiempo» creyendo tocar «el fondo del mar de la vida». No creo necesario redundar en lo que una experiencia de tal signo tiene de transcendente para el Unamuno agónico que todos conocemos, porque sólo en ese silencio de las cumbres es posible el soliloquio interior, el examen de conciencia, volviendo la vista espiritual de las cumbres de la montaña a las cumbres de su alma: «el sol de la cumbre nos ilumina los más escondidos repliegues del corazón». Un estado que es condición sine qua non para dialogar con los otros hombres, sus prójimos, a la vez que exigencia para también encontrarse y dialogar con los otros «yoes» que se han ido dejando en las encrucijadas del camino de la vida, o bien de alguno de los que efectivamente se llegó a ser, como cuando, desterrado en París, busca al joven que anduvo por allí en 1889; en la Hendaya del autoexilio, al niño y joven de su infancia y mocedad vascas; y en el Madrid de 1932 callejea evocando al estudiante universitario recién llegado a la capital.

Recogerse una temporada, sí, y callar, callar, envolviéndose como en mortaja de resurrección en el silencio, pero no por mezquinos móviles de defensa y de ataque, no, sino a busca de alguno de nuestros otros «yoes», de alguno de aquellos que he ido dejando en las encrucijadas de la vida.

Por eso en el viajero-alpinista encontramos otra de esas parejas de términos o conceptos indisolublemente ligados en el pensamiento del autor, si bien en este caso no estamos ante un maridaje de opósitos ni hay paradoja alguna. Ambos términos, ascensión y asunción, en el artículo homónimo de 1932, contienen el núcleo o cifran la clave de esta singular experiencia de inequívoca raíz panteísta que transforma las excursiones del viajero en piadosas o fervorosas peregrinaciones:

Horas divinas en que en la cumbre de una montaña rocosa, al pie de un aliso, junto a un arroyo claro, en medio del páramo, en un rincón de costa, sobre la madre tierra y bajo el padre cielo se encuentra uno, uno y unido, y hasta único. Y se siente uno todos los que uno es. Se siente uno hijo, hijo del mismo cielo y de la misma tierra, y todos los que uno es se sienten hermanos, y se siente uno hermandad, y unidad. Y descansa.

La referencia constante, por no decir el modelo de nuestro viajero, la encontramos en «aquella excursión por los abismáticos y desiertos páramos del alma humana» que en 1804 dio a la luz Sénancour: esa insondable monodia que es la novela Obermann, a la que Unamuno volvía una y otra vez, desde la edad juvenil hasta su senectud como bien se advierte en este texto recién citado y que está fechado, ¡nada menos!, a 19 de julio de 1936. En el libro protagonizado por el desdichado y oscuro héroe romántico, se le revelará a Unamuno «toda la tragedia de la montaña» y en el reino del silencio que halla en la Peña de Francia sentirá una honda tristeza y, como Obermann, se preguntará por su destino incierto, y como él se preguntará también por cuál debe ser el lenguaje más adecuado para expresar esa permanencia o inmortalidad de la montaña porque para el viajero también las interrelaciones paisaje-lenguaje caen en el ámbito de su meditación, derivadas como lo son de la pareja matriz país-(paisanaje)-lenguaje:

El paisaje es un lenguaje, y el lenguaje es un paisaje. Y en éste el agua es el acento musical. Canta el agua del Manzanares naciente con acento castellano, latino, gótico y morisco, como el del Fuero de Madrid. Canta en este paisaje castellano el agua que, entre sobrios y escuetos arbolillos, baja de los cascos de la Sierra de Guadarrama, de La Pedriza. Y al oírle cantar se le suben a uno de las entrañas de la tierra madre de España ocho siglos que le remozan a quien les oye en el corazón.

Pureza e intensidad de visión —conocimiento— es el balance de tal experiencia, porque en el sosiego que propicia la vida en dichos parajes «cualquier accidente cobra relieve». Y por ello para nuestro viajero, como para Leopardi, cumbre o montaña o cima significan In–tracción e In–versión, neologismos que el narrador forja como antónimos de las comunes distracción y diversión:

¿Distracciones? ¿Diversiones? ¡No; a Dios gracias, no! Ni dis–tracción, ni di–versión, sino más bien in–tracción e in–versión. Al perderse así en aquel ámbito de aire hay que meterse en sí mismos. Pero en lo mejor de sí. Meditar, esto es, vagabundear con el espíritu por los campos de lo indefinido, mientras se contempla aquellas negras masas…

Es un verdadero asalto intelectual a la cumbres el que Unamuno nos ha legado en extensas y hondas meditaciones que indagan, por ejemplo, en el modo en que el espacio montaña influye en el carácter de los hombres que la habitan —siguiendo el habitual determinismo de la época, asimismo reiterado a propósito de otras cuestiones—, achicándolos porque éstos se agazapan a vivir al pie de ella, o en sus rinconadas y repliegues, y por ello considerará hombre bravo al montañés, «pero de una bravura defensiva», pues ama su independencia, pero ésta es negativa, defensiva: «Los grandes conquistadores se formaron en la llanura; fueron hombres del llano aquí, en España, extremeños», agregará líneas después. Sin duda, todas estas reflexiones o meditaciones del viajero están muy próximas a la antropología cultural e incluso a la antropología del espacio, en el sentido que le dio Julio Caro Baroja, porque el enfoque del análisis hace hincapié en la relación entre el carácter formal o físico del espacio habitado y el carácter moral de sus habitantes. Y por eso en el París del destierro, aturdido y extrañado, se pregunta: «¿Habría podido hacerse mi espíritu en este ámbito? Se habría hecho, pero no el que es» se contesta, desarrollando a continuación el tema.

Pero hay además otros aspectos muy interesantes por cuanto tienen de novedad y originalidad en estas páginas donde Unamuno niega la importancia de la altura medida geométricamente (porque la verdadera altura la da la relación que una montaña mantiene con su entorno); trata de la naturaleza de la soledad allí alcanzada; o compara montañas y llanuras, montaña y mar, y cumbre y páramo, ya que esos otros parajes atraen a nuestro viajero tanto como las sierras o las cadenas de montañas, y le proporcionan similares goces y deleites, dado que todos los paisajes, como todos los lenguajes, son apaciguadores y hermosos. La confesada devoción obermanniana o leopardiana que profesa no le impide disfrutar de llanuras, costas o páramos, porque las experiencias y vivencias de las unas completan las de las otras. Y así, al temor que le expresa un amigo de que vaya a juzgar la isla entera de Mallorca a partir de la llanura donde se hallaba descansando, responde con mensaje tranquilizador:

Ignoran que las llanuras me encantan tanto como las montañas, y que si éstas me tientan a treparlas para descubrir desde su cumbre más amplios horizontes, gozo de éstos sosegadamente desde el llano. Y que es hermoso aquí ver ponerse el Sol tras de la sierra del Norte, la más elevada de la isla, que se alza allá a lo lejos, destacándose sobre las verdes ondulaciones del terreno.

Significativa es, en ese sentido, la homologación llanura-mar debido al carácter estático de ambos, o que hable de «piélago de tierra» para referirse a las parameras extremeños. Blanco Aguinaga ha estudiado magníficamente la metáfora marina en la construcción del concepto de intrahistoria expresado en En torno al casticismo, y también las posteriores dimensiones simbólicas del mar en otros textos del Unamuno contemplativo, pero no dice nada de otros valores puramente externos, más objetivos o históricos, del espacio mar, que a Unamuno le parece un elemento civilizador de primer orden (fueron los pueblos marineros y comerciantes los que al par que transportaron mercancías trajinaron ideas) y que originó uno de los dos tipos humanos básicos que conforman la pareja antitética comerciante pastor. La idea había sido planteada ya en las páginas finales de Paz en la guerra (1897) y a ella vuelve en más de un texto, incluido ese himno de 1934 que es el artículo «Desde la Magdalena de Santander», perteneciente a Paisajes del alma.

Unamuno es igual de pródigo al referirse a otros espacios naturales como las sierras, que le parecen tronos y altares porque se levantan «como bastiones contra el cielo». Y entre ellas emergen, sobre todas, las de Gredos y Guadarrama, otras dos grandes metáforas del pensador. De hecho, parece haber sido la visión de las cumbres de Gredos desde la Peña de Francia —otro de los destinos preferidos por nuestro viajero— la que inspiró esa imagen, ya que en 1913, escribiera:

Allá lejos, tras la enorme parva del Calvitero, asoman los dientes de la sierra de Gredos, cual mordiendo al cielo. Y recuerdo aquellos versos del estupendo soneto de García Tassara, los que dicen: Cumbres del Guadarrama y de Fuentefría, columnas de la tierra castellana…

Columnas, sí, pero truncas. ¿Qué sostienen? ¿Acaso el cielo? ¿O no son más bien lo que nos resta de un vasto templo que cobijó a un dios, hoy muerto, en algún tiempo? ¿O no son torres babélicas de la naturaleza de cuando ésta quiso escalar el cielo? Aquí, bajo mis pies, dentro de esta Peña de Francia, ¿no sufre y espera algún Encelado, algún titán preso? Todo este reposo, ¿no está preñado acaso de inquietudes? ¿No es éste el punto de equilibrio en que se encuentran enormes fuerzas que se contrapesan?

Ya la primera de sus correrías por las faldas de Gredos, en 1909, le dejará una impresión imborrable, según revela en «Excursión», donde detalla el itinerario seguido: Béjar, El Barco de Ávila, Piedrahita, hasta ir a descansar en Arenas de San Pedro, al pie de los picos de Gredos, que para él es el «espinazo de Iberia», como la llama repetidas veces al hallarse en sus estribaciones, en la soledad de Yuste, desde donde le inspiró el poema «En Gredos», incluido en Visiones rítmicas y en la primera edición de Andanzas y visiones españolas (1922), además de algunas de las ideas sobre la montaña que acabo de exponer. Ahora bien, la más completa relación de esa experiencia se halla en «De vuelta de la cumbre» (1911), texto glosado ya ampliamente en estas páginas, pero del que aún destacaré un par de aspectos: la encendida incitación que dirige a sus lectores (sudamericanos), y la pena que el narrador siente por que sus meditaciones no vayan acompañadas de un reportaje o ilustración gráfica.

Gredos, la Sierra matriz de Castilla, es imagen permanente de Unamuno, que podía verla incluso desde el aula de la universidad salmantina donde impartía sus clases y desde luego en sus cotidianos paseos «carretera de Zamora arriba [mientras] ungía mi vista con la visión eterna de la nevada cumbre…». Por eso, aparte del mencionado matriz, a Gredos aparece vinculado otro concepto sustancial del pensamiento y de la obra de don Miguel de Unamuno: eternidad, su tentación o su nostalgia más permanente, y también su angustia:

¡Visión eterna la de Gredos! Eterna, sí; y no porque haya de durar por siempre —¿la llevaré conmigo bajo tierra cuando me arrope para el sueño final en ella?—, sino porque está fuera del tiempo, fuera del pasado y del futuro, en el presente inmóvil, en la eternidad viva. ¡Visión eterna la de Gredos! […] Y me acuerdo de Gredos. Y siento la morriña de la eternidad, de lo que dura por debajo de la historia, de lo que no vive sino que vivifica. Porque Gredos es lo eterno…

Puede ser el viaje, como tal viaje, muy distinto, pero ello no alterará la visión. Y no es casual que el narrador borde el depurado texto «La España que permanece» (1923) —subtitulado «Intermedio lírico»— sobre el cañamazo que la imagen de la riscosa cumbre, columna dorsal de Castilla, le proporciona: «Volví a gustar la permanencia de las montañas. Y volví a sentir lo que es la España que permanece, la que queda por encima y por debajo de la que pasa». Muy bien conforma Gredos otra gran metáfora de Unamuno, como el Guadarrama, si bien mientras que Gredos encarna la faz natural del paisaje, en el Guadarrama el viajero expresa la faceta histórica del mismo, pues para Unamuno el paisaje condensa o contiene una realidad dual o jánica, de dos caras: Naturaleza e Historia, o historia natural e historia humana. Son «las dos barajas de Dios» de las que habla cuando marcha Manzanares arriba y escribe:

Así nos hablan La Pedriza de Guadarrama, los pedregales de la Sierra castellana, los castillos caballerescos, las serranillas del Manzanares, los balbuceos del Fuero del Concejo de Madrid; así nos hablan el paisaje y el lenguaje castellanos, naturales y nacionales, Después se oye la voz de Iñigo de Loyola, la de Don Quijote, y el rasgueo de la pluma de águila enjaulada de Felipe II. Lo que nos enseña, re–creándonos —y nos re–crea enseñándonos a ser hombres—, el contemplar la Naturaleza como historia y la historia como Naturaleza, el paisaje como lenguaje y el lenguaje como paisaje, las pedrizas como castillos y los castillos como pedrizas, y sentir cómo Dios, el Supremo Solitario y Hacedor, juega a sus solitarios con las dos barajas, la natural y la racional, barajustándolas y desbarajustándolas arreo.

Junto a las sierras, los llanos o llanuras —sean fértiles como las del Norte natal o yermas e inmensas, como la manchega—, son otros espacios de soledad fecunda porque también en ellos el viajero atesora visiones españolas y porque son «reposadero y a la par acicate para el ánimo», no en vano de ellas surgieron nuestros descubridores o ese gran soñador que fue Don Quijote. Al atravesar la Mancha en 1932, escribe:

Llano que nos convida a lanzarnos al horizonte, que se nos pierde de vista según se gana, que no se pierde en el cielo; que nos llama al más allá. Y es que el horizonte terrestre se funde con el celeste y se aúnan. Porque horizonte, la palabra griega, vale por definiente, limitante o lindante, es la línea lindera y lo es de cielo y tierra. Un lindero tanto une como separa dos términos. Y en la Mancha el lindero es común. La tierra, sembrada en grandísima parte de viñas que recogen luz —más que calor— solar para hacer dulzor que se cuece, el jugo que será consuelo en el sueño de la vida. Uvas, y luego vino, morados, de este color a la moda neorrepublicana, color al margen del arco iris, mestizo e impuro, que ni se distingue bien y que pronto se desvae y se vuelve lila y al cabo se destiñe del todo. Y que es muy discutible que sea el color castellano comunero.

Como para Nietzsche, a quien recuerda en esta ocasión, cualquier espacio vacío, incluida una calle o una plaza urbana solitaria, le parece idóneo para propiciar el ensanchamiento o acrecentamiento de nuestra alma, y así también el yermo se convierte en espacio para soñar. Ahora bien, de todos ellos, al más extremo, al páramo —tierra asentada y sedimentada—, es al que Unamuno dedicó un mayor número de encendidas referencias, empezando por el elogio de su desnuda belleza,

A mí me produce una más honda y más fuerte impresión estética la contemplación del páramo, sobre todo a la hora de la puesta del sol, cuando lo enciende el ocaso, que uno de esos vallecitos verdes que parecen de cartón. Pero en el paisaje ocurre lo que en la arquitectura: el desnudo es lo último de que se llega a gozar. […] El desnudo necesita siempre tiempo, mientras la hojarasca impresiona desde luego, aunque luego esa impresión vaya amortiguándose.

… inspiradora de una poesía áspera, profética, jeremíaca y apocalíptica, como la que él percibe en los libros de Julio Senador,

Allá, en aquella línea derecha, que corona esos calizos escarpes, empieza el páramo; el terrible páramo, el que se ve, como un mar trágico y petrificado, desde la calva cima del Cristo del Otero. ¡El páramo! En él se ha vendido una hectárea de terreno por seis duros —¡treinta pesetas!—, y para aprovechar no más que una cosecha. El milagro de Sara, la mujer de Abraham. ¡El páramo!, Y ¡qué áspera poesía la que inspira! […] Al borde del desierto han brotado los más jugosos, los más fuertes cantos de la eternidad del alma. Ni hay agua como el agua profunda, soterraña, del desierto.

… siguiendo por la soberbia vivisección de su soledad —en un enfoque casi antropomórfico y pleno de reminiscencias bíblicas—, más terrible que la de la cumbre «porque el páramo no puede contemplar a sus pies arroyos y árboles y colinas […], no puede mirar más que al cielo. Y la más trágica crucifixión del alma es cuando, tendida, horizontal, yacente, queda clavada al suelo y no puede apacentar sus ojos más que en el implacable azul desnudo o en el gris tormentoso de las nubes». En 1932, yendo de Medina de Rioseco a Palencia, al atravesar de nuevo el páramo, volverá a glosar su «dolorosa soledad serena». Penetrar así la honda dimensión del páramo legitima al viajero para cuestionar la supuesta y tópica «adustez» y «ceñudez» que se arguyen para descalificar estéticamente ese espacio, en el que él descubrirá también un lenguaje propio. Lo estudio con más detalle en el trabajo mencionado en la nota 90, pero quisiera ahora al menos llamar la atención sobre él porque no me parece haberlo visto convenientemente destacado en los estudios sobre el autor, a pesar de haberle inspirado a Unamuno poemas tan notables como «El Cristo yacente de Santa Clara», cuyos versos finales («Porque este Cristo de mi tierra es tierra, / carne que no palpita, / tierra, tierra, tierra; / mojama recostrada con la sangre, / tierra, tierra, tierra, tierra…») posiblemente no puedan explicarse de forma adecuada sin considerar que el poeta acababa de empaparse de la contemplación del páramo palentino. El poema había impresionada profundamente a don Antonio Machado, a quien le parece una soberbia composición «que encierra tanta belleza y tanta verdad». Y no olvidemos que fue la dureza de estos versos lo que llevó a Unamuno dos años más tarde a emprender la composición de su más humano poema, El Cristo de Velázquez. Recordemos también los versos referidos a la recia paramera de Extremadura de «En Gredos» (1911), que el poeta sevillano se sabía de memoria.

Del piélago de tierra que entre brumas

tiende a tus pies, aquí, sus parameros,

con leras por espumas,

volaron del Dorado a la conquista

buitres aventureros

En el «imaginario» unamuniano, el páramo —apenas catalogado en los habituales repertorios de simbología o topoanálisis del espacio—, me parece medular. Es más, creo que la aspiración del viajero a cantar y contar España desde una visión otra se cumple magníficamente ante este paisaje, tanto como ante la cumbres (pero en este caso había muchos registros previos, aunque fueran de otras literaturas como el ya citado de Sénancourt) o los ríos, a los que Blanco Aguinaga sí ha prestado amplia atención. Y dado que en general coincido con su análisis, pasaré más rápido por estos escenarios de las visiones y andanzas unamunianas —reflejados en textos como «Fantasía de verano» (1911), un relato de forma epistolar en que se narra las delicias del ocio estival junto al rumor de un río, de Meditaciones e inquietudes; «Junto a las Rías Bajas de Galicia» (1912), de Andanzas y Visiones españolas; «Divagación sobre el canto del arroyo» (1914) y el muy interesante «Caorzos» (1924), de Monodiálogos; «Orillas del Manzanares» (1932), «Manzanares arriba» (1932) y «Por el alto Duero» (1933), de Paisajes del alma; o «El Bidasoa», de Autobiografía y recuerdos personales—, en los que el agua simboliza la conciencia del paisaje y que despertaron uno de los más vivos deseos del viajero:

Un río es algo que tiene una fuerte y marcada personalidad, es algo con fisonomía y vida propias. Uno de mis más vivos deseos es el de seguir el curso de nuestros grandes ríos, el Duero, el Miño, el Tajo, el Guadiana, el Guadalquivir, el Ebro. Se les siente vivir. Cogerlos desde su más tierna infancia, desde su cuna, desde la fuente de su más largo brazo, y seguirlos por caídas y rompientes, por angosturas y hoces, por vegas y riberas. La vena de agua es para ellos algo así como la conciencia para nosotros, unas veces agitada y espumosa, otras alojada de cieno, turbia y opaca, otras cristalina y clara, rumorosa a trechos. El agua es, en efecto, la conciencia del paisaje; en el agua, cuando queda quieta y serena, se reflejan los árboles y las rocas, en el agua se ven como en espejo, en el agua se desdoblan, adquieren reflexión de sí; el agua es, repito, la conciencia del paisaje. Donde hay agua parece el paisaje vivo. Y el agua del río es conciencia viviente, conciencia movediza.

El otro viaje anhelado tendría por destino la ilimitada llanura de la Pampa argentina, según recuerda en una ocasión: «alguna vez hablamos [Zuloaga y yo] de lo grato que nos sería a ambos recorrer juntos los campos y rincones de la tierra de Martín Fierro, la Argentina pictórica».

Canarias

Miguel de Unamuno: Llegada a Canarias

Miguel de Unamuno: Llegada a Canarias

Mención aparte, por la circunstancia en que se enmarcan (se puede pulsar en el enlace para ver todo el Expediente de su destierro), exige el grupo de textos escritos durante el confinamiento de Unamuno en Fuerteventura, reunidos en dos secciones de Paisajes del alma —«Canarias (Divagaciones de un confinado)» y «De Fuerteventura a París»—, ambas de 1924, y en la tercera parte de la Autobiografía y recuerdos personales, subtitulada «En el destierro. Recuerdos y esperanzas (1924-1929)».

En todos ellos quedan recogidas breves instantáneas que retratan la vida del confinado, un personaje que por momentos nos recuerda al Jovellanos desterrado en Bellver, especialmente cuando lo vemos entregado a leer libros sobre la isla y a trazar breves memorias históricas del lugar, como en el que encabeza la serie del destierro «Don Pedro Fernández de Saavedra, primer señor de Fuerteventura», texto que teje acudiendo a las Noticias de la Historia general de las Islas Canarias (1859), de José de Viera y Clavijo o en «Los reinos de Fuerteventura», en que, apoyándose en los Estudios históricos, climatológicos y patológicos de las islas Canarias, del doctor Gregorio Chil y Naranjo, discurre o divaga el viajero sobre las cuestiones mencionadas, parafraseando y citando amplios extractos de la fuente documental que maneja, así como discrepando de la misma cuando es el caso:

«No obstante esa separación completa de los dos Estados, las guerras eran tan frecuentes, que, por decirlo así, los ejércitos de ambos reinos estaban siempre sobre las armas» —dice el ilustre miembro de la sociedad de aclimatación y de la Academia Estanislao de Nancy— ¿No obstante? Todo lo contrario; merced a esa feliz separación —¡felix culpa!, que canta la Iglesia— eran frecuentes las guerras entre los dos reinos majoreros; gracias a esa feliz separación se aclimató la Historia de esta isla.

No obstante, estos comentarios «a la vida que pasa y a la que se queda» —como el narrador los califica en ese mismo texto— pronto se ciñen al presente intrahistórico, y versarán sobre el clima y el paisaje de la isla —rectificando la visión ofrecida en un primer viaje de 1909— o sobre los hábitos y costumbres de sus habitantes, tanto en lo que atañe a celebraciones y fiestas colectivas —un jueves santo, en el artículo homónimo— como al humilde vivir cotidiano. Hay además un conjunto de escritos más de carácter ensayístico que narrativo (pues es de notar que los que tratan de la historia de la isla, a pesar de los contenidos, formalmente son relato o narración); por ejemplo, los titulados «Fatal ambigüedad», reflexión sobre el casticismo y lo castizo, y sobre la acepción vulgar y corriente que ambos términos han ido cobrando, a diferencia del significado que ambos tenían en su ensayo de 1895; «Pablo y Festo», un nuevo desarrollo de la lectura evangélica que había abordado en «Jueves Santo»; o bien «La risa quijotesca», en que versa sobre las diferencias entre el término riso, empleado por Dante en Infierno y el vocablo risa. En otras de estas divagaciones isleñas del confinado aflora el filólogo, constante en el Unamuno viajero. Así, en «Leche de Tabaiba» advierte la peculiaridad de los topónimos indígenas, que, como esa planta autóctona, la tabaiba, suelen llevar la «t» como letra inicial: Tefia, Tefir, Tizcamanita, Tejuate, Toto, Tabaire… En «Este nuestro clima», versa sobre ese posesivo, tan revelador de la psicología de un pueblo (no sólo el canario, sino el español en general) que se cree hacedor de su paisaje. Es justo en este texto donde el viajero cambia su anterior impresión de 1909 sobre la soñarrera, o la dulce modorra del aislamiento, como la había definido:

Pero este clima, ¡este clima! Y ¡cómo se duerme! ¡Es una bendición, una verdadera bendición! En mi vida he dormido mejor. ¡En mi vida he digerido mejor mis íntimas inquietudes! Estoy digiriendo el gofio de nuestra historia. ¡Que razón tenía el amigo Gil Roldán cuando me dijo en Tenerife, allí, en medio del maravilloso paisaje de La Laguna —tengo que rehacer lo que de él dije en mi Por tierras de Portugal y de España—, que este paisaje de Fuerteventura es un paisaje bíblico! Evangélico más bien. Este es un clima evangélico. Aquí se funden y se derriten en el lecho del alma las parábolas, las metáforas y las paradojas evangélicas. (Metáfora, parábola y paradoja son todo el estilo evangélico, son toda la esencia del Evangelio, de la Buena Nueva).

Y en «El camello y el ojo de la aguja», revela cómo estando en Pájara, durante una excursión realizada a ese pueblecito de la parte occidental de la isla, llegó a descubrir el sentido de la vieja metáfora que reza «es más difícil que entre un rico en el reino de los cielos que el que pase un camello por el ojo de una aguja».

Ahora bien, en este conjunto de textos insulares, tan robinsonianos como quijotescos—, predomina la mirada de un viajero atento al humano vivir y progresivamente enamorado de un paisaje del que se propondrá llegar a ser su descubridor y su cantor, igual que de la Atlántida lo fue Platón y de la Mancha, Don Quijote. Notemos que de los primeros escritos (tanto de la serie agrupada en Paisajes… como de la reunida en la Autobiografía) desaparece el yo, y el confinado se dedica a hablar o escribir sobre su circunstancia, según comenté. Y cuando ese yo aflora por primera vez lo hace con acento pesimista, para darnos una nota casi lúgubre referida a «la espantosa oquedad» del pesimismo, porque en aquel aislamiento se percibe de forma más intensa toda la tragedia de la decadencia:

Marcha aquí la vida al compás del paso solemne y lento del camello. La lejanía en el espacio trae consigo lejanía en el tiempo. Cuando las noticias nos llegan con ocho, a las veces con quince días de retraso, llégannos descoloridas y sin sonoridad. Sus últimos ecos en su foco apagáronse cuando llegan ellas a nosotros. Y esto parece que debe prestarse a que uno las aprecie con más serenidad.

Destierro de Unamuno en Fuerteventura

Pues bien; en este tranquilo alejamiento, en este aislamiento —¡y cómo se comprende en esta isla todo el valor de esta palabra: aislamiento!—, tan propicio al examen de conciencia, a la rumia de los recuerdos, a la contemplación del pasado vivo, aquí se siente con más fuerza la tragedia de la decadencia, del derrumbe de un pueblo; aquí se indigna uno más con patriótica indignación.

De ahí este artículo titulado «El caos», donde el lingüista —que pide dispensas al lector— versa sobre la etimología de la palabra, «que quiere decir propiamente hiato o también bostezo». Mas a este ser temporal, a este hombre que padece la historia, pronto se le sobrepondrá el pensador o razonador, que recuerda que la cárcel puede ser campo de batalla, como lo fue para Cervantes y para su amado Fray Luis. Y a medida que se vaya aclimatando o adquiriendo familiaridad con «el navío del desierto», el aislamiento será «fecundo», porque el confinado adopta una actitud más activa, resuelta en luminosos textos paisajísticos y costumbristas (más en el sentido antropológico cultural, el citado enfoque), y el anterior tono pesimista referido a su condición personal se vuelve belicoso: «En cuanto llegué a esta tierra o, mejor, en cuanto me dejaron en esta tierra, a la que la Policía me ha traído…»; «estoy aquí por incorregible perturbador del orden, según los de la ordenanza», se burla en otra ocasión.

Miguel de Unamuno: De Fuerteventura a ParísTextos como «A pesca de metáforas», en que el viajero narra sus experiencias con los isleños, a quienes acompaña en sus salidas a faenar y «a la sombra de la vela, reclinado en el borde del bote, hundía mi mirada en el seno azul de las olas y buscaba allí una fuente de metáforas, un manadero de ideas», revelan el triunfo del rebelde y la reaparición —resurrección— del peregrino de la belleza, con un claro designio: fijar, eternizar, la «fuerteventurosa Isla Afortunada», como empezará a llamarla. Y hablará de su solemne belleza trágica, «toda ella entrañas calcinadas de la tierra madrasta», «toda ella hueso calcinado al sol y refrescado por la brisa atlántica»; de las «descarnadas, esqueléticas montañas», de los «barrancos secos y sedientos, cadáveres de río», de la isla ermitaña; y convertirá la aulaga —«esqueleto de planta, toda ella secas espinas y, por breve tiempo, flores»— en símbolo tan poderoso como Leopardi hizo de la ginesta o el propio Unamuno de la encima castellana. «La aulaga majorera» y «El gofio» (ambos en Paisajes del alma) son dos soberbios textos que revelan cuán hondamente sintió el viajero la belleza de aquella aislada tierra sedienta y de aguas salobres, de aquella isla de camellos y acamellada, y cómo meditó en la esencia de su paisaje y paisanaje, una vez que las impresiones se asentaron y se hicieron carne de su mente:

El yeldo, la levadura, la fermentación, es el signo y el símbolo de la civilización, de la historia. La masa se yelda, se hincha, fermenta, y hace el pan mollar, el pan histórico, el pan civilizado de que nos alimentamos. Aquí se alimentan de gofio, que lo echan en la leche o en el caldo —aunque esto es ya cosa de señoritos, de civilizados, que toman como golosina el gofio— o más bien hacen con él y con un poco de agua salada una pella y así se la comen. Y esta pella de gofio y agua salada es un esqueleto de pan, en la osatura del pan.

¡Esqueleto de pan! Símbolo también de esta tierra fuerteventurosa, esquelética, con las corcovas de sus montañas. El gofio, el esqueleto de pan, es hermano de la aulaga, de esa mata esquelética de que se alimenta el camello.

Colofón de esa experiencia es el diálogo «El miedo y la verdad», texto que cabe emparentar con los autodiálogos. Luego, ya en París, el desterrado nos contará cómo de Fuerteventura salió llorando. Y posiblemente no haya mejor prueba de que su corazón echó allí «raíces incorruptibles» que el posterior aflorar de sus recuerdos isleños. Véase, en uno de éstos, el cambio de visión operado respecto de la experiencia primera (pues se refiere al mencionado soñarrero isleño) y el tono optimista y luminoso del mismo:

Se dice que en aquellas islas Canarias el hombre se aplatana, y el de Fuerteventura, el majorero, pasa en ellas por ser indolente. Pero yo sé que jamás me he mantenido más despierto y que lejos del tumulto de las últimas noticias, del barullo de la actualidad, recibiendo correo cada cinco o siete días, oyendo la canción brizadora de la mar, la leyenda del Atlántico, al pie de las recortadas colinas peladas, he entrevisto con toda netitud el esqueleto de nuestra historia, la osamenta de nuestra civilización. Desde la augusta sequedad de Fuerteventura he comprendido el veneno de la sombra del follaje de nuestras instituciones. La mar ha cantado a mi soledad íntima y me la ha encantado. […] Pasarán los años; se irá deshaciendo mi memoria; se pudrirá en ella, en mi memoria, su carne y en esta carne los recuerdos que allí encarnaron; pero los que se hicieron hueso de sus huesos, hueso de mi memoria, osamenta del espíritu, ésos no se pudrirán nunca.

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En una próxima entrega hablaremos del sentimiento estético de la naturaleza, y, más específicamente, intentamos ver el significado que para Unamuno tiene el paisaje rural.
 

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